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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (18 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–Gracias por su ayuda.

Hace treinta años me enamoré de él, me enamoré de un hombre en un avión rumbo a Escocia. Pero ya no estoy enamorada. Ni de ese Aron ni del que rescaté de Australia y que ha vuelto a desaparecer.

Louise aguardaba. Xavier le sirvió una taza de café. El miedo la taladraba cruelmente. Un hombre de edad con un delantal pasó silencioso ante ella.

El señor Castells tenía unos sesenta años. Cruzó la puerta sin hacer ruido con un largo abrigo y tocado con un sombrero estilo borsalino. Xavier le hizo una seña a Louise.

–La señora Cantor, habitación quinientos treinta y tres, que ha perdido a su marido.

Las palabras del recepcionista le sonaron como una réplica de una película.

El señor Castells se quitó el sombrero, la observó, estudiándola con ojos despiertos, y se la llevó a una sala que había junto a la recepción. Era una habitación pequeña, sin ventanas, pero con muebles cómodos. La invitó a sentarse al tiempo que se quitaba el abrigo.

–Cuénteme. Sin omitir detalle. Tómese el tiempo que necesite.

Ella le habló despacio tratando de sintetizar tanto para sí misma como para el señor Castells, que, de vez en cuando, hacía alguna anotación en un bloc. El hombre parecía extremar su atención cada vez que ella mencionaba a Henrik y su muerte. Louise se lo contó todo, sin que él la interrumpiese una sola vez. Después reflexionó unos instantes, antes de enderezarse en la silla y preguntar:

–¿Y no encuentra ninguna explicación lógica al hecho de que se mantenga oculto?

–Aron no se mantiene oculto.

–Comprendo el dolor por la muerte de su hijo. Pero, si no la he entendido mal, no hay prueba alguna de que lo matase otra persona, salvo él mismo. La policía sueca ha emitido su informe en ese sentido. ¿No será, simplemente, que su marido está destrozado? Tal vez sienta la necesidad de estar solo, ¿no cree?

–Sé que le ha ocurrido algo. Pero no puedo demostrarlo. Por eso necesito ayuda.

–Ya, bueno, en cualquier caso, podríamos intentar tener algo de paciencia y esperar un poco.

Louise se levantó de la silla con brusquedad.

–Creó que no me comprende –declaró–. Organizaré un escándalo, que será nefasto para este hotel, si no me prestan la ayuda que necesito. Quiero hablar con la policía.

–Desde luego que podrá hablar con un policía. Comprendo que esté alterada. Pero permítame que le sugiera que vuelva a sentarse. El hombre, que parecía impasible ante su acceso de indignación, levantó sin más el auricular y marcó un número que se sabía de memoria. Siguió una breve conversación. El señor Castells colgó el auricular.

–Dos inspectores de policía que hablan inglés ya están en camino. Tomarán nota de todo y procurarán que la búsqueda de su marido comience sin la menor dilación. Mientras llegan, le propongo que nos tomemos un café.

Los policías eran dos hombres, uno mayor y otro más joven. Ambos tomaron asiento en el bar, que estaba vacío. Ella repitió su relato, que el policía más joven fue anotando sin hacer muchas preguntas. Una vez concluida la declaración, el policía de mayor edad le pidió una fotografía de Aron.

Louise había cogido el pasaporte de Aron. Éste no se habría marchado sin él, observó al sacarlo. Los agentes le preguntaron si podían llevárselo para hacer una copia de la fotografía y anotar sus datos. Se lo devolverían al cabo de unas horas.

Amanecía cuando los policías se marcharon. El jefe de seguridad del hotel había desaparecido y la puerta de su despacho estaba cerrada con llave. Tampoco se veía a Xavier.

Subió a su habitación, se tumbó en la cama y cerró los ojos.

Aron fue a una iglesia, donde encendió una vela. Y, después, algo le sucedió.

Se sentó en la cama de un salto. ¿Acaso llegó a entrar en la iglesia? Se levantó de la cama y desplegó un plano del centro de Barcelona.

¿Cuál era la iglesia más próxima al hotel o a la calle en la que vivía Henrik? El plano no era muy detallado y no pudo adivinar qué iglesia habría elegido. Pero seguro que había optado por una cercana. Aron no solía dar rodeos cuando tenía un objetivo claro.

Cuando, dos horas más tarde, le devolvieron el pasaporte, se puso la cazadora, se colgó el bolso y abandonó la habitación.

Blanca estaba limpiando los cristales del portal cuando ella apareció.

–Tengo que hablar contigo. Ahora mismo.

Su voz sonó chillona, como si regañara a un estudiante especialmente torpe que no fuese capaz de realizar las tareas asignadas en una excavación. Blanca llevaba puestos unos guantes de goma de color amarillo. Louise posó su mano sobre el brazo de la joven.

–Aron salió ayer para visitar una iglesia y aún no ha vuelto. ¿Qué iglesia de por aquí pudo elegir? Tiene que ser una que no esté lejos.

Blanca movió la cabeza y Louise repitió sus palabras.

–¿Una iglesia o una capilla?

–Tanto da, si la puerta estaba abierta. Un lugar en el que pudiera encender una vela.

Blanca reflexionaba. Louise pensó que la irritaban aquellos guantes amarillos y tuvo que contenerse para no arrancarlos de las manos de la muchacha.

–Hay muchas iglesias en Barcelona. Grandes y pequeñas. La más próxima es la iglesia de San Felipe Neri –aseguró.

Louise se puso de pie.

–Pues vamos allí.

–¿Cómo que «vamos»?

–Así es, tú y yo. Quítate esos guantes.

La iglesia tenía la fachada muy deteriorada, la puerta era oscura y estaba entreabierta. El interior del templo estaba en semipenumbra. Louise permaneció inmóvil mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Blanca se persignó a su lado, se arrodilló y volvió a persignarse. Al fondo, junto al altar, una mujer limpiaba el polvo.

Louise le dio a Blanca el pasaporte de Aron.

–Enséñale la fotografía –susurró–. Pregúntale si ha visto a Aron.

Louise se mantuvo algo apartada mientras Blanca mostraba la fotografía. La mujer la estudió a la luz que entraba por una ventana, bellamente decorada con vidrieras.
María con su hijo muerto en la cruz, Magdalena con el rostro vuelto hacia otro lado
. Desde el cielo se derramaba una luz que brillaba en tonos azules.

Un cielo si que se puede pintar. Pero una ola, no.

Blanca se volvió hacia Louise.

–Sí, lo ha visto. Dice que estuvo aquí ayer.

–Pregúntale a qué hora.

Preguntas y respuestas, Blanca, la mujer, Louise…

–No lo recuerda.

–Tiene que recordarlo. ¡Págale para que recuerde!

–No creo que quiera que le pague.

Louise comprendió que había herido a Blanca y a todas las mujeres catalanas. Pero, en aquel preciso momento, no le importaba lo más mínimo. Insistió para que Blanca repitiese la pregunta.

Tras unos minutos, Blanca le explicó:

–Puede que entre la una y la una y media. El padre Ramón pasó por aquí poco antes para avisar de que su hermano se había fracturado una pierna.

–¿Te ha dicho qué hizo el hombre de la fotografía cuando llegó?

–Sí, que se sentó en el primer banco.

–¿Encendió una vela?

–Dice que no se dio cuenta, que lo vio contemplar las vidrieras. Se observaba las manos y, a veces, tenía los ojos cerrados. Ella sólo lo miraba de vez en cuando. Como miramos a la gente a la que, en realidad, no vemos.

–Pregúntale si había alguien más en la iglesia. Si había venido solo.

–Dice que no sabe si vino solo, pero que no había nadie sentado a su lado.

–¿Entró alguien más mientras él estuvo aquí?

–Sólo las hermanas Pérez, que vienen cada día. Encienden una vela por sus padres y se marchan enseguida.

–¿Nadie más?

–No, que ella recuerde.

Louise no comprendía el catalán de la limpiadora pero, aun así, percibió cierta inseguridad en su voz.

–Pregúntale otra vez. Explícale que es muy importante para mí que lo recuerde. Dile que tiene que ver con la muerte de mi hijo.

Blanca negó con un gesto.

–No es necesario. Ya está diciendo todo lo que sabe.

La mujer se daba golpecitos en la pierna con el plumero, sin decir nada.

–¿Puede indicarnos dónde estuvo sentado Aron exactamente?

La mujer parecía sorprendida, pero señaló un lugar del banco. Louise se sentó en él.

–¿Dónde estaba ella?

La mujer señaló hacia el altar y un arco de la bóveda. Louise se dio la vuelta, pero desde aquel lugar sólo se veía la mitad del portón, que aún estaba entreabierto.
Alguien pudo entrar sin que Aron lo oyese. O quizás estaban esperándolo fuera.

–¿Cuándo se marchó?

–No lo sabe, porque salió a buscar un nuevo trapo para el polvo.

–¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

–Diez minutos, quizás.

–Y cuando volvió, ¿él ya se había marchado?

–Así es.

Louise pensó que acababa de enterarse de algo muy importante. Aron no había dejado ningún rastro, puesto que no sospechaba que fuese a ocurrir nada. Pero había ocurrido algo.

–Dale las gracias y dile que me ha sido de gran ayuda.

Regresaron al apartamento de Blanca. Louise dudaba. ¿Debía poner en conocimiento de Blanca sus sospechas de que la joven les había mentido cuando preguntaron si Henrik había recibido alguna visita? O, por el contrario, ¿sería mejor ganarse su confianza hasta que Blanca se lo confesase voluntariamente? ¿Estaría asustada la muchacha o eran otras sus razones?

Las dos se sentaron en la salita de estar de Blanca.

–Pues te diré lo que pienso. Aron ha desaparecido y temo que le haya ocurrido algo.

–¿Qué iba a ocurrirle?

–No lo sé. Pero Henrik no murió por causas naturales. Es posible que supiese algo que no debía saber.

–Pero ¿el qué?

–No lo sé. Y tú, ¿lo sabes?

–Nunca me contó qué se traía entre manos.

–La última vez me dijiste que te habló de sus artículos. ¿Te los enseñó alguna vez?

–Nunca.

Louise percibió nuevamente una leve modificación en la voz de Blanca, como si se lo pensase dos veces antes de contestar.

–¿Ni una sola vez?

–No, que yo recuerde.

–Y tú tienes buena memoria, ¿verdad?

–No es peor que la de la mayoría, creo yo.

–Me gustaría volver sobre algo que ya te pregunté. Sólo para comprobar que no te malinterpreté.

–Tengo trabajo que hacer.

–No tardaré mucho. Dijiste que nadie había venido a preguntar por Henrik últimamente, ¿no es así?

–Sí, me entendiste a la perfección.

–¿No habrá venido alguien a buscarlo sin que tú te hayas enterado?

–Por lo general, no es muy frecuente que la gente entre y salga sin que yo la vea o la oiga.

–Ya, pero tú saldrás alguna vez a hacer la compra, ¿no?

–Sí, pero entonces se queda mi hermana. Y, cuando vuelvo, ella me cuenta si ha pasado algo. Si Henrik hubiese recibido alguna visita o si alguien hubiera preguntado por él, yo lo habría sabido.

–Y cuando Aron y yo nos fuimos de aquí por la noche, ¿nos oíste?

–Sí.

–¿Cómo podías estar segura de que éramos nosotros?

–Porque escucho los pasos de la gente. Todos suenan diferente.

«No consigo acercarme a ella», se lamentó Louise. «No tiene miedo, pero algo la mueve a no contarme toda la verdad. ¿Qué es lo que se guarda para sí?»

Blanca miró el reloj. Su impaciencia parecía sincera. Louise decidió pasar al ataque, aun a riesgo de que Blanca guardase silencio definitivamente.

–Henrik me habló de ti en varias cartas.

De nuevo percibió una ligera transformación, en esta ocasión en la postura de su cuerpo.

–Me hablaba de ti como de su casera –prosiguió–. Yo creía que tú eras la propietaria del edificio. Jamás mencionó a ningún coronel retirado.

 

–Espero que no dijese nada malo de mí.

–En absoluto. Más bien al contrario.

–¿Qué quieres decir?

Ya estaba hecho. Louise no podía retroceder.

–Yo creo que le gustabas. En secreto. Creo que estaba enamorado.

Blanca apartó la mirada. Louise estaba a punto de continuar cuando la joven alzó la mano.

–Mi madre me chantajeó durante toda su vida. Me destrozó los sentimientos desde que yo tenía doce años y me enamoré por primera vez. Para ella, mi amor por alguien no era más que una traición al amor que ella sentía por mí. Al amar a un hombre, la odiaba a ella. El que yo quisiera estar con un hombre significaba abandonarla a ella. Era una mujer horrible. Aún vive, pero ya no recuerda quién soy yo. Y a mí me parece maravilloso poder visitarla ahora que no me reconoce. Comprendo que debe de sonar bastante cruel y, desde luego, lo es. Pero lo digo como lo siento. Puedo acariciarle la mejilla y decirle que siempre la he odiado y ella no entiende nada de lo que le digo. Sin embargo, ella me enseñó una cosa: a no tomar nunca un atajo y a no seguir por un camino interminable sin necesidad. Es decir, a no hacer nunca lo que tú estás haciendo ahora mismo. Si quieres preguntarme algo, adelante, pregunta.

–Yo creo que estaba enamorado de ti. Pero no sé nada más.

–Me amaba. Cuando estaba aquí, nos acostábamos todos los días. Aunque nunca por las noches. Entonces quería estar solo.

Louise sintió una negra angustia en su interior. ¿Y si Henrik había contagiado a Blanca? ¿Sería su sangre portadora del virus mortal sin que ella lo supiese?

–Y tú, ¿lo amabas a él?

–Para mí, él no está muerto. Me sentía atraída por él, pero no creo que lo amase.

–En ese caso, sabrás de él mucho más de lo que me has contado, ¿no?

–¿Qué quieres que te cuente de él? ¿Cómo hacía el amor, qué posturas prefería, si quería que hiciéramos cosas de las que no se habla?

Louise se sentía humillada.

–No, no quiero saber nada de eso.

–Ni yo tampoco pensaba contártelo. Pero aquí no ha venido nadie a preguntar por él.

–Pues hay algo en tu tono de voz que me hace pensar que mientes.

–Puedes creer lo que quieras. ¿Por qué iba yo a mentirte sobre eso?

–Sí, eso es precisamente lo que me pregunto yo. ¿Por qué?

–Yo creía que estabas pensando en mí cuando preguntabas si recibía visitas. Un curioso rodeo para oír algo que querías saber pero que no te atrevías a preguntar directamente.

–No, no estaba pensando en ti. En realidad, Henrik jamás escribió nada sobre ti. Era sólo una suposición mía.

–Bien, concluyamos esta conversación con la verdad. ¿Tienes alguna otra pregunta que hacerme?

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