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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (19 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿Vino alguien alguna vez a visitar a Henrik?

Lo que sucedió entonces sorprendió a Louise hasta tal punto que transformó profundamente la búsqueda que había emprendido: hallar la causa de la muerte de Henrik. En efecto, Blanca se levantó con rapidez, abrió uno de los cajones de un pequeño escritorio y sacó un sobre.

–Henrik me lo dio la última vez que estuvo aquí. Dijo que quería que me encargase de su contenido. Pero ignoro por qué.

–¿Qué hay en el sobre?

–Está cerrado. No lo he abierto.

–¿Y por qué no me lo has enseñado antes?

–Porque era para mí. En ningún momento os mencionó a ti o a tu marido cuando me lo dio.

Louise le dio la vuelta al sobre preguntándose si Blanca no lo habría abierto, pese a todo. O si decía la verdad. O si tendría la menor importancia. Louise abrió el sobre, que contenía una carta y una fotografía. Blanca se inclinó sobre la mesa para verlo mejor. Su curiosidad parecía sincera.

La fotografía era en blanco y negro, de forma cuadrada. Era una ampliación de algo que tal vez hubiese sido una foto de pasaporte. La superficie de la imagen estaba granulada y del rostro que reflejaba y que miraba directamente a Louise emanaba cierta inseguridad.

Era el rostro negro de una hermosa joven que sonreía. Los dientes, de un blanco reluciente, asomaban entre los labios, y llevaba el cabello recogido en trenzas ingeniosamente confeccionadas.

Louise miró el reverso de la instantánea.

Henrik había escrito sobre él un nombre y una fecha. «Lucinda, 12 de abril de 2003.»

Blanca miró a Louise.

–Yo he visto antes a esa chica. Estuvo aquí una vez.

–¿Cuándo?

Blanca intentaba recordar.

–Después de unas lluvias.

–¿Qué quieres decir?

–Una lluvia torrencial inundó el centro de Barcelona. El agua entraba a raudales por el portal. Ella llegó al día siguiente. Supongo que Henrik había ido a buscarla al aeropuerto. En junio de 2003, a principios de mes. Se quedó aquí dos semanas.

–¿De dónde es?

–No lo sé.

–¿Y quién es?

Blanca miró a Louise con una expresión extraña.

–Yo creo que Henrik la quería mucho. Cuando me los encontraba juntos, él se mostraba muy retraído.

–¿Y no te dijo nunca nada sobre ella después de su visita?

–No, nada.

–¿Cómo afectó eso a vuestra relación?

–Un día, bajó a mi casa y me preguntó si quería cenar con él. Le dije que sí. La cena no fue nada del otro mundo. Pero me quedé a pasar la noche con él. Era como si quisiera que todo siguiese igual que antes de la llegada de la joven.

Louise tomó la carta que había en el sobre y empezó a leerla. Aquélla era la letra de Henrik, la que garabateaba cuando tenía prisa, con raudos giros del bolígrafo, para escribir frases a veces ilegibles y en inglés. Ningún saludo inicial para Blanca; empezaba la carta abruptamente, como si la hubiesen arrancado de un contexto desconocido.

«Gracias a Lucinda empiezo a ver cada vez con mayor claridad lo que intento comprender. Jamás creí que pudiese suceder cuanto ella me ha contado acerca del vergonzoso sufrimiento al que se ven expuestos los seres humanos en nombre de la avaricia. Aún tengo que liberarme de la peor de todas las ilusiones que sufro: que el mundo no está peor de lo que yo solía pensar cuando más deprimido estaba. Lucinda ha sabido hablarme de otras tinieblas, tan duras e impenetrables como el hierro. En ellas se esconden los reptiles que han vendido sus corazones, los que bailan sobre las tumbas de todos aquellos que han muerto innecesariamente. Lucinda es mi guía; si me ausento demasiado tiempo, es porque estoy con ella. Vive en una chabola de cemento y chapas de metal ondulado, en la parte posterior de los edificios en ruinas de la avenida Samora Machel, número 10, en Maputo. Si no está allí, podrás encontrarla en el bar Malocura, en el recinto de la Feira Popular, en el centro de la ciudad. Allí trabaja como camarera por las noches, a partir de las once.»

Louise tendió la carta a Blanca, que la leyó lentamente y moviendo los labios. Cuando hubo terminado, la dobló y la dejó sobre la mesa.

–¿Qué quiere decir que ella es su guía? –preguntó Louise.

Blanca negó con un gesto.

–No lo sé. Pero es evidente que esa mujer era muy importante para él.

Blanca guardó la carta y la fotografía en el sobre y se lo dio a Louise.

–Es tuyo. Quédatelo.

Louise se guardó el sobre en el bolso.

–¿Cómo pagaba Henrik el alquiler?

–Me pagaba a mí en metálico. Tres veces al año. El próximo pago vence a fin de año.

Blanca la acompañó hasta la puerta. Louise contempló la calle. En la acera de enfrente había un banco de piedra y, sentado en él, un hombre que leía un libro. Ella no apartó la mirada hasta que el hombre no pasó la página despacio.

–¿Qué harás ahora? –quiso saber Blanca.

–No lo sé. Pero ya te llamaré.

Blanca le acarició discretamente la mejilla, antes de decirle:

–Los hombres siempre desaparecen cuando la situación los sobrepasa. Estoy segura de que Aron volverá.

Louise se dio la vuelta con rapidez y echó a andar para no romper a llorar.

Cuando volvió al hotel, los dos policías estaban esperándola. Se sentó con ellos en un sofá que había en un rincón del gran vestíbulo.

Le habló el policía más joven. Leía algo que tenía escrito en un bloc y, en ocasiones, su inglés era difícil de entender.

–Por desgracia, no hemos podido encontrar a su marido, el señor Aron Cantor. No ha ingresado en ningún hospital ni en el depósito de cadáveres. Y tampoco está retenido en ninguna de nuestras comisarías. Hemos introducido sus datos en nuestro sistema operativo, así que no podemos hacer otra cosa que estar pendientes.

Louise sintió como si no pudiese seguir respirando; no lo soportaba más.

–Gracias por su ayuda. Tienen mi número de teléfono y en Madrid está la embajada sueca.

El policía, tras despedirse con deferencia, llevándose dos dedos a la frente, se fue. Ella volvió a hundirse en el blando sofá y pensó que lo había perdido absolutamente todo. Ya no le quedaba nada.

El cansancio hacía estragos en ella. «Tengo que dormir, eso es todo», se dijo. «Ahora ya no veo nada claro. Mañana me marcharé de aquí.»

Se levantó y encaminó sus pasos hacia los ascensores. Una vez más, miró a su alrededor. Pero no había nadie en el vestíbulo.

12

Cuando, avanzada la noche, el avión despegó del aeropuerto de Madrid, fue como si ella misma generase los cientos de caballos del motor: Louise Cantor tenía el asiento junto a la ventana, el número 27 A, y estaba sentada con la mejilla contra el cristal cuando tuvo la sensación de que su fuerza obligaba al avión a despegar. Estaba ebria, pues ya en el trayecto de Barcelona a Madrid había bebido vodka y vino tinto, sin ingerir ningún alimento. Siguió bebiendo mientras esperaba en Madrid. Hasta que no empezó a sentir náuseas, no se obligó a comer una tortilla. El resto del tiempo, deambuló impaciente por el aeropuerto. Pensó que tal vez viese algún rostro que le resultase familiar. Su certeza, y el temor, de que alguien la tenía bajo constante vigilancia no hacían más que crecer.

Desde el aeropuerto llamó tanto a Nazrin como a su padre. Nazrin estaba en alguna calle del centro de Estocolmo y la conexión era bastante mala, de modo que Louise no supo si la joven la había entendido cuando le dijo que Henrik tenía un apartamento en Barcelona. La llamada se interrumpió de súbito, como si alguien hubiese cortado las ondas de transmisión. Louise volvió a llamar hasta cuatro veces, pero una grabación le pedía que volviese a intentarlo más tarde.

Artur estaba en la cocina cuando ella le telefoneó. «Tiene la voz de café», se dijo. «Es como cuando yo me fui a vivir a Östersund y lo llamaba por teléfono y jugábamos a que yo adivinara si estaba tomando café o leyendo o incluso si estaba cocinando. Él llevaba la puntuación y, una vez al año, me daba el resultado. La mayoría de mis aciertos correspondían a las ocasiones en que había estado tomando café.»

Intentó sosegarse y hablar despacio, pero él enseguida adivinó que Louise había bebido.

–¿Qué hora es en Madrid?

–La misma que ahí. Bueno, tal vez una hora más o menos. ¿Por qué me lo preguntas?

–O sea, que no es por la tarde, ¿no?

–No, es mediodía. Y está lloviendo.

–¿Y por qué estás borracha a estas horas del día?

–No estoy borracha.

Se hizo un silencio. Artur se mostraba reservado; las mentiras le afectaban como si le hubiesen asestado un golpe. Ella se sintió avergonzada.

–He bebido vino. No es tan extraño, ¿no? Tengo miedo a volar.

–Pues será algo nuevo, porque no lo has tenido nunca antes.

–Bueno, no tengo miedo a volar. Pero he perdido a mi hijo, a mi único hijo. Y ahora Aron ha desaparecido.

–Nunca conseguirás resolver todo esto si no consigues mantenerte sobria.

–¡Vete al cuerno!

–¡Al cuerno puedes irte tú!

–Aron ha desaparecido.

–Bueno, no es la primera vez. Siempre ha sabido salir por piernas. Aron huye siempre que aumenta la presión. En esos momentos, aprovecha para escapar por una de sus puertas traseras.

–Ya, pero en esta ocasión no se trata de escapar por puertas traseras ni de salir por piernas.

Le contó lo sucedido. Él no hizo ninguna pregunta. Lo único que ella podía oír era su respiración.
Lo que más seguridad me inspiraba cuando era pequeña: sentir y oír su respiración
. Cuando concluyó su relato, un largo silencio empezó a vagar entre Härjedalen y Madrid.

–Seguiré el rastro de Henrik. De su carta y de la fotografía de la joven llamada Lucinda.

–Pero ¿qué sabes tú sobre África? No puedes irte allí tú sola.

–¿Y quién va a venir conmigo? ¿Tú?

–No quiero que vayas allí.

–Tú me enseñaste a cuidarme sola. El miedo que siento es una garantía de que no haré ninguna estupidez.

–Estás borracha.

–Pero se me pasará.

–¿Tienes dinero?

–Tengo el dinero de Aron.

–¿Estás segura de lo que haces?

–No. Pero tengo que ir.

Artur guardó otro largo silencio.

–Aquí está lloviendo –dijo el hombre al cabo–. Pero pronto empezará a nevar. Se nota por las montañas, las nubes parecen cada vez más pesadas. Sí, no tardará en nevar.

–Debo hacerlo. Tengo que saber qué ha ocurrido –insistió ella.

Concluida la conversación, se colocó bajo una escalera que sobresalía y se escondió entre unos carritos abandonados. Se sentía como si alguien hubiese propinado un mazazo sobre el montón de piezas que ella había reunido con tanto esfuerzo. Ahora eran muy pequeñas y resultaría más difícil unirlas.

«Yo soy el modelo», reflexionó. «En estos momentos, es mi rostro lo que reflejan las piezas. Sólo eso.»

Subió a bordo del avión que la conduciría a Johannesburgo justo antes de las once de la noche. En el preciso instante en que pisó la rampa hacia el avión, vaciló un segundo.
Esto es una locura. Voy camino de la bruma, en lugar de intentar salir de ella
.

Continuó bebiendo toda la noche. Junto a ella iba sentada una mujer de color que parecía sufrir dolor de estómago. No entablaron ninguna conversación, tan sólo sus miradas se cruzaron alguna que otra vez.

Horas antes, en el aeropuerto, mientras esperaban para subir al avión, Louise había pensado que, en realidad, nada indicaba que fuese camino de un país africano. Los pasajeros negros o de color eran pocos; la mayor parte eran europeos.

Bien pensado, ¿qué sabía ella del continente negro? ¿En qué lugar de su conciencia estaba situada África? Durante sus años de estudiante en Upsala, la lucha contra el
apartheid
había sido una parte del movimiento global de solidaridad. Ella había participado en algunas manifestaciones sin que su presencia fuese, en el fondo, del todo activa. Nelson Mandela era para ella un personaje misterioso que parecía tener una capacidad casi sobrehumana, como los dioses griegos de la mitología. En realidad, África no existía. Era un continente de imágenes borrosas y a menudo difíciles de soportar. Muertos, cuerpos hinchados, el continente de los cadáveres amontonados. Las moscas que cubrían los ojos de los niños hambrientos, madres apáticas con los pechos resecos… Recordaba las imágenes de Idi Amin y su hijo, vestidos como soldaditos de plomo en sus grotescos uniformes. Siempre había creído distinguir una especie de odio en los ojos africanos, pero ¿no sería más bien su propio miedo lo que veía reflejado en. aquellos espejos oscuros?

Durante la noche sobrevolaron el Sahara. Viajaba hacia un continente que, para ella, era tan blanco y tan ignoto como para los europeos que habían llegado hasta él hacía siglos. De repente, se le ocurrió que no había pensado en ponerse ninguna vacuna. ¿Le prohibirían la entrada? ¿Caería enferma? ¿No debería haberse tomado algo contra la malaria? No tenía ni idea.

Intentó ver una película durante la noche, cuando la enorme cabina del avión quedó a oscuras. Pero perdía la concentración constantemente. Se tapó hasta la barbilla con la manta, echó hacia atrás el asiento y cerró los ojos.

Casi de inmediato dio un respingo y los abrió de nuevo en la oscuridad.
¿Qué se había dicho a sí misma días antes? ¿Cómo se busca algo que alguien ha estado buscando?
No consiguió concluir el razonamiento, se le escapaba. Volvió a cerrar los ojos, dormitando de vez en cuando, y en dos ocasiones saltó por encima de la mujer que, sentada a su lado, dormía profundamente, para pedirle agua a una azafata.

Ya sobre el trópico, atravesaron una zona de repentinas turbulencias que se tradujeron en fuertes sacudidas; los indicadores luminosos del cinturón de seguridad se encendieron de nuevo. A través de la ventana pudo ver que atravesaban una tormenta. Los rayos agujereaban las sombras, como si alguien sostuviese en sus manos un soplete gigantesco. «Es Vulcano», se dijo, «que está en su fragua golpeando el yunque.»

Al alba, vio el primer débil rayo de luz en el horizonte. Desayunó, sintió que la angustia le apresaba el estómago con su puño y, finalmente, divisó a sus pies un paisaje de color entre marrón y gris. Pero ¿no era verde el trópico africano? Lo que veía se parecía más bien a un desierto, o a un campo de rastrojos quemado.

Detestaba los aterrizajes. Siempre le daban miedo. Solía cerrar los ojos y aferrarse al brazo del asiento. El avión rebotó sobre la pista, redujo la velocidad, giró a la altura de una de las terminales y se detuvo. Ella se quedó sentada un buen rato, sin intención de apretujarse con los demás pasajeros, al parecer ansiosos por salir de la jaula. El calor africano, con sus aromas extraños, penetraba lentamente por el estéril aparato de aire acondicionado. Louise empezó a respirar de nuevo. El calor y los olores le recordaban a Grecia, pese a que eran distintos. No era tomillo y uvas pasas. Eran especias, tal vez pimienta, o canela, se decía. Humo de hogueras.

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