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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (5 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Cuando Göran Vrede se levantó, dispuesto a marcharse, ya había amanecido. Artur, después de pedirle que los dejaran solos en la habitación del hotel, tendió a Louise en la cama, se tumbó a su lado y le tomó la mano.

De repente, ella se incorporó. Acababa de caer en la cuenta de qué deseaba contarle Henrik.

–Él nunca dormía con pijama.

Artur se levantó de la cama.

–No te entiendo.

–La policía te lo dirá. Henrik tenía puesto el pijama. Pero yo sé que él nunca usaba pijama. Tenía varios, pero jamás se los ponía. Dejó de usarlos hace tiempo y solía dormir desnudo con la ventana abierta; para curtirse, decía.

–Creo que no comprendo adónde quieres ir a parar.

–Alguien lo mató.

Vio que él no la creía. Y no tuvo fuerzas para insistir. Se sentía demasiado débil. Debía esperar.

Artur se sentó en el borde de la cama.

–Tenemos que llamar a Aron –dijo entonces Artur.

–¿Por qué habríamos de hablar con él?

–Porque era el padre de Henrik.

–Aron jamás se preocupó de su hijo. No está aquí. Y no tiene nada que ver con esto.

–Aun así, tiene que saberlo.

–¿Por qué?

–Porque sí.

Ella hizo amago de protestar, pero su padre la agarró del brazo.

–No pongamos las cosas más difíciles. ¿Sabes dónde está Aron?

–No.

–¿De verdad que no tenéis ningún contacto?

–Ninguno.

–¿Nada de nada?

–Bueno, llamaba de tarde en tarde. Y escribía alguna que otra carta.

–Pero tienes que saber más o menos dónde vive, ¿no?

–En Australia.

–¿Eso es todo lo que sabes? ¿En qué lugar de Australia?

–Ni siquiera sé si sigue allí. Siempre anda cavando nuevas madrigueras que abandona cuando le entra el desasosiego. Es un zorro que no deja su dirección.

–Ya, pero debe de haber un modo de localizarlo. ¿Tienes idea de en qué lugar de Australia vive?

–No. Una vez me escribió que deseaba vivir cerca del mar.

–Australia está rodeada de agua.

Su padre dejó de hablar de Aron, pero ella sabía que no se daría por vencido hasta no haber hecho todo lo posible por dar con su paradero.

De vez en cuando caía vencida por el sueño y, al despertar, allí estaba él. A veces hablaba por teléfono, en voz baja, con algún policía. Louise había dejado de escuchar. El cansancio había anulado su conciencia hasta el extremo de que ya no distinguía los detalles. Lo único que percibía con claridad era el dolor y esa pesadilla infinita que, tenaz, no la dejaba escapar.

Ignoraba cuánto tiempo pasó hasta el momento en que Artur le dijo que se marchaban a Härjedalen. Louise no opuso la menor resistencia; simplemente, lo siguió hasta el coche que ella había alquilado. Pusieron rumbo al norte, en silencio. Artur optó por tomar la carretera de la costa en lugar de, como solía, la serpenteante carretera del interior. Dejaron atrás Ljusdal, Järvsö y Ljusnan. Cerca de Kolsätt, de repente, su padre le contó que tiempo atrás, antes de que construyeran los puentes, para ir a Härjedalen había que subir el coche al transbordador.

El otoño se presentaba con colores nítidos. Louise, que iba en el asiento trasero, miraba el juego cromático de los destellos. Cuando llegaron, al ver que su hija se había dormido, Artur la llevó al interior de la casa y la metió en la cama.

Al cabo de unas horas, Louise fue a sentarse a su lado, en aquel sofá de color rojo tan remendado y reparado y que siempre había estado en el mismo lugar.

–Lo sé –afirmó ella de pronto–. Lo he sabido en todo momento. Estoy segura. Alguien lo mató. Alguien lo mató a él y me mató a mí.

–Tú estás viva –replicó Artur–. De eso no cabe la menor duda.

Louise negó con un gesto.

–No –rechazó–. No estoy viva. Yo también estoy muerta. La persona a la que ves no soy yo. Aún no sé quién es. Pero sí sé que ahora todo es distinto. Y que Henrik no murió por causas naturales.

Dicho esto, se levantó y se acercó a la ventana. Estaba oscuro y la farola que había al otro lado de la verja lucía débilmente mientras se balanceaba despacio al ritmo del viento. Veía su rostro reflejado en el cristal. Siempre había tenido el mismo aspecto. Melena oscura y raya en medio. Ojos azules, boca pequeña. Aunque todo su ser se había transformado por dentro, su rostro seguía siendo el mismo.

Se miró a los ojos.

En su interior, el tiempo había empezado a pasar de nuevo.

4

Al amanecer, Artur la llevó al bosque, entre el olor a musgo y a troncos mojados, bajo una neblina que ocultaba el cielo. Quedaban restos de la escarcha de la noche anterior, la primera escarcha de la temporada, y la tierra crujía bajo sus pies.

Louise se había despertado a medianoche para ir al baño. A través de la puerta entreabierta vio a su padre sentado en su viejo sillón de lectura, cuyos muelles colgaban hasta el suelo. Tenía en la mano una pipa apagada; había dejado de fumar hacía unos años, de repente, como si se hubiese dado cuenta de que se había fumado la cuota de tabaco que se había asignado para toda su vida. Se quedó mirándolo y pensó que así había sido siempre. En cada época de su vida, ella había estado observándolo tras una puerta, para asegurarse de que él seguía allí para protegerla.

Aquella mañana, Artur la había despertado temprano, y no le dio la menor oportunidad de protestar cuando le dijo que se vistiese para ir al bosque. Cruzaron el río en coche sin decirse nada, giraron en dirección norte y siguieron la carretera hacia la montaña. La capa de hielo que cubría la tierra crujía al paso de las ruedas y ninguna brisa agitaba los árboles. Al llegar, detuvo el coche y le rodeó los hombros con su brazo. Numerosos senderos apenas visibles serpenteaban entre los árboles en todas direcciones. El hombre eligió uno de ellos y ambos echaron a andar envueltos en un silencio infinito. Llegaron a una zona en la que el terreno, irregular, estaba cuajado de abetos. Aquello era su galería. Las esculturas de su padre los rodeaban. En los troncos de los árboles había tallado rostros, cuerpos que intentaban liberarse de la dura madera. Algunos troncos tenían muchos cuerpos y semblantes que se confundían entre sí; de otros, en cambio, sólo surgía algún pequeño rostro, en ocasiones a varios metros sobre el nivel del suelo. En efecto, Artur solía tallar sus obras de arte de pie, pero también de rodillas o subido a rudimentarios andamios que él mismo construía. Algunas esculturas eran muy antiguas, las había esculpido hacía más de cuarenta años, cuando era joven. Los árboles, al crecer, habían hecho estallar los rostros y los cuerpos de las figuras: habían cambiado con el tiempo, al igual que las personas. Algunos árboles se habían rajado, y en ellos las cabezas aparecían rotas, o como si las hubiesen aplastado o decapitado. Su padre le contó que, a veces, la gente acudía allí por las noches para aserrar sus esculturas y llevárselas a casa. En alguna ocasión, habían desaparecido incluso árboles enteros. Pero a él no le importaba; poseía veinte hectáreas de bosque de tala que durarían toda su vida, y algunas vidas más. Nadie podría robar todo lo que tallaba para sí mismo y para quienes querían contemplarlo.

Mientras paseaban sobre la escarcha, Artur la observaba a hurtadillas, como para comprobar que no se desmoronaba. Pero Louise seguía aturdida bajo el efecto del fármaco y él ni siquiera estaba seguro de que su hija se hubiese apercibido de la presencia de aquellos rostros que la observaban desde los troncos de los árboles. Entonces la llevó hasta el lugar más sagrado, aquel en el que se erguían tres recios abetos que habían crecido muy próximos entre sí. «Como hermanos», pensó él la primera vez que los vio, «o quizá hermanas que no quieren separarse.» Durante muchos años estuvo observando aquellos árboles y dudando. Las esculturas se hallaban ya en el interior de los troncos. Debía esperar el instante en que él empezase a ver lo invisible. Entonces podría afilar los cuchillos y los punzones y ponerse a trabajar para dejar al descubierto lo que ya existía. Pero los tres recios abetos habían permanecido mudos. En alguna ocasión creyó entrever lo que se ocultaba bajo sus cortezas. Pero seguía embargado por la duda, no estaba seguro, debía seguir profundizando en su búsqueda. Después, una noche, soñó con perros solitarios y, cuando volvió al bosque, comprendió que lo que había en los troncos de los abetos eran animales, no perros exactamente, sino una mezcla de perros y lobos, tal vez linces. Empezó a tallar; ya no le cabía la menor duda. Y ahora podían contemplarse allí tres animales que eran perros y gatos al mismo tiempo y que parecían trepar por los imponentes troncos, trepar como para salir de sí mismos.

Louise no había visto los animales con anterioridad. Artur observaba cómo ella se esforzaba por descubrir el relato. Sus esculturas no eran imágenes, sino relatos, voces que hablaban entre susurros o gritaban y que exigían que ella escuchase. Las tallas de su padre y sus excavaciones arqueológicas tenían raíces comunes. En unas y otras latían voces ya extinguidas, y ella debía interpretar el silencio que irradiaban.

«El silencio tiene la más hermosa de las voces», le había dicho su padre en una ocasión. Y ella no había olvidado sus palabras.

–¿Tienen nombre estos perros felinos? ¿O quizá debería decir gatos caninos?

–El único nombre con el que me siento satisfecho es el tuyo.

Siguieron avanzando por el bosque; los senderos se entrecruzaban y las aves, a su paso, alzaban el vuelo para desaparecer aleteando. De pronto, aunque no había sido ésa su intención, se encontraron en la hondonada en la que él había tallado el rostro de Heidi. El dolor que Artur aún sentía lo abatía como una losa. Solía tallar su rostro y, con él, su dolor, todos los años. Con el paso del tiempo, aquel amado semblante se volvía más frágil, más huidizo. El dolor penetraba hasta el corazón del tronco cuando Artur, con todas sus fuerzas, hendía con el punzón el cuerpo del árbol, hendiendo el suyo a un tiempo. Louise acarició el rostro de su madre con la yema de los dedos.
Heidi, esposa de Artur y madre de Louise
. Siguió acariciando la húmeda madera. Un hilo de resina se había secado junto a la ceja, como si Heidi hubiese tenido una cicatriz.

Él comprendió que Louise deseaba que le contase. Muchas cosas habían quedado relegadas al silencio acerca de Heidi y su muerte… Durante todos aquellos años habían intentado abordar el asunto, pero él no había sido capaz de decirle lo que sabía ni algo, al menos, dé lo que no sabía pero intuía.

Pronto se cumplirían los cuarenta y siete años de su muerte. Louise tenía seis años, era invierno y él estaba talando en los bosques del norte, cerca de las montañas. Nadie sabía qué la había movido a hacer lo que hizo. Pero, desde luego, Heidi no creía que fuera a morir cuando le preguntó a Rut, la vecina, si la pequeña podía quedarse a dormir con ella esa noche mientras ella se iba a hacer lo que más amaba en el mundo: patinar. No le importaba que estuviesen a diecinueve grados bajo cero. Tomó el trineo y ni siquiera se molestó en decirle a Rut que pensaba ir a la laguna de Undertjärn.

Lo que sucedió después era algo que sólo podían imaginar. Como quiera que fuese, Heidi llegó en el trineo a la laguna, se puso los patines y se deslizó sobre el negro hielo. Era una noche de luna llena; de lo contrario, la oscuridad le habría impedido patinar. Pero, en algún lugar de la laguna, se cayó y se fracturó la pierna. Quienes la encontraron vieron que había intentado arrastrarse a la orilla, pero que le faltaron las fuerzas. Cuando, dos días después, dieron con su cuerpo, la hallaron tendida y acurrucada en posición fetal. Las afiladas hojas de los patines parecían extrañas garras en sus pies, y no les resultó fácil desprender su mejilla, que se había congelado pegada al hielo.

Artur se hizo un sinfín de preguntas. ¿Habría gritado? Y, en tal caso, ¿qué y a quién? ¿Habría invocado a algún dios, allá en el hielo, cuando comprendió que iba a morir congelada?

A nadie cabía culpar del suceso, o en todo caso, a la propia Heidi, que ni siquiera dejó dicho que iría a la laguna de Undertjärn. En el pueblo empezaron la búsqueda por el lago Vändsjön y, hasta que no localizaron a Artur y él no llegó a casa, no pensaron que tal vez hubiese ido a la laguna, donde solía bañarse en verano.

Artur hizo cuanto estuvo en su mano para impedir que el horror hiciese presa en Louise mientras ésta era niña. Todos los vecinos del pueblo le ayudaron, pero nadie pudo evitar que el desgarro echase raíces en él. Era como el humo, o como los ratoncillos, que se colaban por cualquier rendija, por estrecha que fuese.

El dolor era, en verdad, como un ratoncillo que siempre hallaba una grieta por la que entrar.

Durante todo un año, Louise estuvo durmiendo en la cama de Artur, pues era la única manera de combatir su miedo a la oscuridad. Solían mirar a menudo las fotografías de Heidi y ponían su plato en la mesa y decían que, aunque sólo se sentasen dos a la mesa, ellos siempre serían tres. Artur intentó aprender a cocinar como Heidi, aunque sin éxito; pero, pese a su corta edad, Louise comprendió qué era lo que su padre deseaba darle.

Durante aquellos años, su relación se fortaleció. Él siguió talando en los bosques y, en sus escasos ratos libres, se dedicaba a sus esculturas. Hubo quienes aseguraban que estaba loco, que no era la persona adecuada para hacerse cargo de la pequeña. Sin embargo, puesto que ella crecía sin problemas y nunca dio muestras de agresividad, ni se metía en peleas ni era malhablada, le permitieron que se quedase con ella.

Y ahora Heidi, su madre, la alemana, aparecía a su lado otra vez, de repente. En cambio, Henrik, el nieto al que Heidi nunca pudo conocer, había desaparecido.

Surgía así, entre las dos muertes, una conexión. ¿Acaso podría hallarse algún consuelo, algún entendimiento, si cada uno se reflejaba en un cristal negro para ver algo del otro?

La muerte era oscuridad, en vano se buscaba la luz en ella. La muerte eran desvanes y sótanos, olía a humedad, a tierra y a soledad.

–En realidad, no sé nada de ella –comentó Louise tiritando por el frío de la mañana.

–Fue como un cuento –respondió Artur–. Sobre todo, ese extraño destino suyo que la puso en mi camino.

–Algo pasó en América, ¿no? Nunca tuve claro qué fue. Creo que jamás me lo contaste.

Reanudaron su paseo. Los rostros de los árboles vigilaban sus pasos. Y él inició su relato, pero no como padre, sino como Artur. Y fue un narrador exhaustivo. Pensaba que, si podía mantener la mente de Louise apartada de la tragedia de Henrik, siquiera por un breve espacio de tiempo, habría hecho algo bueno.

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