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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (12 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Él adoptó un gesto grave, expectante, temeroso de lo que le aguardaba.

Ya durante las largas horas a bordo del avión y el viaje en coche, ella había reflexionado sobre la conveniencia de ser cauta, de esperar hasta el último momento para contarle la dolorosa noticia sobre Henrik. Pero, al verse ante él, comprendió que no era posible.

Volvía a llover, el viento soplaba cada vez más racheado. Aron se puso de espaldas al viento y se le acercó. Tenía el semblante pálido, los ojos enrojecidos, como si hubiese bebido mucho, y los labios cortados.
Unos labios que no besan, se resquebrajan, solía decir él.

–Henrik ha muerto. Intenté localizarte por todos los medios. Al final, sólo me quedaba esta vía, así que vine hasta aquí para buscarte.

Él la miraba inexpresivo, al parecer sin comprender el alcance de sus palabras. Pero ella era consciente de que acababa de clavarle un puñal que le causaba dolor.

–Encontré a Henrik muerto en su apartamento. Estaba tumbado en la cama, como si durmiese. Lo enterramos en Sveg.

Aron se tambaleó, y a punto estuvo de caer. Apoyó la espalda contra el muro con las manos extendidas, que ella tomó entre las suyas.

–No puede ser cierto.

–A mí tampoco me lo parece, pero lo es.

–¿De qué murió?

–No lo sabemos. La policía y los forenses aseguran que se quitó la vida.

Aron clavó en ella una mirada desesperada.

–¿Que mi hijo se quitó la vida? ¡Eso sí que no puedo creérmelo!

–Yo tampoco. Pero, según los análisis, había ingerido una gran cantidad de somníferos.

Con un rugido, Aron arrojó los peces al mar y lanzó el cubo y la caña al otro lado del muro del espigón. Después, agarró con fuerza el brazo de Louise y se la llevó de allí. Ya en el muelle, le dijo que siguiese su coche, una vieja furgoneta oxidada. Salieron de Apollo Bay por la misma carretera por la que ella había llegado. Después, Aron giró por una carretera que ascendía en pronunciada pendiente serpenteando entre altas colinas que morían en el mar. Conducía a gran velocidad, como a trompicones, como si estuviese ebrio. Louise lo seguía muy de cerca. Cuando se adentraron en el valle que formaban las colinas, volvieron a torcer, en esta ocasión por una carretera que apenas si era poco más que un sendero, siempre cuesta arriba, hasta que se detuvieron ante una casa de madera que parecía un equilibrista al borde del precipicio. Louise salió del coche y pensó que así, ni más ni menos, se imaginaba uno de los escondites de Aron. Desde allí se divisaba un panorama casi infinito, y el océano se extendía hasta el horizonte.

Aron abrió la puerta, echó mano de una botella de whisky que había sobre una mesa, junto a la chimenea, y se sirvió un vaso. Interrogó a Louise con la mirada, pero ella negó con un gesto. Tenía que mantenerse sobria. Cuando Aron bebía, sobrepasaba todo límite y llegaba a un punto en que podía, incluso, volverse violento. Y ya había vivido demasiadas situaciones de cristales quebrados y sillas rotas como para querer sufrirlas otra vez.

Al otro lado del ventanal que daba al mar, en una terraza, había una gran mesa de madera. Contempló los coloridos papagayos que se posaban allí para picotear migas de pan.
Aron se mudó al país de los papagayos. Jamás pensé que haría eso.

Se sentó en una silla que había frente a él, quien, a su vez, se había hundido en un sofá gris con el vaso en la mano.

–Me niego a creer que sea cierto.

–Sucedió hace ya seis semanas.

Él estalló.

–¿Por qué no me avisasteis?

Ella no respondió, sino que volvió la vista hacia los papagayos rojos y azules.

–Lo siento, no era mi intención. Imagino que intentaste localizarme. Y que no me habrías dejado en la ignorancia si hubiese estado en tu mano.

–No es fácil encontrar a alguien que se ha escondido.

Louise se quedó allí toda la noche, sentada frente a él. La conversación surgía y moría interrumpida por largos intervalos de silencio. Tanto ella como Aron conocían el arte de permitir que el silencio vagase a placer entre ellos. De hecho, según ella había aprendido durante sus primeros años de convivencia con Aron, el silencio era, también, una especie de conversación. Por otro lado, Artur era, como Aron, un hombre que no hablaba sin necesidad. Aunque el silencio de Aron tenía otro sonido.

Mucho después, Louise llegaría a pensar que aquella noche fue como un regreso al tiempo anterior al nacimiento de Henrik, por más que hubiesen hablado de él. El dolor era un grito desgarrador. Pese a todo, en ningún momento alcanzaron la intimidad suficiente como para que ella se sentase en el sofá, junto a él. Era como si Louise no confiara plenamente en que el dolor de Aron fuese tan intenso como debía serlo el de alguien que ha perdido a su único hijo. Aquella reserva la llenaba de amargura.

En algún momento, poco antes del amanecer, ella le preguntó si había tenido más hijos. Él le devolvió una mirada de perplejidad por toda respuesta y ella comprendió.

Con el alba volvieron los papagayos rojos. Aron fue a extender sobre la mesa una capa de mijo y Louise lo acompañó. El frescor de la mañana la hizo estremecer. El mar embravecido, que se extendía a lo lejos bajo sus pies, persistía en su gris.

–Yo sueño con que, un día, podré ver un iceberg allá a lo lejos –confesó él de repente–. Un iceberg que se haya desplazado hasta aquí flotando desde el Polo Sur.

Louise recordó la carta que había encontrado.

–Será todo un espectáculo.

–Lo más extraordinario de todo es que semejante mole de hielo puede derretirse sin que nos demos cuenta. Siempre me he visto a mí mismo como algo que también se derrite, que se licua hasta desaparecer. Mi muerte será el resultado de un lento incremento de temperatura.

Ella lo miró de reojo.

«Está cambiado y, al mismo tiempo, sigue siendo el que era», constató.

Ya había amanecido. Se habían pasado toda la noche hablando.

Ella le tomó la mano. Contemplaron juntos el mar, esperando inútilmente la llegada de un iceberg.

8

Tres días después del encuentro en el espigón, marcado por el viento, la lluvia y el dolor, Louise envió a su padre una postal. Para entonces, ya lo había llamado para contarle que había conseguido localizar a Aron. La conexión con Sveg era de una claridad sorprendente y ella había sentido muy próxima la voz de su padre, que le pidió que saludara a Aron de su parte y le transmitiese sus condolencias. Ella le describió los vistosos papagayos que revoloteaban en tomo a la mesa de Aron y le prometió que le enviaría una postal. La tarjeta estaba plagada de papagayos rojos. Aron la esperaba en la cafetería en la que él solía recalar cada vez que iba a pescar. Louise escribió la postal en la misma tienda donde la compró y la echó en el buzón que había junto al hotel en el que habría pasado la noche si no hubiese encontrado a Aron en el espigón.

¿Qué le escribió a su padre? Que Aron vivía como un ermitaño en una confortable cabaña de madera construida en medio del bosque, que había adelgazado y, sobre todo, que sufría la pérdida de su hijo.

«Tenías razón. Habría sido una actitud irresponsable no ir en su busca. Tú tenías razón y yo estaba equivocada. No sólo hay papagayos rojos también los hay azules, quizá de color turquesa. No sé cuánto tiempo me quedaré.»

Después bajó a la playa. Hacía un día frío de cielo despejado y apenas si soplaba la brisa. Unos niños jugaban con un balón viejo, una pareja de ancianos paseaba a sus perros de color negro. Louise recorría la playa casi por la orilla misma.

Pasó con Aron tres días. En el amanecer que siguió a aquella primera y larga noche, cuando ella tomó las manos de él entre las suyas, Aron le preguntó si tenía dónde alojarse. En su casa había dos dormitorios y ella podía utilizar uno. ¿Qué planes tenía? ¿Había llegado a destrozarla el dolor? Ella no respondió, pero sí aceptó el dormitorio que él le ofrecía, fue a buscar su maleta y durmió hasta media tarde. Cuando despertó, Aron se había marchado. Le había dejado en el sofá una nota, escrita con aquellos garabatos suyos. Se había ido al trabajo. «Soy vigilante de los árboles de un pequeño bosque tropical. Hay comida. Puedes sentirte como en casa. El dolor es insoportable.»

Se preparó un plato sencillo, se puso la ropa de más abrigo que encontró en la maleta y se llevó el plato a la mesa del porche. Los mansos papagayos no tardaron en posarse a su lado con la esperanza de compartir su comida. Contó hasta doce papagayos. «Un ágape», se dijo. «El último antes de la crucifixión.» Por un instante, y por primera vez desde el día en que cruzó el umbral del apartamento de Henrik, la embargó el sosiego. En efecto, tenía a alguien más con quien compartir su dolor. A Aron podía confiarle todas las dudas y todo el miedo que la inundaban. La muerte de Henrik no se debía a causas naturales; nadie podía negar los somníferos, pero la muerte de Henrik debía de tener otra causa. Su hijo se había suicidado, sin suicidarse, en realidad.

Existe otra verdad. Relacionada, de algún modo, con todo ese asunto del presidente Kennedy y su cerebro desaparecido. Y si hay alguien que pueda ayudarme a descubrir esa verdad, ése es Aron.

Cuando Aron regresó del trabajo, ya había anochecido. Se quitó las botas, la miró tímidamente y se dirigió al cuarto de baño. Después fue a sentarse junto a ella en el sofá.

–¿Viste mi mensaje? ¿Has comido?

–Sí, con los papagayos. ¿Has sido tú quien los ha vuelto tan dóciles?

–No. Simplemente, no le tienen miedo al hombre, puesto que nunca los han perseguido para enjaularlos. Más bien he sido yo quien se ha acostumbrado a compartir mi pan con ellos.

–Decías en tu nota que vigilabas un bosque. ¿A eso te dedicas? ¿De eso vives?

–Había pensado mostrártelo mañana. Sí, me dedico a cuidar los árboles, a pescar y a mantenerme apartado. Esto último es mi principal trabajo. Y tú me has asestado uno de los golpes más duros de mi vida al encontrarme con tanta facilidad. Ni que decir tiene que me alegro de que fueses tú quien vino a darme tan terrible noticia. Tal vez habría empezado a preguntarme por qué Henrik había dejado de escribirme y, tarde o temprano, lo habría averiguado por mí mismo. Tal vez por pura casualidad. Y jamás habría superado la conmoción. Pero, por fortuna, has sido tú la mensajera.

–¿Qué fue de todos aquellos ordenadores tuyos? Tú, que ibas a salvar al mundo de la pérdida de cuantos recuerdos se crean en nuestro tiempo. En una ocasión me dijiste que los unos y los ceros de todos los ordenadores del mundo eran demonios que podían despojar al hombre de su historia.

–Sí. Durante mucho tiempo tuve una fe ciega en ello. Nos sentíamos como si estuviésemos a punto de salvar al mundo de una epidemia devastadora causada por el virus del vacío, la gran muerte que llevaban consigo los papeles en blanco. Los archivos huérfanos de documentos, corroídos por un cáncer incurable y que convertirían nuestro tiempo en un misterio irresoluble para quienes viviesen en el futuro. Creíamos plenamente que íbamos a encontrar un sistema de archivo alternativo capaz de conservar nuestra civilización para la posteridad. Buscábamos una alternativa a los unos y los ceros. O, mejor, intentábamos dar con una fórmula que impidiese que los ordenadores, un día, se negaran a desvelar su contenido.

»Creamos una fórmula, un código fuente, que vendimos después a un consorcio estadounidense. Nos dieron por él una cantidad asombrosa de dinero. Además, también promovimos una relación contractual que nos garantizaba que la patente se liberaría en todos los países después de transcurridos veinticinco años, de modo que todos podrían usarla sin tener que pagar derechos. Un día, me vi en una calle de Nueva York con un cheque por valor de cinco millones de dólares en la mano. Me quedé con uno y regalé el resto. ¿Me comprendes?

–No del todo, pero sí lo más importante.

–Si quieres, puedo explicártelo con detalle.

–Ahora no. ¿Le diste algo a Henrik?

Aron se encogió de hombros y la observó inquisitivo.

–¿Por qué iba a darle dinero?

–Bueno, no me habría parecido descabellado que le hubieses ofrecido a tu hijo una suma que pudiese contribuir a sus gastos.

–Mis padres nunca me dieron dinero. Y aún hoy les estoy agradecido por ello. Nada resulta más pernicioso para un hijo que darle aquello que debe ganar por sí mismo.

–¿Y a quién le diste ese dinero?

–Había mucho donde elegir. Se lo di todo a una pequeña fundación australiana que trabaja para proteger la dignidad de la población aborigen. Su vida y su cultura, si nos prestamos a simplificarlo un tanto. Podría haber donado el dinero a la investigación para la prevención y tratamiento del cáncer, para la preservación de los bosques tropicales o para la lucha contra las crecientes plagas de langosta en África oriental. Saqué una de los cientos de papeletas que había puesto en el sombrero. Y resultó ser la de Australia. Así que doné el dinero y aquí me vine. Nadie sabe que fui yo. Y ésa es mi mayor satisfacción. –Aron se puso de pie–. Necesito dormir unas horas. El cansancio acentúa mi desasosiego.

Louise se quedó sentada en el sofá, desde donde no tardó en oír sus ronquidos, que rodaban como olas por su conciencia. Eran los mismos que ella recordaba de otro tiempo.

Por la noche, la llevó a un restaurante que parecía suspendido, como el nido de un águila, de lo más alto de un acantilado. Estaban prácticamente solos en el establecimiento, a cuyo camarero Aron parecía conocer bien, hasta el punto de que se fue con él a la cocina.

La cena se convirtió en un nuevo recordatorio del tiempo en que ella y Aron vivían juntos. Pescado y vino. Aquél era su plato de las celebraciones. Louise recordó unas singulares vacaciones que pasaron de acampada y durante las cuales comieron los lucios que Aron pescaba del fondo de las oscuras aguas de un lago. Aunque también habían comido bacalao y merluza en el norte de Noruega y lenguado en Francia.

Él le hablaba a través de su elección del menú. Era su manera de acercarse a ella, su manera de averiguar con suma cautela si Louise había olvidado lo que hubo entre ellos o lo que tal vez aún estuviese vivo.

Ella sintió un escalofrío de nostalgia. El amor no podía resucitar, como tampoco podían recuperar a su hijo muerto.

Aquella noche, los dos durmieron. Ella despertó en una ocasión con la sensación de que alguien había entrado en su habitación. Pero no vio a nadie.

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