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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (23 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Se puso a revisar los papeles. Un insecto disecado, una mariposa, cayó de entre unas fotocopias grapadas. Era un artículo en inglés, escrito por el profesor Ronald Witterman, de la Universidad de Oxford. Se titulaba «LA ANTESALA DE LA MUERTE: UN VIAJE POR LOS PAÍSES POBRES DE NUESTRO TIEMPO». El texto rezumaba furia. Nada había allí, en efecto, del sosegado y contenido estilo que caracterizaba a los académicos. Witterman echaba chispas de ira. «Nunca como hoy hemos tenido tantos recursos a nuestra disposición para crear un mundo soportable para más seres humanos. Y en vez de hacer eso, nos dedicamos a ultrajar nuestra conciencia, nuestra capacidad intelectual, nuestros recursos materiales, al permitir que crezca tanta cruel miseria. Hace ya tiempo que vendimos nuestra responsabilidad al poner los recursos en manos de instituciones internacionales como el Banco Mundial, cuyas medidas políticas sólo consiguen que el sufrimiento humano vaya a parar a los altares de arrogantes asesores financieros. Ya hace tiempo que nos hemos deshecho de nuestras conciencias.»

«Witterman es un hombre que no pone punto final», constató para sí. «Un hombre cuya rabia atrajo la atención de Henrik.»

En los portafolios de plástico halló también algunas páginas arrancadas de un bloc de espiral. Henrik había empezado a traducir al sueco el artículo del profesor Witterman. Louise se percató de que al joven le había costado encontrar los términos equivalentes, ajustarse al ritmo de aquellas largas oraciones. Dejó a un lado el artículo y siguió hojeando. De repente, allí estaba de nuevo el cerebro de Kennedy. Henrik había garabateado sus anotaciones en varias hojas sueltas. Las puso en orden y empezó a leer.

«El 21 de enero de 1967, el fiscal del estado Ramsey Clark hizo una llamada telefónica. Estaba nervioso e inseguro de la reacción que estaba a punto de provocar. Tras marcar el número, habló con un secretario que le pidió que esperase un instante. Una voz irritada acudió al teléfono. El presidente Lyndon Baines Johnson podía ser tanto una persona agradable y jovial como un ser iracundo si las cosas no salían como él esperaba.

»–Buenos días, señor presidente.

»–¿Qué está pasando? Creía que todo estaba ya zanjado después de la autopsia de Jack en la base militar, ¿no?

»–Pedimos a los tres patólogos que viniesen a Washington. Y nos hemos visto obligados a traer a Fink de Vietnam.

»–¡Me la trae al fresco Fink! Tengo aquí una delegación de Arkansas dando patadas a mi puerta. Quieren hablar de trigo y de cebada. ¡Joder!, no tengo tiempo para nada de esto.

»–Disculpe, señor presidente. Seré breve. Ayer entraron en los archivos. Entre otros, el doctor Hume, que testificó ante la Comisión Warren sobre una foto del pulmón derecho. Era importante para establecer las causas exactas de la muerte de Kennedy.

»–Sí, todo eso ya lo he leído en el informe de la comisión. Pero a ver, ¿adónde quieres ir a parar?

»–Pues parece que tenemos un problema. La fotografía ha desaparecido.

»–¿Cómo que ha desaparecido?

»–Que no está. Lo más probable es que también se haya perdido otra, la que mostraba el orificio de entrada de la bala que le causó la muerte.

»–¿Cómo coño pueden desaparecer las fotografías de la autopsia de Kennedy?

»–¿Cómo puede desaparecer su cerebro?

»–¿Y qué pasará ahora?

»–Ni que decir tiene que los médicos están preocupados, puesto que antes testificaron bajo juramento que las fotografías existían. Y ahora ya no están. Al menos, una de ellas.

»–¿Crees que los periódicos empezarán a hurgar en todo esto?

»–Con total probabilidad. Lo sacarán a relucir todo de nuevo. Las teorías de la conspiración, de que Oswald no estaba solo, todo lo que hemos intentado mantener bajo llave saldrá de nuevo a la luz.

»–Ya no tengo tiempo para Jack. Está muerto. Y yo intento ser presidente, intento arreglar el asunto de la guerra en Vietnam y de los negros que se echarán a las calles si no nos apresuramos a resolver la cuestión del derecho de ciudadanía. Tendrás que procurar que esos médicos no hablen demasiado. Y envía a Fink otra vez a Vietnam, lo antes posible.»

Henrik concluía el texto anotando la fuente: «Ministerio de Justicia, archivos desclasificados recientemente». Además, también añadía su propio comentario:

«Aquí parece que todo ha de enterrarse. Las pruebas que resultan incómodas se ocultan bajo la alfombra. La verdad ha de disfrazarse. Vivimos en un mundo en el que es más importante ocultar los hechos que revelarlos. Aquel que, en secreto, arroja luz sobre los rincones más oscuros, nunca sabe lo que va a encontrar. Yo tengo que seguir iluminando la oscuridad. Pronto guardaré todos estos papeles sobre Kennedy y su maldito cerebro. Pero siempre serán una guía para el mundo de la mentira y, por tanto, también para el de la verdad.»

Louise siguió revisando los montones de documentos. Halló un mapa del sur de Mozambique. Henrik había rodeado con el bolígrafo una ciudad llamada Xai-Xai y una región situada al noroeste de dicha ciudad.

Louise dejó a un lado el mapa. En el fondo de la bolsa había un sobre marrón. Al abrirlo, vio que contenía cinco siluetas recortadas en papel negro. Dos de las siluetas representaban figuras geométricas. Las otras tres, perfiles humanos.

Ella descubrió enseguida que una de ellas reproducía a Henrik. Era su perfil, no cabía la menor duda. Sintió cómo el malestar crecía en su interior. La silueta estaba muy bien recortada. Pero Henrik no era más que una sombra, y el papel de color negro presagiaba en cierto modo lo que había sucedido.

Observó con atención las otras dos. Una correspondía al perfil de un hombre; la otra, al de una mujer que debía de ser africana. No había nada escrito en el reverso. Las siluetas estaban pegadas sobre folios blancos de papel rígido. No llevaban firma ni ningún otro dato que indicase quién las había recortado. Revisó una vez más el contenido de la bolsa, hasta que volvió a llegar a las siluetas. ¿Cuál sería su significado?

Bajó a recepción y salió al jardín. La suave brisa marina traía el perfume de especias misteriosas.

Se sentó en un banco y contempló las oscuras aguas del mar. Una boya despedía destellos a lo lejos y, allá, en el horizonte, una embarcación surcaba el océano hacia el sur.

Cuando Louise notó la presencia de Lucinda a su espalda, dio un respingo.

¿Por qué todos se mueven sin hacer ruido? ¿Por qué no los oigo llegar?

Lucinda se sentó a su lado.

–¿Qué has encontrado en la bolsa?

Louise se sobresaltó.

–¿Y cómo sabes tú de la existencia de ninguna bolsa?

–Me encontré con Håkansson. Maputo es una gran ciudad y, al mismo tiempo, muy pequeña. Me tropecé con él por casualidad y me lo contó.

–Según me dijo, te llamas Julieta. Y no conocía a ninguna mujer llamada Lucinda.

El rostro de la joven quedaba oculto entre las sombras.

–A veces los hombres llaman a las mujeres como ellos quieren que se llamen.

–¿Y por qué habían de consentir eso las mujeres?

En ese instante, aunque demasiado tarde, Louise comprendió lo que quería decir Lucinda.

–En su opinión, yo tenía el aspecto de alguien que debería llamarse Julieta. Estuvimos viéndonos dos veces por semana durante tres meses, casi siempre en los discretos apartamentos que se alquilan para ese tipo de encuentros. Después, encontró a otra; o tal vez fue que vino su mujer. Ya no me acuerdo.

–¿Y quieres que me lo crea?

La respuesta fue como un latigazo.

–¿El qué? ¿Que yo era su puta? ¿Que yo era su pequeño animalito negro con el que él podía jugar a cambio de dinero contante y sonante, siempre en dólares o en
rands
sudafricanos? –Lucinda, airada, se levantó–. No podré ayudarte si no comprendes cómo es la vida en un país pobre.

–No era mi intención herirte.

–Tú nunca lo comprenderás. Tú nunca te verás obligada a elegir entre morir de hambre o abrirte de piernas para llenar tu estómago o el de tus hijos y el de tus padres.

–Tal vez tú puedas explicármelo.

–Por eso he venido. Mañana por la tarde quiero llevarte conmigo. Hay algo que quiero enseñarte. Algo que Henrik también tuvo oportunidad de ver. No pasará nada, así que no has de tener miedo.

–Aquí le tengo miedo a todo: a la oscuridad, a que me roben hombres a los que no puedo ver ni oír… Tengo miedo porque no entiendo nada.

–Sí, Henrik también tenía miedo. Pero él intentaba liberarse de ese miedo. Y comprender.

Lucinda se marchó. Seguía soplando una suave brisa. Louise la imaginó caminando por las calles a oscuras hasta el bar donde trabajaba. Recorrió con la mirada el gran jardín del hotel. Por todas partes intuía la presencia de sombras en la penumbra.

14

Apoyada en la ventana, observó cómo el sol surgía de las aguas. En una ocasión, cuando era pequeña, su padre le contó un cuento en el que el mundo era una biblioteca gigantesca abarrotada de amaneceres y de crepúsculos. Louise jamás había comprendido del todo lo que Artur quería decirle ni cómo los movimientos del sol podían compararse con la escritura. Tampoco ahora, mientras contemplaba cómo la luz se extendía sobre la superficie del agua, era capaz de captar su idea.

Consideró la posibilidad de llamarlo para preguntárselo, pero desistió enseguida.

En cambio, se sentó en el pequeño balcón y marcó el número del hotel de Barcelona. Le respondió Xavier.
No habían tenido noticias ni del señor Cantor ni de la policía
. Si hubiesen sabido algo acerca del señor Cantor, el señor Castells se lo habría comunicado.

–Claro que tampoco hemos recibido ninguna mala noticia –gritó el recepcionista, como si la distancia entre Barcelona y el sur de África fuese demasiado grande para mantener una conversación en un tono normal.

La conexión se cortó pero ella no volvió a llamar, puesto que le habían confirmado sus sospechas. Aron seguía desaparecido.

Se vistió y bajó al comedor. El viento del mar era refrescante. Había terminado de comer cuando alguien se dirigió a ella llamándola por su nombre, «señora Cantor», aunque con el acento en la última sílaba. Cuando se volvió a mirar, halló el rostro barbudo de un hombre mulato, tan europeo como africano. Tenía una mirada despierta. Cuando hablaba, dejaba al descubierto sus dientes cariados. Era corpulento, de baja estatura e impaciente.

–¿Louise Cantor?

–Sí, soy yo.

Su inglés tenía un fuerte acento portugués, pero era fácil de comprender. Sin preguntar siquiera, el hombre colocó una silla frente a ella y tomó asiento. A la camarera, que ya se dirigía hacia ellos, la despachó con un gesto de la mano.

–Soy Nuno da Silva, amigo de Lucinda. Me ha dicho que estaba aquí y que Henrik había muerto.

–No sé quién es usted.

–Por supuesto que no lo sabe. No llevo aquí ni un minuto.

–¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Conocía a mi hijo?

–Nuno da Silva. Soy periodista. Henrik vino a verme hace unos meses. Me hizo unas preguntas, preguntas importantes. Estoy acostumbrado a que la gente me solicite, pero casi siempre es en vano.

Louise intentó recordar si en algún pasaje de las notas de Henrik había leído su nombre, pero no halló en su memoria a ningún Nuno da Silva.

–¿Qué tipo de preguntas?

–En primer lugar, dígame qué ha ocurrido. Según Lucinda, Henrik murió en su cama. ¿Dónde estaba su cama?

–¿Por qué me hace una pregunta tan extraña?

–Porque me dio la impresión de ser un joven con tendencia a cambiar su cama de sitio con frecuencia, un muchacho en movimiento constante. Cuando lo conocí, pensé enseguida que me recordaba a mí mismo hace veinticinco años.

–Murió en Estocolmo.

–Yo visité esa ciudad en una ocasión. Fue en 1974. Los portugueses perdían sus guerras en las colonias africanas y los militares estaban a punto de rebelarse en Lisboa. Se celebraba una conferencia, y aún sigo sin saber quién pagó mi viaje y me consiguió el visado. Pero fue muy alentador ver a tantos jóvenes suecos, tan seguros en su país, sin la menor experiencia de los horrores de la guerra o de la opresión colonial, apoyar nuestra causa con tanto ardor. Aunque también pensé que era un país de lo más curioso.

–¿En qué sentido?

–Verá, durante todo el día no hacíamos más que hablar de libertad. Pero resultaba imposible encontrar un lugar donde tomarse una cerveza después de las diez de la noche. Todo estaba cerrado o el alcohol estaba prohibido. Y nadie supo explicarme por qué. Así que los suecos nos comprendían a nosotros, pero no a sí mismos. En fin, ¿qué le pasó a Henrik?

–Los médicos certificaron que su cuerpo contenía una gran dosis de somníferos.

–¡Él jamás se habría suicidado! ¿Es que estaba enfermo?

–No, no estaba enfermo.

«¿Por qué miento? ¿Por qué no le digo que tal vez fuese el miedo a la enfermedad lo que lo mató? Quizá porque yo aún no creo que sea así. Es cierto que estaba enfermo, pero él habría luchado contra la enfermedad. Y no me lo habría ocultado.»

–¿Cuándo ocurrió?

–El 17 de septiembre.

El hombre de cabello oscuro reaccionó con vehemencia.

–¡Pero si me llamó por teléfono pocos días antes!

–¿Está seguro?

–Soy periodista, pero también editor de un periódico; mi pequeño diario fotocopiado sale todos los días menos los domingos. Así que tengo un almanaque incorporado en mi cerebro. Me llamó un martes y, según dice, usted lo encontró muerto el viernes siguiente.

–¿Qué quería?

–Hacerme unas preguntas cuya respuesta no podía esperar.

El comedor empezaba a llenarse de huéspedes que acudían a desayunar, en su mayor parte sudafricanos altaneros de barrigas hinchadas. Louise vio que Nuno estaba cada vez más irritado.

–Nunca vengo a este lugar. No hay nada en él que hable de la realidad de este país. Este hotel bien podría estar en Francia, en Inglaterra o, por qué no, en Lisboa. Aquí han barrido la pobreza, le prohíben mostrarse.

–Pensaba irme hoy mismo.

–Henrik jamás habría puesto un pie aquí, a no ser que algún asunto se lo hubiese exigido.

–¿Como cuál?

–Por ejemplo, verse con su madre para decirle que debería dejar este hotel. ¿No podemos sentarnos fuera?

Se levantó sin esperar su respuesta y cruzó rápidamente la terraza.

–Una excelente persona –le comentó la camarera a Louise–. Él cuenta lo que todos los demás callan. Pero se arriesga demasiado.

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