Marcó el número, pero cortó al oír la primera señal. En aquel momento no tenía nada que decirle a su padre. Guardó el móvil en el bolso y pensó en Vassilis. No la había llamado al móvil ni le había dejado ningún mensaje; por otro lado, ¿por qué habría de hacerlo? Sintió una punzada de desencanto, pero lo rechazó enseguida. No había lugar para el arrepentimiento. Louise Cantor pertenecía a una familia en la que nadie se arrepentía nunca de las decisiones adoptadas, aunque fuesen desastrosas. Ponían siempre buena cara, por malo que fuese el tiempo.
Cuando el avión aterrizó en el aeropuerto, situado a las afueras de Visby, soplaba un fuerte viento que azotó su abrigo mientras ella corría encogida hacia la terminal. Ya en el interior del edificio, divisó a un hombre que había acudido a recibirla con un letrero en el que se leía su nombre. Durante el trayecto hacia Visby observó por el movimiento de los árboles que el viento era tan devastador que podría arrancar la mayor parte de las hojas. «Esto es una batalla campal entre las estaciones del año», constató, «una batalla campal de resultado conocido de antemano.»
El hotel se llamaba Strand y se alzaba sobre una pendiente que ascendía desde el puerto. Le habían dado una habitación sin vistas a la plaza, por lo que, algo decepcionada, pidió a la recepcionista que se la cambiasen. Tenían otra, algo más pequeña, que daba a donde ella quería. Una vez en la nueva habitación, permaneció inmóvil observando por la ventana. «¿Qué estoy mirando?», se preguntó. «¿Qué espero que suceda ahí fuera?»
Solía repetir para sí una especie de sortilegio:
Tengo cincuenta y cuatro años. He llegado hasta aquí, pero ¿hacia dónde voy? y ¿cuándo terminará el camino?
Observó a una señora de edad paseando a su perro por la pendiente y tironeando del animal, expuesta al fuerte viento. Se sintió más identificada con el perro que con la mujer, que llevaba un abrigo de color rojo chillón.
Poco antes de las cuatro de la tarde, fue a la facultad, que se alzaba junto al mar. La distancia hasta allí era corta, por lo que tuvo tiempo de dar un paseo por el puerto desolado. El agua, que golpeteaba el muelle de piedra, tenía un color distinto de la del mar que rodeaba la península griega y sus islas. «Éste es más salvaje», observó, «más rudo, un mar joven que asesta cuchilladas a cualquier embarcación que lo surca, o al muelle, como ahora.»
El viento seguía soplando fuerte, quizás incluso más racheado. Un transbordador salía del muelle. A Louise le gustaba la puntualidad. Tan importante era no llegar tarde como no llegar demasiado pronto. Un hombre de aspecto amable con una cicatriz en el labio la recibió en la entrada de la facultad. Era uno de los organizadores del seminario; el hombre, tras presentarse, le aseguró que ya se habían visto con anterioridad, muchos años atrás, pero ella no logró recordarlo. Admiraba en otros esa capacidad para recordar los rostros, para identificar a las personas. Los rostros cambian, con frecuencia hasta volverse irreconocibles. Ella le sonrió y le dijo que lo recordaba, que lo recordaba muy bien.
En una impersonal sala de conferencias, se reunieron veintidós estudiosos que lucían las placas con sus nombres, y tomaron café o té antes de sentarse a escuchar a un tal doctor Stefanis, de Letonia, que, en un inglés macarrónico, abrió el seminario con una exposición acerca de los recientes hallazgos de cerámica minoica cuya datación resultaba extraordinariamente complicada. Ella no alcanzó a comprender con exactitud dónde residía la dificultad, puesto que lo minoico era minoico y punto.
Enseguida notó que había dejado de prestar atención. Aún seguía allá, en la Argólida, rodeada del olor a tomillo y uvas pasas. Observó a los participantes en el seminario, que, como ella, se hallaban sentados en torno a la mesa ovalada. ¿Quiénes escuchaban? ¿Quiénes estaban, al igual que ella, medio arrebatados por sus propios pensamientos y transportados a otra realidad? No conocía a ninguno de los colegas que había en la sala, salvo, al parecer, al hombre que aseguraba que ya se habían visto en otra ocasión. Todos procedían de los países nórdicos y del Báltico, y algunos eran arqueólogos que trabajaban en excavaciones, también como ella.
El doctor Stefanis terminó de un modo abrupto, como si ni siquiera él mismo pudiese soportar más su pésimo inglés. Tras los discretos aplausos estalló una breve y nada acalorada discusión, y, después de haber recibido la información práctica relativa al día siguiente, dieron por finalizada la primera sesión. Cuando ya se disponía a abandonar la sala, un desconocido le pidió que se quedase un momento, pues el fotógrafo de un periódico local deseaba tomar unas instantáneas de un grupo de arqueólogos a los que habían logrado retener momentáneamente. El desconocido anotó su nombre y, tras posar para la foto, Louise pudo escabullirse para exponerse al viento que rugía fuera.
Al llegar a su habitación de hotel, se echó en la cama. Durmió un rato y, cuando abrió los ojos, no supo al principio dónde se encontraba. Vio el móvil sobre la mesilla y pensó que debía llamar a Henrik, pero decidió esperar hasta después de la cena. Desde la plaza tomó al azar una dirección y fue a parar a una cueva convertida en restaurante, donde había pocos clientes pero buena comida. Se tomó varias copas de vino, volvió a sentirse incómoda ante la idea de haber roto con Vassilis e intentó concentrarse en su ponencia del día siguiente. Pidió otra copa de vino y repasó mentalmente lo que tenía pensado decir. Lo llevaba escrito, pero, como se trataba de una vieja ponencia, se la sabía casi de memoria.
Bien, les hablaré del color negro de la cerámica. El color rojo del óxido de hierro se convierte en negro por la falta de oxígeno durante la última fase de la cocción; durante la primera fase se forma el óxido de hierro de color rojo y el ánfora cobra tonos rojizos. De modo que el rojo y el negro tienen su origen el uno en el otro.
El vino había empezado a surtir efecto; notaba cómo subía la temperatura de su cuerpo y la cabeza se le llenó de olas que rodaban de un lado a otro. Pagó la cuenta, salió al fresco viento racheado y deseó que llegara el día siguiente.
Marcó el número del apartamento de Estocolmo, pero seguía saltando el contestador. A veces Henrik dejaba grabado un mensaje para ella, si se trataba de algo importante; un mensaje que ella se veía obligada a compartir con todo el que lo llamase. Ella le dejó el suyo, recordándole que estaba en Visby y que no tardaría en llegar a Estocolmo. Después lo llamó al móvil, pero tampoco obtuvo respuesta.
La invadió una vaga inquietud, un atisbo tan fugaz que apenas si lo notó.
Aquella noche durmió con la ventana entreabierta. Hacia medianoche, la despertaron las voces de unos jóvenes borrachos que gritaban algo acerca de una chica bastante libertina que a ellos les parecía inaccesible.
A las diez de la mañana del día siguiente, expuso su ponencia sobre la cerámica ática y su constitución. Habló de su rico contenido en hierro y comparó el color rojizo del óxido de hierro con la cerámica corintia, rica en cal y de color blanco o incluso verde. Tras una sencilla introducción (era evidente que varios de los participantes habían disfrutado la noche anterior de una cena tardía rociada de abundante vino), logró captar el interés del público. Su intervención se prolongó, tal y como tenía planeado, exactamente durante cuarenta y cinco minutos, y cuando terminó recibió un rotundo aplauso. Durante la subsiguiente discusión no le formularon ninguna pregunta que le resultase problemática y, al llegar la hora de la pausa para el café, sintió que el viaje había merecido la pena.
El fuerte viento había remitido. Se llevó la taza de café al jardín y se sentó en un banco a descansar tranquilamente, balanceando las piernas. Entonces su móvil emitió un zumbido. Estaba segura de que era Henrik pero, cuando miró la pantalla del aparato, vio que el número era de Grecia; era Vassilis. Dudó un instante y, finalmente, no se molestó en responder. No quería arriesgarse a entablar una discusión destructiva. Era demasiado temprano, y Vassilis podía ponerse insoportablemente pesado si se lo proponía. En su momento, cuando ella regresara a la Argólida, se pondría en contacto con él.
Guardó el móvil en el bolso, apuró el café y resolvió de repente que ya estaba bien. Sin duda, los colegas que iban a hablar durante el resto del día tendrían muchas cosas interesantes que decir, pero ella no sentía el menor deseo de quedarse. Una vez adoptada la decisión, buscó al hombre de la cicatriz en el labio. Le dijo que un amigo suyo había enfermado de repente, que no era cuestión de vida o muerte, pero sí lo suficientemente grave como para que ella se viese obligada a abandonar el seminario.
Más tarde, llegaría a maldecir aquellas palabras. La perseguirían como si hubiese llamado al lobo y el lobo se hubiese presentado.
Pero, en aquel momento, el sol otoñal brillaba sobre Visby. Regresó al hotel. La recepcionista le ayudó a cambiar su vuelo y encontró plaza en un avión que salía a las tres. El nuevo horario le permitía dar un paseo por las murallas e, incluso, tuvo tiempo de entrar en dos comercios y probarse unos jerséis tejidos a mano, aunque no encontró ninguno que le gustase. Comió en un restaurante chino y decidió que no volvería a llamar a Henrik, sino que le daría una sorpresa. Tenía un duplicado de la llave de su apartamento y él le había asegurado que podía utilizarlo cuando quisiera, puesto que con ella no tenía ningún secreto.
Llegó al aeropuerto con bastante antelación. En un periódico local vio la fotografía que el reportero les había tomado el día anterior. Arrancó la página y se la guardó en el bolso. Después oyó que, por el altavoz, informaban de que se había registrado un fallo técnico en el avión que ella iba a tomar, de modo que tendría que esperar la llegada del avión que lo sustituiría y que ya había salido de Estocolmo.
Pese a que no se enojó, sintió cómo crecía su impaciencia. Dado que no salía ningún otro avión con destino a Estocolmo, se sentó fuera de la terminal para fumarse un cigarrillo. Empezaba a lamentar no haber hablado con Vassilis, y se dijo que, tal vez, lo mejor habría sido aguantar el estallido de ira de un hombre herido en su orgullo e incapaz de aceptar un no por respuesta.
Pero no lo llamó. El avión partió con cerca de dos horas de retraso y, cuando se vio de nuevo en Estocolmo, eran más de las cinco. Tomó un taxi y fue directamente al apartamento de Henrik, que estaba en el barrio de Söder. El taxi se vio detenido por el embotellamiento provocado por un accidente de tráfico: era como si unas fuerzas invisibles la retuviesen para protegerla. Pero ella nada sabía de aquello; cada vez más impaciente, pensó que Suecia había empezado a parecerse a Grecia en muchos aspectos, con sus embotellamientos y sus retrasos.
Henrik vivía en la tranquila calle de Tavastgatan, apartada de las más transitadas del barrio de Söder. Marcó el código de la puerta preguntándose si seguiría siendo el mismo que la última vez, la fecha de la batalla de Hastings, 1066. La puerta se abrió. Henrik vivía en la última planta del edificio y, desde sus ventanas, divisaba los tejados de las casas y las torres de las iglesias. Además, el joven le había contado, para horror de su madre, que si se dedicaba a hacer equilibrios por la delgada barandilla de una de sus ventanas, podía entrever las aguas del Strömmen.
Llamó al timbre dos veces. Después abrió la puerta. Notó que el apartamento olía a cerrado.
En ese preciso momento, sintió miedo. Allí había algo raro. Contuvo la respiración y aguzó el oído. Desde el vestíbulo se veía la cocina. «Aquí no hay nadie», se animó. Dijo en voz alta que ya había llegado, pero nadie respondió. Desapareció el temor. Se quitó el abrigo y los zapatos. No había ninguna carta ni ningún folleto publicitario en el suelo del vestíbulo, de lo que dedujo que Henrik no se había ido de viaje. Se dirigió a la cocina. El fregadero estaba vacío. La sala de estar aparecía en un orden inusual y el escritorio estaba despejado. Abrió entonces la puerta del dormitorio.
Henrik yacía bajo el edredón. La cabeza descansaba pesadamente sobre la almohada. Estaba tendido boca arriba y una mano le colgaba por fuera de la cama; la otra reposaba abierta sobre el pecho.
Comprendió enseguida que estaba muerto. En un intento desesperado por liberarse de aquella certeza, lanzó un fuerte grito. Pero él no se movió, seguía tumbado en su cama; había dejado de existir.
Era el viernes 17 de septiembre. Ese día, Louise Cantor se precipitó en un abismo que existía tanto en su interior como fuera de ella. Salió corriendo del apartamento, aún dando gritos. Quienes la oyeron contaron después que parecía un animal que aullaba pidiendo socorro.
Del caos se desprendió tan sólo una idea aprehensible. Aron. ¿Dónde estaba Aron? ¿Acaso existía siquiera? ¿Por qué no estaba a su lado? Henrik era una creación de ambos y una responsabilidad que su ex marido no podía rehuir. Pero Aron no apareció; naturalmente, no estaba, y, como siempre, era como una delgada cortina de humo que no podía tocarse ni servir de apoyo.
De las horas inmediatamente posteriores al hallazgo, Louise no tenía ningún recuerdo, tan sólo sabía lo que otros le contaron. Un vecino había abierto la puerta para descubrir que ella había dado un traspié en la escalera y que se había caído. Después, un alud de gente apareció a su alrededor: policías, enfermeros, conductores de ambulancia. La llevaron al apartamento, pese a que ella se oponía. No quería volver allí, no deseaba admitir haber visto lo que había visto. Henrik estaba fuera, eso era, y no tardaría en volver. Una agente de rostro aniñado le tomó el brazo como una vieja y amable tía que intentase consolar a una niña que hubiese sufrido una caída y se hubiese herido en la rodilla.
Pero no se había herido en la rodilla; sencillamente, estaba destrozada porque su hijo había muerto. La agente le repitió su nombre, Emma. Emma era un nombre de los de antaño que se había vuelto a poner de moda, pensó Louise desconcertada. Todo volvía a ponerse de moda; su propio nombre, que antes utilizaban más bien los ricos y la gente de clase alta, había ido filtrándose a través de las distintas clases sociales hasta llegar a las más bajas y su uso estaba ya permitido a todos. Su padre, Artur, lo había elegido, y en la escuela todos se burlaban de ella. Así se llamaba la reina de Suecia, por entonces una mujer viejísima que parecía un árbol reseco. Ella odió ese nombre durante toda su infancia, hasta que su historia con Emil terminó. A partir de ese momento, el nombre de Louise se convirtió en una extraña ventaja.