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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (11 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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El hombre dio un sorbo a su café y trasladó la silla de modo que su rostro quedase de cara al sol. Louise pensó que no tenía nada que perder.

–Estoy buscando a un hombre –confesó–. Se llama Aron Cantor. Estuve casada con él. Y creo que está en Australia.

–¿Lo crees?

–Bueno, no estoy segura. He preguntado en la embajada y en la asociación sueca.

Oskar Lundin hizo un mohín.

–Ellos no tienen ni idea. La asociación es un pajar en el que pueden esconderse todas las agujas.

–¿Es eso cierto? ¿Es verdad que la gente viene aquí para esconderse?

–Igual que la gente de aquí viaja hasta un país como Suecia para ocultar sus pecados. No creo que haya muchos delincuentes suecos aquí escondidos. Pero alguno que otro seguro que sí. Hace diez años vino un hombre de Nge que había cometido un asesinato. Las autoridades suecas no lo encontraron jamás. Y ahora está muerto y enterrado en Adelaide bajo una lápida de su propiedad. Pero supongo que el hombre con el que tú estuviste casada no está perseguido por ningún delito, ¿no?

–No –pero tengo que encontrarlo.

–Sí, eso nos pasa a todos. Tenemos que encontrar a aquellos a quienes buscamos.

–¿Qué harías tú en mi lugar?

Oskar Lundin removió el café que quedaba en la taza medio vacía durante un instante, en actitud reflexiva.

–Yo, en tu lugar, le pediría a alguien como yo que te ayudase a buscarlo –respondió al cabo–. La verdad es que tengo muchísimos contactos en este país. Australia es un continente en el que todo funciona todavía mediante contactos personales. Gritamos y susurramos y, al final, solemos averiguar lo que queríamos saber. ¿Dónde puedo localizarte?

–Me alojo en el Hilton pero, en realidad, me resulta demasiado caro.

–Quédate allí dos días más, si puedes permitírtelo. No creo que necesitemos más tiempo. Si tu hombre está aquí, lo encontraré. Y si no lo encuentro, tendrás que buscarlo en otro lugar. Nueva Zelanda puede ser una buena opción.

–Me cuesta creer que haya tenido la suerte de conocerte. Y de que quieras ayudar a una perfecta desconocida.

–Bueno, digamos que intento hacer el bien que mi padre fingía que hacía.

Oskar Lundin llamó al camarero y pagó la cuenta. Después, se puso de pie y alzó ligeramente el ala de su sombrero.

–Dentro de cuarenta y ocho horas me pondré en contacto contigo, con buenas noticias, espero. Aunque ya empieza a preocuparme si no habré ido demasiado lejos en mis promesas. En alguna ocasión he prometido que los manzanos que planté darían más fruto del que dieron. Y eso aún me persigue.

Louise lo observó marchar a pleno sol y seguir el muelle hacia la estación de transbordadores que se extendía ante un fondo de rascacielos. Ella solía errar en sus juicios sobre las personas. Sin embargo, no le cabía la menor duda de que Oskar Lundin intentaría ayudarle.

Veintitrés horas más tarde, sonó el teléfono de su habitación. Acababa de regresar de un largo paseo. Poco antes había pensado a quién podía recurrir si Oskar Lundin no le daba ninguna información válida o si le había tomado el pelo y no volvía a saber de él. Aquel mismo día, habló también con su padre y llamó incluso a Grecia para explicarles a sus colegas que seguiría de baja una semana más, o tal vez dos. Todos se mostraron muy comprensivos, pero ella sabía muy bien que debía volver pronto a las excavaciones; de lo contrario, la comprensión de sus colegas daría paso a la impaciencia.

Oskar Lundin le habló del modo que ella la recordaba, en un sueco amable en el que faltaban muchas de las palabras que se habían puesto de moda durante los años en que él había estado fuera de Suecia. «Así se hablaba el sueco cuando yo era niña», se dijo a sí misma después de su primer encuentro.

Oskar Lundin fue directo al grano.

–Creo que he encontrado a tu marido fugitivo –afirmó–. A menos que haya más de un sueco que se llame Aron Cantor.

–Sólo puede haber uno.

–¿Tienes a mano un mapa de Australia?

Louise había comprado un mapa, que extendió sobre la cama.

–Pon el dedo sobre Sydney. Después, sigue las carreteras en dirección sur, hacia Melbourne. Desde allí continúas hacia la costa sur y después te detienes en un lugar que se llama Apollo Bay. ¿Lo encuentras?

Louise vio el lugar.

–Por lo que he podido averiguar, allí vive, desde hace varios años, un hombre llamado Aron Cantor. Mi informante no supo decirme exactamente en qué calle tiene su apartamento o su casa. Pero estaba seguro de que el hombre al que buscas está en Apollo Bay.

–¿Y quién es la persona que sabe que está allí?

–Un viejo capitán de un pesquero que se cansó del Báltico hasta el punto de que se trasladó a vivir al otro lado del planeta. Suele pasar parte del año en la costa sur. Es un curioso empedernido que, por si fuera poco, jamás olvida un nombre. Así que creo que encontrarás a Aron Cantor en Apollo Bay. Es una ciudad pequeña que sólo tiene vida durante el verano. En esta época, no hay mucha gente.

–No sé cómo darte las gracias.

–¿Por qué será que los suecos siempre dan las gracias tan condenadamente a menudo? ¿Por qué no se puede ayudar a la gente sin llevar un libro de cuentas invisible? Pero, en fin, te daré mi número de teléfono, porque me gustaría saber si, al final, diste con él.

Louise anotó en el mapa el número de teléfono de Oskar Lundin. Cuando le dijo adiós antes de colgar, fue como si se hubiese quitado el sombrero a modo de despedida. Ella permaneció muy quieta y notó que el corazón se le salía del pecho.

Aron estaba vivo. Y no se había equivocado al interrumpir su viaje a Grecia. Por pura casualidad, había ido a parar al lado de un hada buena con sombrero de ala ancha al sentarse a la mesa de aquel restaurante.

«Oskar Lundin podría ser hermano de mi padre», consideró. «Dos hombres de edad que jamás dudarían en ayudarme cuando lo necesito.»

Un dique se quebró en su interior y todas las fuerzas hasta el momento contenidas se liberaron de repente. En pocos minutos, ya tenía alquilado un coche que le llevaron al hotel, donde pagó la cuenta. Dejó atrás la ciudad, salió a la autopista y puso rumbo a Melbourne. Ahora tenía prisa. Tal vez Aron estuviese en aquel lugar llamado Apollo Bay. Claro que existía el riesgo de que desapareciese: si sentía el cosquilleo que le indicaba que alguien lo buscaba, se marcharía. Tenía pensado pasar la noche en Melbourne y, después, tomar la carretera de la costa hasta Apollo Bay.

Encontró una emisora de música clásica. Era la primera vez, desde la muerte de Henrik, que escuchaba música. Poco después de medianoche, buscó el centro de Melbourne. Tenía un vago recuerdo de unas olimpiadas que se habían celebrado allí cuando ella era muy pequeña. Un nombre surgió en su memoria, un saltador de altura llamado Nilsson por el que su padre sentía una gran admiración. Artur había marcado en la fachada de la casa la altura que aquel atleta había saltado y que le valió una medalla de oro en los juegos, pero ¿cuál era su nombre de pila? Creía recordar que era Rickard, pero no estaba segura. Tal vez confundiese a dos atletas distintos, o quizá hubiese ocurrido en otras olimpiadas. Decidió que lo mejor sería preguntarle a su padre.

Se alojó en un hotel cercano al Parlamento, también demasiado caro. Pero estaba muy cansada y no quería perder el tiempo buscando otro más económico. A unas cuantas manzanas del hotel encontró un Chinatown en miniatura. En un restaurante medio vacío, en el que la mayor parte de los camareros miraban impasibles la pantalla del televisor, se tomó una ensalada de bambú con arroz que acompañó con varias copas de vino, de modo que se le subió a la cabeza. No dejaba de pensar en Aron. ¿Lo encontraría al día siguiente o habría tenido tiempo de marcharse para entonces?

Después del almuerzo, dio un paseo para despejarse. Encontró un parque con senderos iluminados. Si no hubiese bebido tanto vino, habría podido optar por continuar el viaje, bajar al coche la maleta sin deshacer que tenía en el hotel… Pero necesitaba dormir. Y el vino le ayudaría.

Se tumbó sobre la cama y se cubrió con la colcha. Gracias a un inquieto duermevela por el que discurrieron diversos rostros, logró alcanzar el amanecer.

A las siete de la mañana ya había desayunado y salía dispuesta a abandonar Melbourne. Llovía y soplaba un viento racheado y gélido procedente del mar. Cuando se sentó en el coche, se estremeció de frío.

«En algún lugar, en medio de este aguacero, está Aron.»

No se espera mi llegada, ni tampoco oír la tragedia que le ha sobrevenido. La realidad no tardará en darle alcance.

Llegó hacia las once. Había llovido sin cesar durante todo el trayecto. Apollo Bay era una delgada franja de casas construidas a orillas de una bahía. Un espigón protegía de las olas a una pequeña flota pesquera. Aparcó el coche junto a un café y permaneció sentada observando las gotas de lluvia que caían entre los limpiaparabrisas en marcha.

Aron está aquí, en medio de esta lluvia, pero ¿dónde encontrarlo?

Por un instante, su misión le pareció inabordable. Sin embargo, no tenía intención de rendirse, y menos aún después de haber emprendido aquel viaje al otro lado del globo. Bajó del coche, atravesó la calle a la carrera y entró en una tienda de ropa de deporte. Allí encontró un chaquetón impermeable y una gorra con visera. La dependienta era una joven obesa que estaba embarazada. Louise pensó que nada perdía por preguntar.

–¿Conoce a un tal Aron Cantor? Es sueco. Habla muy bien el inglés, pero tiene acento, claro. Me han dicho que vive aquí, en Apollo Bay. ¿Sabe quién es, dónde vive? Si no es así, quizá sepa a quién debo preguntarle por él.

Louise no estaba segura de que la dependienta hubiese hecho el menor esfuerzo por rebuscar en su memoria cuando la oyó responder:

–No conozco a ningún sueco.

–¿No le resulta familiar el nombre de Aron Cantor? No es un nombre corriente.

La dependienta le dio el cambio y movió la cabeza con gesto indolente.

–Por aquí pasa tanta gente…

Louise se puso el chaquetón y salió de la tienda. La lluvia había empezado a remitir. Siguió la fila de casas y comprendió que Apollo Bay no era más que eso, una hilera de casas y poco más. El mar lucía su color gris. Entró en una cafetería, pidió un té y se esforzó por pensar con claridad. ¿Dónde se habría metido Aron, si estuviese aquí? Solía salir cuando llovía y soplaba el viento. Le gustaba pescar.

El hombre que le había servido el té se puso a limpiar las mesas del local.

–¿Adónde va uno en Apollo Bay si quiere ir a pescar y no tiene barco?

–La gente suele ponerse en el espigón. O en el puerto.

También a él le preguntó si conocía a un extranjero llamado Aron Cantor. El hombre negó con un gesto y siguió limpiando las mesas.

–Es posible que se aloje en el hotel. Está camino del puerto. Puede preguntar allí.

Louise sabía que Aron jamás soportaría vivir en un hotel por un periodo prolongado de tiempo.

La lluvia había cesado y las nubes empezaron a dispersarse. Regresó al coche y se puso en marcha en dirección al puerto sin detenerse ante el hotel, que se llamaba Eagle's Inn.

Al llegar a la zona portuaria, aparcó el coche y empezó a caminar por el muelle. El agua aparecía grasienta, sucia. Una lancha cargada de arena mojada golpeaba los neumáticos destrozados del muelle. Vio un pesquero con cajas para la langosta; se llamaba
Pietá
, y se preguntó, ausente, si aquel nombre propiciaría buenas capturas. Siguió caminando por el muelle. Unos chicos se afanaban en su pesca y observaban los sedales sin lanzar siquiera una mirada en su dirección. Observó entonces el espigón, que partía del muelle y se adentraba en el mar. Allí había, en efecto, una persona, tal vez varias, pescando. Volvió sobre sus pasos y echó a andar por el espigón. El viento había arreciado y soplaba racheado entre los grandes bloques de piedra que conformaban el muro exterior del espigón. Era tan alto que no podía ver el mar que se agitaba al otro lado, aunque sí oía su bramido.

Sólo una persona estaba allí sentada pescando, según pudo ver cuando se hubo acercado un poco. Avanzó con paso nervioso, como presa de una impaciencia repentina.

Sintió una mezcla de alegría y de terror. Era Aron, nadie se movía con esa brusquedad. Pero se le antojaba que había sido demasiado fácil encontrarlo.

De pronto, cayó en la cuenta de que no tenía la menor idea de la vida que llevaba ahora. Podía estar casado e incluso tener hijos. Cabía la posibilidad de que el Aron al que ella había conocido y amado hubiese dejado de existir. El hombre que tenía a unos cien metros de distancia, azotado por el hiriente viento y con una caña de pescar en la mano, tal vez fuera ahora un extraño del que ella lo ignoraba todo. Tal vez debiese regresar al coche y, después, seguirlo cuando hubiese dado por concluida su pesca.

La indignó su propia inseguridad. Tan pronto como se encontraba cerca de Aron, perdía su habitual capacidad de decisión. Él seguía teniendo ventaja.

Resolvió que debían reencontrarse allí, en el espigón.

No tiene adónde ir, a menos que salte a las frías aguas. Este espigón es un callejón sin salida. No podrá escapar. Esta vez se ha olvidado de procurarse una salida alternativa de su madriguera.

Cuando empezó a caminar por el espigón, él le daba la espalda. Ella miró su nuca, la mancha despoblada de la coronilla era más grande. Tenía la impresión de que Aron había encogido, y su presencia llevaba el sello de una debilidad que ella jamás había asociado a su persona.

Junto a él había extendido un hule con cuatro piedras en las esquinas, para que no lo levantase el viento. Había pescado tres piezas. Parecían un cruce entre lucio y bacalao, se dijo, si es que cabía imaginar semejante mezcla.

Cuando iba a pronunciar su nombre, él se dio la vuelta. Lo hizo con rapidez, como si hubiese presentido un peligro. Ella llevaba la capucha del impermeable puesta y cerrada, de modo que él no la reconoció enseguida. De repente, Aron comprendió quién era y Louise notó que aquello lo llenaba de temor. Pocas veces había expresado Aron inseguridad, casi miedo, durante los años de su vida en común.

Sin embargo, no le llevó más que unos segundos recuperar el control. Fijó la caña entre unas piedras y declaró:

–Desde luego, jamás me habría figurado que ibas a encontrarme aquí.

–Y supongo que no te figurabas que vendría a buscarte, ¿no?

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