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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (10 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Louise cedió al fin. No le quedaban fuerzas ni para discutir. Su debilidad se incrementaba a medida que pasaban los días.

El martes 19 de octubre, Göran Vrede llamó por teléfono para comunicarles que, según el examen patológico, la causa de la muerte había sido una sobredosis de somníferos. De nuevo se excusó por la inadmisible demora. Louise lo escuchaba como en una nube. Sabía que él jamás le habría comunicado aquella información si no fuese totalmente segura, una verdad comprobada. El agente le prometió que le enviaría toda la documentación, le presentó una vez más sus condolencias y le hizo saber, acto seguido, que la investigación se había dado por concluida. La policía no tenía nada más que aportar; no se designaría a ningún fiscal para el caso, dado el dictamen de suicidio.

Cuando Louise le refirió a Artur los detalles de la llamada, él comentó:

–Bien, en ese caso, sabemos lo suficiente como para no tener que andar cavilando.

Louise sabía que Artur no era sincero. Mientras viviera, él seguiría cavilando acerca de qué habría sucedido en verdad. ¿Por qué habría resuelto Henrik quitarse la vida? Eso en el caso de que así hubiera ocurrido.

Tampoco Nazrin ni Vera podían creer que lo que Göran Vrede había dicho fuese la verdad. Nazrin aseguró: «Si Henrik hubiera querido suicidarse, lo habría hecho de otro modo, no en su cama y con somníferos. Habría sido demasiado prosaico para él».

La mañana del 20 de octubre, cuando Louise se despertó, comprobó que había helado durante la noche. Bajó caminando hasta el puente del ferrocarril, donde, apoyada en la barandilla, contempló las negras aguas, tan negras como la tierra bajo la que quedaría el féretro de Henrik. Sobre ese punto se había mantenido firme: no incinerarían el cuerpo de Henrik, sino que lo entregarían a la tierra tal y como estaba, no convertido en cenizas. Mientras miraba las aguas, recordó que ya había estado en ese mismo lugar cuando era joven y se sentía desgraciada y quizá sopesó, una única vez, la posibilidad de quitarse la vida. Se sintió como si Henrik estuviese a su lado. Tampoco él habría saltado. Él habría resistido, sin perder pie.

A aquella hora tan temprana, Louise permaneció largo rato en el puente.

Hoy enterraré a mi único hijo. Jamás tendré otro. En el féretro de Henrik descansará una parte decisiva de mi vida. Una parte que jamás podré recuperar.

El ataúd era de color castaño y había rosas, pero ninguna corona de flores. El organista interpretó a Bach y algo de Scarlatti, unas piezas que él había propuesto. El sacerdote se expresó con serenidad, sin gesticular apenas, y Dios no estuvo presente en el templo. Ella estaba sentada junto a Artur y, al otro lado del ataúd, Nazrin y Vera. Louise vivió toda la ceremonia como si se encontrase muy lejos. Y, pese a todo, se trataba de ella. Por el difunto nunca había por qué lamentarse; quien estaba muerto, muerto estaba y no podía llorar, pero ¿y ella? Ella no era más que ruinas. Sin embargo, en su interior aún quedaban en pie algunos arcos. Y deseaba conservarlos.

Nazrin y Vera se marcharon pronto, pues debían emprender el largo viaje en autobús de regreso a Estocolmo. No obstante, Nazrin le prometió que se mantendría en contacto con ella y, cuando Louise se sintiese con fuerzas para desalojar el apartamento de Henrik, ella le ayudaría.

Aquella tarde, Louise y Artur se sentaron en la cocina con una botella de aguardiente. Él lo tomaba con café, y ella, un poco rebajado con gaseosa. Como siguiendo un acuerdo tácito, bebieron hasta emborracharse. A eso de las diez de la noche, los dos cabeceaban ojerosos sobre la mesa.

–Me marcho mañana.

–¿Al lugar de donde viniste?

–Uno vuelve siempre al lugar de donde vino, ¿no? Vuelvo a Grecia. Tengo que terminar mi trabajo allí y después ya veremos lo que ocurre.

Al día siguiente, muy temprano, él la acompañó en coche hasta el aeropuerto de Östersund. Una tenue nevada había empolvado el suelo de blanco. Artur le tomó la mano y le recomendó que tuviese cuidado. Louise notó que buscaba algo más que decirle, pero sin conseguirlo. Ya en el avión que le llevaba a Estocolmo, al aeropuerto de Arlanda, pensó que, con seguridad, su padre empezaría a tallar el rostro de Henrik en alguno de sus árboles.

Prosiguió su viaje a las once cincuenta y cinco, en dirección a Frankfurt, donde haría escala antes de continuar hacia Atenas. Sin embargo, cuando llegó a Frankfurt sintió que su determinación se venía abajo. Anuló su billete y permaneció largo rato sentada observando el neblinoso aeropuerto.

Ahora ya sabía lo que tenía que hacer. No era cuestión de si Artur tenía o no razón, o de si ella había decidido hacerle caso. Era una decisión suya y de nadie más, obedecía a su convencimiento.

Aron. Aron existía. Tenía que estar en algún lugar.

Ya tarde, aquella misma noche, tomó un avión de la compañía Qantas con destino a Sydney. Lo último que hizo antes de subir fue llamar a uno de sus colegas en Grecia para comunicarle que aún no podía regresar.

«Antes me espera otro viaje, otro encuentro.»

En el asiento contiguo viajaba una niña sin acompañante adulto, inconsciente de cuanto la rodeaba. Sólo tenía ojos para una muñeca que parecía una extraña mezcla de un elefante y una anciana.

Louise Cantor contempló la oscuridad.

Aron. Aron existía. Tenía que estar en algún lugar.

7

Cuando llegó a Singapur, donde hacía transbordo, Louise se dedicó a deambular por el aeropuerto, ahogada por el bochorno, y recorrió los largos pasillos, cubiertos de alfombras de un color marrón amarillento, que no parecían conducir más que a otras terminales, muy alejadas.

Se detuvo ante una tienda en la que vendían artículos de papelería y compró una agenda con unos pájaros bordados en la portada de color violeta. La chica de la caja le sonrió con mirada afable. De inmediato, sus ojos se llenaron de lágrimas, por lo que pagó enseguida, dio media vuelta y se alejó de allí.

Camino de la sala de embarque, como temía sufrir un ataque de pánico, procuró andar pegada a las paredes, algo más rápido y concentrándose en su respiración. Estaba convencida de que, en cualquier momento, todo se oscurecería a su alrededor y ella se desplomaría. Pero no quería despertar sobre aquella alfombra de color marrón amarillento. No quería caer. Y menos aún ahora que había adoptado la importante decisión de dar con el paradero de Aron.

El avión despegó con destino a Sydney poco después de las dos de la madrugada. Ya desde Frankfurt, había perdido el control de las zonas horarias que atravesaba. Se sentía transportada, en un estado de ingravidez e intemporalidad. ¿No sería ése el estado necesario para acercarse a Aron? Durante los años que vivieron juntos, él siempre había dado muestras de una capacidad extraordinaria para sentir cuándo Louise se dirigía a casa, cuándo se acercaba a donde estaba él. En las ocasiones en que ella se había sentido herida por algo que él había dicho o hecho, solía pensar que jamás podría sorprenderlo si él le era infiel.

Le habían asignado un asiento de pasillo, el 26 D. Junto a ella dormía un hombre muy amable que se había presentado como coronel jubilado de las fuerzas aéreas australianas. El hombre no intentó entablar conversación, cosa que ella le agradeció lo indecible. De modo que, sentada en el avión en penumbra, se tomaba alguno de los vasos de agua que de vez en cuando las discretas azafatas ofrecían en bandejas. Al otro lado del pasillo había una mujer de su misma edad que escuchaba uno de los canales de radio.

Louise abrió la agenda que acababa de comprar, encendió la lamparita para leer, sacó un bolígrafo y empezó a escribir.

«Tierra roja.» Aquéllas fueron las primeras palabras. ¿Por qué precisamente ésas emergían a su conciencia? ¿Serían la pista más importante de todas las que tenía, la pieza decisiva en tomo a la cual se agruparían las demás?

Recordó los dos cuadernos de memorias de las mujeres muertas, o moribundas, que había encontrado en el apartamento de su hijo. ¿Por qué los tenía Henrik en su poder? Henrik no era un niño que necesitase las memorias de sus padres. Él lo sabía, si no todo, al menos sí bastante acerca de su madre. Y al parecer, con Aron tenía un contacto más o menos regular, aunque hubiese estado ausente, por lo general. ¿De dónde había sacado los cuadernos? ¿Quién se los había dado?

Escribió en la agenda una pregunta. «¿De dónde procedía la tierra roja?» Pero no logró dar un paso más. Dejó la agenda, apagó la lamparita y cerró los ojos.
Para pensar, necesito a Aron
. En sus mejores momentos, no sólo era un buen amante, sino que conocía, además, el arte de escuchar. Era una de esas raras criaturas que podían dar consejos sin considerar qué ventajas podía sacar de ello.

Abrió los ojos en la oscuridad. ¿No sería aquella faceta de Aron y de su vida en común la que ella más añoraba? Sí, añoraba al hombre atento y, en ocasiones, infinitamente sensato del que ella se había enamorado y con el que había tenido un hijo.

«Es a Aron a quien busco», constató para sí. «Sin su ayuda, jamás alcanzaré a comprender lo ocurrido. Jamás encontraré el camino de regreso a mi propia vida sin su apoyo.»

Pasó el resto de la noche dormitando. De vez en cuando buscaba algún canal de radio, pero le molestaba la música, que no era precisamente la más adecuada para aquella oscuridad nocturna. «Estoy en una jaula», pensó, «una jaula de paredes delgadas que, pese a todo, es capaz de resistir la intensidad del frío y la alta velocidad, y desde esta jaula me dejarán caer a un continente que nunca imaginé que visitaría. Un continente al que nunca soñé con viajar.»

Pocas horas antes de aterrizar en Sydney sintió que la decisión que había tomado en el aeropuerto de Frankfurt era absurda. Jamás encontraría a Aron. Totalmente sola, como estaba, en el otro extremo del mundo, sólo la atenazarían la melancolía y una creciente desesperación.

En cualquier caso, no podía ordenar que la jaula diese media vuelta para regresar a Frankfurt. A primeras horas de la madrugada, la goma de los neumáticos golpeó la pista del aeropuerto de Sydney.

Y, adormecida, salió de nuevo al mundo exterior. Un amable agente de aduanas sacó la manzana que llevaba en el bolso y la arrojó a una bolsa de basura. Ella buscó la oficina de información y consiguió reservar una habitación en el hotel Hilton. Quedó estupefacta cuando comprendió lo que costaba, pero no se sintió con fuerzas para pedir otra habitación o reservar en otro hotel. Tras cambiar algo de dinero, tomó un taxi hasta el hotel. Contempló la ciudad a la creciente luz del amanecer y pensó que Aron debía de haber recorrido aquel mismo trayecto en alguna ocasión, las mismas autopistas, los mismos puentes.

Le dieron una habitación cuya ventana no podía abrirse. Si no hubiese estado tan cansada, habría dejado el hotel en ese preciso momento y habría buscado cualquier otro. La habitación le produjo una inmediata sensación de ahogo. Pero se obligó a meterse bajo la ducha y se echó después, desnuda, entre las sábanas. «Así dormía Henrik», recordó. «Desnudo. ¿Por qué llevaría puesto un pijama en la última noche de su vida?»

Cayó vencida por el sueño, sin lograr contestar esa pregunta, y despertó a las doce del mediodía. Salió y se dirigió al puerto, dio un paseo hasta la ópera y se sentó a comer en un restaurante italiano. El aire era frío pero el sol calentaba. Tomó vino con la comida e intentó decidir cómo proceder. Artur había hablado con la embajada, y también se había puesto en contacto con alguien de una especie de asociación que, se suponía, reunía a los suecos que habían emigrado allí. «Pero Aron no es un emigrante», precisó para sí, «y nunca permite que nadie lo registre en una lista. Es de ese tipo de personas que siempre cuentan con un mínimo de dos caminos, uno de salida y otro de acceso a sus escondites.»

Se obligó a deponer aquella actitud resignada. «Debe de haber algún medio de encontrar a Aron, si es que está en Australia. No es de los que pasan inadvertidos. Si se conoce a Aron, no se lo olvida jamás.»

A punto estaba de abandonar el restaurante, cuando oyó a un hombre que, sentado a la mesa contigua, hablaba sueco por el móvil. El hombre concluyó la conversación y le dedicó una sonrisa.


It is always problems with the cars. Always
.

–Yo también hablo sueco. Pero estoy de acuerdo, los coches no traen más que complicaciones.

El hombre se levantó y se acercó a su mesa para presentarse. Se llamaba Oskar Lundin y le estrechó la mano con firmeza.

–Louise Cantor. Un nombre muy bonito. ¿Eres inmigrante o estás sólo de visita?

–Una visita y de lo más transitoria. Aún no llevo aquí ni veinticuatro horas.

El hombre señaló la silla, preguntándole con un gesto si podía sentarse con ella. El camarero cambió de mesa su café.

–Un hermoso día de primavera –comentó–. Aún hace un poco de fresco. Pero la primavera está en camino. Jamás deja de sorprenderme este mundo en el que el otoño y la primavera pueden darse a la vez, aunque los separen océanos y continentes enteros.

–¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?

–Llegué en 1949, a los diecinueve años. Tenía la infundada idea de que aquí sería posible atar los perros con la famosa longaniza. Mi nivel de estudios era pésimo, pero tenía talento para las plantas, para los jardines. Y sabía que siempre podría ganarme la vida cortando setos o podando árboles frutales.

–¿Y por qué viniste?

–Tenía unos padres horribles, si me disculpas que sea tan sincero. Mi padre era pastor protestante y odiaba a cuantos no compartían su fe en su Dios. Yo, que no creía en absoluto, era para él un hereje al que pegó cuanto pudo hasta que crecí lo suficiente para defenderme. Entonces, dejó de hablarme. Mi madre era la eterna mediadora, la buena samaritana que, por desgracia, tenía un libro de cuentas invisible y nunca hacía nada por mí sin pedir una contraprestación. Ella me obligaba a ir contra mis sentimientos, mis remordimientos, mis deudas contraídas por todos sus sacrificios, y esa situación me dejó seco, como un limón en un exprimidor. Así que hice lo único que podía. Me fui. Y hace nada menos que cincuenta años. Jamás volví. Ni siquiera fui a sus entierros. Allí tengo una hermana con la que hablo todos los años, por Navidad. Por lo demás, vivo aquí. Y me hice jardinero. Con mi propio negocio, una empresa que no sólo corta setos y poda frutales, sino que diseña y planta jardines enteros para aquellos que están dispuestos a pagar.

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