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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (8 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿Cuándo te diste cuenta de que estaba más contento de lo habitual?

La respuesta la sorprendió.

–A la vuelta de su último viaje.

–¿Un viaje? ¿Adónde?

–No lo sé.

–¿No solía decirte adónde iba?

–No siempre. En esta ocasión, no me había dicho nada. Fui a buscarlo al aeropuerto. Venía de Frankfurt, pero el viaje había sido muy largo. Y no sé de dónde venía.

Sintió un dolor agudo, como una intensa punzada en una muela. Henrik había hecho escala en Frankfurt, como ella. Su avión procedía de Atenas. ¿De dónde procedía el avión de Henrik?

–Algo tuvo que decirte. Algo tuviste que notar tú. ¿Estaba bronceado? ¿Te trajo algún regalo?

–No me dijo nada. Y estaba bronceado casi siempre. Lo noté mucho más contento que cuando se marchó. Y en cuanto a los regalos, nunca me hacía ninguno.

–¿Cuánto tiempo estuvo fuera?

–Tres semanas.

–¿Y no te dijo adónde iba?

–Pues no.

–¿Cuándo emprendió aquel viaje?

–Hace un par de meses, más o menos.

–¿Y tampoco te explicó por qué no te revelaba cuál era su destino?

–Me dijo que era su pequeño secreto.

–¿Eso te dijo?

–Eso, exactamente.

–¿Y no te trajo ningún regalo, ningún recuerdo?

–Ya te lo he dicho. Él nunca me hacía regalos adquiridos en un comercio. En cambio, me escribía poemas.

–¡Ah! ¿Y de qué trataban?

–De la oscuridad.

Louise la miró inquisitiva.

–¿Te regaló unos poemas que había escrito durante el viaje y que trataban de la oscuridad?

–Así es. Eran siete poemas, uno por cada tres días. Todos hablaban de personas extrañas que vivían en una oscuridad perpetua. Gente que había abandonado la búsqueda de salidas.

–Eso suena muy sombrío.

–Eran terribles.

–¿Los conservas aún?

–Bueno, él quiso que los quemara cuando los hubiese leído.

–¿Y por qué?

–Sí, a mí también me extrañó. Dijo que, una vez leídos, no eran necesarios.

–¿Era eso normal? ¿Solía pedirte que quemaras lo que escribía después de haberlo leído?

–No, nunca, sólo en aquella ocasión.

–¿Te habló alguna vez de un cerebro desaparecido?

Nazrin la miró sin comprender.

–John Kennedy fue asesinado en Dallas en 1963. Tras la autopsia, su cerebro desapareció.

La joven negó con un gesto.

–No sé de qué me hablas. En 1963 yo ni siquiera había nacido.

–Pero habrás oído hablar del presidente Kennedy, ¿no?

–Es posible.

–¿Henrik no te habló nunca de él?

–¿Por qué había de hacerlo?

–Es simple curiosidad. He encontrado en su apartamento un montón de documentos que tratan de él. Y de un cerebro desaparecido.

–Pero ¿por qué iba a interesarle a Henrik algo así?

–No lo sé. Pero creo que es importante.

Se oyó un chasquido en la ranura para el correo y las dos, sobresaltadas, lanzaron un grito. Nazrin fue al vestíbulo y regresó con algunos folletos publicitarios con ofertas de chuletas ahumadas y ordenadores. Los dejó sobre la mesa de la cocina, pero no volvió a sentarse.

–No puedo quedarme ni un minuto más. Siento como si estuviese asfixiándome.

De repente, estalló en incontenible llanto. Al verla, Louise se levantó para abrazarla.

–¿Por qué crees que lo vuestro terminó? –le preguntó a la joven cuando ésta se hubo calmado–. Quiero decir, ¿por qué crees que el amor pasó a ser amistad?

–Bueno, para él fue así. Pero yo seguía amándolo. Y esperaba que todo volviese a ser como antes.

–¿De dónde procedía su alegría? ¿De la existencia de otra mujer?

Nazrin respondió sin dudar. Louise comprendió que la joven ya se había formulado antes esa pregunta.

–No había ninguna otra mujer.

–¡Ayúdame a comprender lo ocurrido! Tú tenías una perspectiva distinta de su personalidad. Yo era su madre. Y una madre nunca ve a sus hijos con claridad. La esperanza o la preocupación desfiguran la imagen.

Nazrin volvió a sentarse. Louise notó que su mirada vagaba nerviosa por la pared de la cocina, como si buscase un punto en el que fijarla.

–Tal vez no me haya expresado con exactitud –admitió la joven–. Quizá debiera hablar más bien de una pena que desapareció de repente, en lugar de referirme a la inesperada aparición de un sentimiento de alegría.

–Henrik no solía estar abatido.

–Es posible que a ti no te lo dejase ver. Lo has dicho tú misma. ¿Ante quién se muestra un hijo tal y como es? Desde luego, no ante sus padres. En el autobús, cuando vi por primera vez a Henrik, estaba riendo. Pero el Henrik al que tuve oportunidad de ir conociendo después era una persona muy seria. Él era como yo. Veía el mundo como una desgracia cada vez mayor que se encaminaba hacia la catástrofe definitiva. La pobreza en el mundo lo llenaba de indignación. Intentaba expresar su ira, pero siempre le resultaba más fácil expresar el dolor. Era demasiado débil, creo yo. O tal vez nunca fui capaz de ver cómo era por dentro. Para mí era un idealista fracasado. Pero tal vez no fuese así. Siempre estaba planeando algo, oponerse de algún modo. Recuerdo que un día, sentados a esta misma mesa, él ocupaba el asiento que tú ocupas ahora, y me dijo: «Cada uno debe constituir su propio movimiento de resistencia. No hay que esperar a que lo hagan los demás. Este mundo horrible exige que cada uno preste su contribución. Cuando se produce un incendio, nadie pregunta de dónde va a salir el agua. Simplemente, hay que apagar el fuego». Recuerdo que pensé que a veces sonaba patético, como un sacerdote. Tal vez todos los sacerdotes sean unos románticos, ¿quién sabe? A veces me hastiaba su gravedad, ese dolor que era como una dura superficie que yo intentaba resquebrajar a martillazos. Era un salvador del mundo que, ante todo, se compadecía a sí mismo. Pero bajo esa gravedad subyacía aún otra cuya naturaleza nunca supe determinar. Y esa gravedad, ese dolor, eran expresiones fracasadas de su ira. Cuando intentaba enfadarse, parecía un niño asustado. Y todo eso había cambiado cuando regresó de ese último viaje.

Nazrin guardó silencio y Louise notó que se esforzaba por rebuscar en su memoria.

–Enseguida noté que algo había sucedido. Ya en el aeropuerto, se movía más despacio, casi como si dudase. Sonrió al verme. Pero recuerdo que me dio la impresión de que no esperaba que nadie estuviese allí para recibirlo. Parecía el de siempre, intentaba ser el de siempre, pero se le veía ausente, incluso cuando hicimos el amor. Yo no sabía si debía ponerme celosa o no. Pero si hubiese habido otra mujer, él me lo habría dicho. Intenté sonsacarle dónde había estado, pero él negó con un gesto. Cuando empezó a deshacer la maleta, vi que había tierra de color rojizo en las suelas de unas zapatillas y le pregunté por ella, pero no sólo no me contestó sino que, además, se enojó. Después, de repente, cambió por completo. Se puso más contento, más animado, como si se hubiese librado de un peso invisible. Empecé a observar que, cuando yo llegaba por las tardes, él estaba cansado, pues se había pasado toda la noche despierto. Pero nunca me contaba qué había estado haciendo. Estaba escribiendo algo. Siempre estaba comprando archivadores nuevos. Hablaba sin cesar de la ira que había que liberar, de todo lo que estaba oculto y debía desvelarse. A veces sonaba como si estuviese citando la Biblia, como si estuviese transformándose en una especie de profeta. Yo intenté bromear sobre eso en cierta ocasión. Y él se puso furioso. Fue la única vez que lo vi verdaderamente enfadado. Llegué a creer que iba a pegarme. Alzó la mano con el puño cerrado y, si yo no hubiese gritado, me habría dado un puñetazo. Sentí miedo. Me pidió perdón, pero yo no creí que fuese sincero.

Nazrin volvió a callar. A través de la pared de la cocina se oían ruidos procedentes del apartamento contiguo. Louise reconoció una música. Era parte de la banda sonora de una película cuyo título no recordaba.

La joven ocultó el rostro entre las manos. Louise esperaba inmóvil, aunque no sabía qué exactamente.

Nazrin se levantó.

–Tengo que irme. No aguanto más.

–¿Dónde puedo localizarte?

Nazrin le anotó su número de teléfono en uno de los folletos publicitarios. Luego se dio la vuelta con el abrigo en la mano y se marchó. Louise oyó el eco de sus pasos en la escalera y el portal al cerrarse.

Minutos después, ella misma salió del apartamento. Fue caminando hacia el barrio de Slussen, tomando las calles al azar, pero se mantuvo siempre muy cerca de las fachadas de las casas, por miedo a sufrir un ataque de pánico. Ya en Slussen, paró un taxi y pidió que la llevaran al parque de Djurgården. El viento había amainado y el aire soplaba más templado. Anduvo deambulando por entre los árboles pintados de otoño y volvió a ocupar su mente con las palabras de Nazrin.

Un dolor que cesaba, más que una alegría que aparecía de pronto. Un viaje acerca del cual él no quiso contarle ningún detalle.

¿Y la obsesión? ¿Y todos aquellos archivadores? Estaba convencida de que lo que Nazrin había observado en la actitud de su hijo era precisamente eso, todo lo que ella había leído sobre el presidente muerto y su cerebro. El interés de Henrik por el cerebro del presidente asesinado no le venía de antiguo. Era algo reciente.

Siguió caminando por la arboleda y vagando por sus propios pensamientos. A veces no estaba segura de si las hojas de los árboles crujían en su mente o si lo hacían bajo sus pies.

De pronto, recordó la carta de Aron que había encontrado en el apartamento de su hijo. La sacó del bolsillo y la abrió.

Era muy breve.

«Ningún iceberg aún. Pero no me rindo. Aron.»

Se esforzó por comprender esas frases. ¿Iceberg? ¿Era una especie de código? ¿Un juego? Volvió a guardar la carta en el bolsillo y reanudó su paseo.

Ya avanzada la tarde, regresó al apartamento de Henrik. Alguien había dejado un mensaje en el contestador. «Hola, soy Iván. Te llamaré más tarde.» ¿Quién sería Iván? Tal vez Nazrin lo supiera. Estaba a punto de llamarla, cuando cambió de idea. Entró en el dormitorio de Henrik y se sentó sobre el colchón. Se sentía mareada, pero se obligó a permanecer allí.

En una estantería del dormitorio había una fotografía de los dos.

Habían emprendido un viaje a Madeira cuando él tenía diecisiete años. Durante la semana que pasaron en las islas, habían hecho una excursión a Curral das Freiras, y él decidió que volvería diez años más tarde. Aquello constituiría un objetivo vital. A Louise le invadió una suerte de ira ante la idea de que alguien les hubiese arrebatado aquel viaje. «La muerte es tan desesperadamente larga», se dijo, «tan infinitamente larga… Jamás volveremos a visitar juntos Curral das Freiras. Jamás.»

Paseó la vista por el dormitorio. Algo había despertado su atención. Buscó con la mirada. Una librería que había en la pared con dos hileras de volúmenes la hizo detenerse. En un primer momento, no supo de qué se trataba. Después observó que los lomos de algunos libros de la hilera inferior sobresalían de los demás. Tal vez Henrik no fuese demasiado ordenado, pero jamás hubiera dejado eso así. ¿Habría algo oculto detrás de aquellos libros? Se levantó de la cama y tanteó con una mano detrás de los volúmenes. Y encontró dos libretas muy delgadas. Las sacó y se las llevó a la cocina. Eran dos libritos sencillos, escritos a lápiz, bolígrafo, pluma, rotulador y plagados de una caligrafía desgarbada. El texto estaba en inglés. En la portada de uno de ellos se leía
Memorias para mi hija Paula
.

Louise lo hojeó y halló no sólo textos, sino también flores secas, la piel de una lagartija, algunas fotografías de colores desvaídos y un dibujo hecho con ceras de colores que representaba el rostro de un niño. Leyó el texto y comprendió enseguida que era de una mujer que iba a morir, que había contraído la enfermedad del sida y que escribía aquel cuaderno para sus hijos, para que, cuando ella ya no estuviese, ellos la recordaran. «No lloréis demasiado, sólo lo suficiente como para regar las flores con que adornéis mi tumba. Estudiad y aprovechad vuestra vida. Aprovechad vuestro tiempo.»

Louise miró el rostro negro de la mujer que se atisbaba en una de las fotografías cuyos colores habían desaparecido casi por completo. La mujer sonreía directamente a la cámara, al dolor de Louise y a su impotencia.

Leyó el otro cuaderno.
Memorias de Miriam para su hija Ricki
. No había aquí fotografías, los textos eran breves y daban la impresión de haber sido escritos de forma compulsiva. Nada de flores secas y algunas hojas en blanco. Además, terminaba abruptamente en mitad de una frase inacabada: «Hay tantas cosas que quisiera…».

Louise intentó completarla. Que Miriam quería dejar dichas. O hechas.

Como las que yo quería decirte a ti, Henrik. O hacer. Pero has desaparecido, te me escondes. Y, ante todo, me has dejado con un tormento insufrible: no sé por qué desapareciste. No sé qué buscabas ni qué te condujo a este final. Estabas vivo y no querías morir. Pese a todo, estás muerto. No lo comprendo.

Louise contemplaba los cuadernos que tenía sobre la mesa de la cocina.

Tampoco comprendo por qué tenías esos libros de memorias de dos mujeres que murieron de sida. Ni por qué los escondías detrás de otros libros en tu estantería.

Poco a poco, fue colocando las piezas en su mente. Eligió en primer lugar las más grandes. Esperaba que funcionasen como imanes y que atrajesen hacia sí las otras piezas, hasta que empezase a surgir de ellos una imagen completa.

La tierra roja de las suelas de tus zapatos. ¿Cuál fue tu destino?

Contuvo la respiración e intentó detectar una pauta.

He de ser paciente. Tal y como me ha enseñado la arqueología, sólo podemos atravesar todas las capas de la historia con energía y paciencia. Nunca con premura.

Louise salió del apartamento al anochecer. Se alojó en otro hotel de la ciudad y llamó a Artur para decirle que no tardaría en volver. Después buscó la tarjeta de visita que le había dado Göran Vrede y lo llamó a casa. El hombre parecía adormilado. Acordaron que ella acudiría a su despacho a las nueve de la mañana siguiente.

Se tomó algunas botellitas que había en el minibar antes de caer vencida por un sueño inquieto hasta algo después de la medianoche. Permaneció despierta hasta el amanecer.

Las piezas seguían mudas.

6

Göran Vrede la recibió ante la puerta de la comisaría. Olía a tabaco y, de camino a su despacho, le confesó que una vez, en su juventud, había soñado con ser buscador de huesos. Ella no entendió lo que le había querido decir hasta que no estuvieron sentados ante su escritorio atestado de papeles. Durante sus años de estudiante, Göran había sentido fascinación por la familia Leakey, que se dedicaba a excavar en busca de fósiles humanos y, si no eran restos humanos, al menos, de homínidos, sobre todo en la profunda falla de África oriental llamada Valle del Rift.

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