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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (2 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Intentó apartar de su mente los recuerdos de Aron, no quería enojarse, y volvió a marcar el número. Seguía ocupado.

Siempre comparaba con Aron a los hombres a los que había ido conociendo después de la separación; no lo hacía conscientemente, claro está, pero Aron constituía una especie de medida, y todos los hombres a los que les echaba el ojo eran demasiado bajos, demasiado altos, demasiado aburridos, demasiado necios: en resumen, Aron siempre salía victorioso. Aún no había encontrado a nadie que pusiese a prueba su recuerdo. Eso la desconcertaba tanto como la enfurecía; era como si él aún gobernase su vida, pese a que no debía tener ya nada que opinar al respecto. Él le había sido infiel, la había engañado y, cuando todo estaba a punto de salir a la luz, simplemente desapareció, como un espía que, cuando corre el riesgo de que lo descubran, corre a buscar al jefe de su organización secreta. Para ella supuso una terrible conmoción; no tenía ni idea de que él fuese con otras mujeres. Una de ellas, incluso, resultó ser de sus mejores amigas, también arqueóloga, que había dedicado toda su vida a excavar en Tasos en busca de un templo de Dionisio. Henrik era muy joven todavía, y Louise empezó a trabajar como profesora sustituta en la universidad mientras intentaba superar lo ocurrido y recomponer su arruinada existencia.

Aron la había destrozado como una repentina erupción volcánica podía arrasar lo que se le pusiera por delante: una ciudad, una persona o un jarrón de cristal. Solía pensar en sí misma cuando trabajaba con sus trozos de cerámica, mientras se esforzaba por reconstruir en vano una pieza. Aron no sólo la había hecho añicos, también había ocultado algunos trozos para dificultarle la tarea de recomponer su identidad como persona, como mujer, como arqueóloga.

Aron la había dejado sin previo aviso, con una simple carta de unas líneas escritas con desgana, en las que le comunicaba que su matrimonio se había terminado, que no lo soportaba más, le pedía disculpas y esperaba que no volviese contra él al hijo de ambos.

Después, no dio señales de vida durante siete meses, hasta que por fin, un día, recibió una carta de Venecia. Ella supo por la letra que estaba borracho cuando la escribió, una de aquellas terribles borracheras en las que él solía sumirse, una embriaguez constante, con algunos altibajos, que duraban hasta una semana. Compungido y autocompasivo, le preguntaba si quería volver con él. Y entonces, cuando se vio sentada con aquella carta manchada de vino entre las manos, comprendió que, verdaderamente, todo había terminado entre ellos. Louise quería y, al mismo tiempo, no quería volver con él, pero no se atrevía a dar ese paso: sabía que él era capaz de destrozar su vida una vez más. «Una persona puede convertirse en una ruina y levantarse una vez en su vida», se dijo, «pero no dos, eso es demasiado.» De modo que le respondió que su matrimonio se había terminado. Allí estaba Henrik, y a él y a su hijo les tocaba averiguar qué tipo de relación deseaban tener en la vida: ella no se interpondría entre ellos.

Pasó casi un año hasta que volvió a ponerse en contacto con ella. Entonces fue una ruidosa línea telefónica la que le trajo su voz desde Newfoundland, donde se había retirado junto con otros correligionarios expertos en ordenadores que habían creado un grupo con tintes de secta religiosa. Con expresiones poco transparentes le explicó que estaban investigando cómo serían los archivos del futuro, cuando toda la experiencia humana se hubiese visto reducida a unos y a ceros. Los microfilmes, las cuevas, no tenían ya el menor valor para todo el conocimiento humano. Ahora eran los ordenadores los que garantizaban que el hombre de una época concreta no dejase un gran vacío tras de sí, pero ¿quién podía garantizar, a su vez, que, en ese semimundo fantasioso en que él vivía, los ordenadores no empezarían a crear sus propias experiencias y conocimientos y se dedicasen a almacenarlos? La conexión no era muy buena, y ella no entendía del todo lo que él le decía, pero en esta ocasión no estaba borracho ni se compadecía de sí mismo.

Le dijo que quería que le diese una litografía de un halcón que abatía a una paloma, un cuadro que los dos compraron, de recién casados, un día en que, por casualidad, entraron en una galería de arte. Ella se la envió unas semanas después. Y, más o menos por aquella época, descubrió que, aunque en secreto, él había reanudado el contacto con su hijo.

Aron seguía entorpeciéndole el camino. A veces abandonaba por completo la idea de poder borrar su rostro y deshacerse del canon con el que ella medía a los demás hombres y que la abocaba, tarde o temprano, a sentenciarlos, a rechazarlos.

Marcó el número de Henrik. Siempre que el antiguo dolor provocado por la relación con Aron se reavivaba, necesitaba oír la voz de Henrik para no caer en el desánimo. Pero de nuevo saltó el contestador y, entonces, le dejó un mensaje diciéndole que no llamaría hasta que no llegase a Visby.

Siempre la embargaba una inquietud algo infantil cuando él no contestaba. Durante unos segundos, se imaginaba todo tipo de desgracias, incendios, enfermedades… Después volvía a tranquilizarse.

Sabía que Henrik era prudente y que nunca se exponía a riesgos innecesarios aunque viajaba mucho, a menudo en busca de lo desconocido.

Salió al jardín a fumar un cigarrillo. Desde la casa de Mitsos le llegaba la risa de un hombre. Era Panaiotis, que, para aflicción de toda la familia, había ganado mucho dinero jugando a las quinielas, con lo que había obtenido unas condiciones económicas descaradamente propicias para la relajada vida que siempre había querido llevar. Louise sonrió ante la idea, inspiró el humo hasta el fondo de los pulmones y pensó, ausente, que dejaría de fumar el día en que cumpliese los sesenta.

Sola en la oscuridad bajo el claro firmamento, en la noche templada y ya sin frías ráfagas de viento, recapituló: «Aquí estoy, vine desde Sveg y el melancólico interior de Härjedalen hasta Grecia y sus enterramientos de la Edad del Bronce. De la nieve y el frío a los cálidos y secos olivares».

Apagó el cigarrillo y regresó al interior de la casa. Le dolía el pie. Permaneció inmóvil un instante, indecisa. Después marcó nuevamente el número de Vassilis. Ya no estaba ocupado, pero tampoco obtuvo respuesta.

De inmediato, el rostro de Vassilis se mezcló en su imaginación con el de Aron.

Vassilis la engañaba también, la consideraba un componente más de su vida, un componente del que podía prescindir.

Algo celosa, marcó entonces el número del móvil que él llevaba siempre en el bolsillo. Nada. Una voz de mujer le pidió en griego que dejase un mensaje. Ella apretó los dientes, pero no dijo nada. Después cerró la maleta y, en ese preciso instante, decidió romper con Vassilis. Cerraría el libro de cuentas, lo cerraría igual que acababa de cerrar la maleta.

Se tumbó en la cama y observó el ventilador del techo, mudo e inmóvil. ¿Cómo había podido mantener una relación con Vassilis? De repente, le resultaba incomprensible y sintió repugnancia, no de él, sino de sí misma.

El ventilador seguía estático, de los celos no quedaba ni rastro y los perros guardaban silencio en la oscura noche. Tal y como solía hacer cuando se hallaba ante una decisión importante, empezó a pensar refiriéndose a sí misma con su nombre y en tercera persona.

Ésta es Louise Cantor en el otoño de 2004, aquí tiene su vida, en negro sobre blanco o, más bien, en rojo sobre negro, como en la combinación cromática habitual en los fragmentos de las urnas funerarias que se desentierran del suelo griego. Louise Cantor tiene cincuenta y cuatro años, no le asusta lo que ve cuando se mira en el espejo. Aún es atractiva, todavía no es una vieja, los hombres se fijan en ella, aunque ya no se vuelvan a mirarla. ¿Y ella? ¿A quién se vuelve ella a mirar? ¿O acaso ella sólo dirige su mirada hacia la tierra, en la que aún siente deseos de seguir buscando las intenciones y las huellas de tiempos pasados? Louise Cantor ha cerrado un libro llamado Vassilis; ese libro no volverá a abrirse nunca más. Ni siquiera permitirá que lleve a Louise Cantor al aeropuerto de Atenas por la mañana.

Se levantó de la cama y fue a buscar el número de teléfono de una compañía local de taxis. Le tocó hablar con una mujer algo sorda, de modo que tuvo que hablar a gritos. Después, confió en que el taxi llegaría a su hora. Puesto que había acordado con Vassilis que vendría a las tres y media, pidió el taxi para las cuatro.

Se sentó ante el escritorio y le escribió una carta:

«Se acabó, se terminó. Todo tiene un final. Siento que me dirijo hacia otra etapa de mi vida. Lamento que hayas tenido que salir a buscarme sin necesidad. Pero intenté llamarte.

»Louise».

Releyó la carta. ¿Se arrepentía? Le ocurría a veces: eran muchas las cartas de despedida que había escrito en su vida y que nunca había llegado a enviar. Pero esta vez llegaría a su destinatario. Metió la carta en un sobre, lo cerró y salió a la oscuridad, caminó hasta el buzón y sujetó la carta a éste con una pinza de la ropa.

Dormitó unas horas sobre la cama sin deshacer, se bebió una copa de vino y se quedó mirando un frasco de somníferos, sin lograr decidirse a tomar uno.

Cuando el taxi llegó entre las sombras, eran las cuatro menos tres minutos. Ella lo aguardaba junto a la verja. Los perros de Mitsos empezaron a ladrar. Se hundió en el asiento trasero y cerró los ojos. Entonces, cuando el viaje comenzó de verdad, consiguió conciliar el sueño.

Llegó al aeropuerto al alba. Sin saberlo, iba camino de la gran catástrofe.

2

Una vez que hubo facturado su equipaje ante un somnoliento empleado de Lufthansa y ya se dirigía hacia el control de seguridad, vio algo que le causó una fuerte impresión.

Más tarde llegaría a pensar que tal vez hubiese debido interpretarlo como un suceso ominoso, como una premonición. Sin embargo, en aquel momento no lo hizo. Simplemente vio a una mujer sola sentada en el frío suelo, rodeada de bultos y viejas maletas atadas con cuerdas. La mujer lloraba. Estaba totalmente inmóvil, con el rostro impasible; era casi una anciana y sus mejillas hundidas revelaban la ausencia de muchos dientes. «Tal vez sea albana», pensó Louise Cantor. «Son muchas las mujeres albanas que buscan trabajo en Grecia, que se ofrecen para cualquier cosa: para ellas poco es mejor que nada y Albania es un país de una pobreza despiadada.» La mujer llevaba un pañuelo en la cabeza, el típico y honorable pañuelo de las mujeres de edad, pero no era musulmana, estaba sentada en el suelo y no cesaba de llorar. Se hallaba sola, como si hubiese arribado a aquel aeropuerto tras un naufragio, rodeada de sus bultos, su vida hecha pedazos; sólo parecía quedarle ese montón de despojos sin valor.

Louise Cantor se detuvo. La gente, apresurada, tropezaba con ella, pero ella seguía allí de pie, como si opusiese resistencia a un fuerte viento. La mujer que estaba sentada en el suelo rodeada de sus bultos tenía el rostro quemado por el sol y surcado de arrugas, su tez era como un paisaje de lava solidificada. Había una especie de belleza muy singular en los rostros de las ancianas; parecían desgastados hasta quedar reducidos a una delgada película que se extendía sobre los huesos; en esos rostros quedaban registrados todos los sucesos de la existencia. Los dos surcos resecos y muy profundos que iban desde los ojos de la anciana hasta sus mejillas estaban inundados de lágrimas.

«Con sus lágrimas está regando, en mi lugar, un dolor desconocido», se dijo Louise. «Ella lleva en su interior algo que yo comparto.» De repente, la mujer alzó el rostro, su mirada se cruzó un instante con la de Louise y negó con un gesto despacioso de la cabeza. Louise Cantor lo interpretó como un indicio de que su ayuda, cualquiera que hubiese sido, no era necesaria. Reanudó entonces su marcha hacia el control de seguridad, chocando con las personas que la empujaban en dirección contraria, corriendo entre un fuerte olor a ajo y aceitunas. Cuando se dio la vuelta, una cortina de gente se había desplegado ocultando a la mujer.

Louise Cantor tenía un diario en el que, desde muy joven, había ido anotando los sucesos que, según pensaba, no olvidaría jamás. Aquél era uno de ellos. Fue formulando en su mente lo que escribiría mientras dejaba el bolso en la cinta del control de seguridad y el teléfono móvil en una pequeña bandeja de color azul, y atravesaba la puerta mágica que separaba a las personas malas de las buenas.

Se compró una botella de Tullamore Dew y dos de Retsina para Henrik. Después fue a la sala de embarque y descubrió, indignada, que había olvidado el diario en la Argólida. Recordaba perfectamente dónde lo había dejado, sobre el escritorio junto a la lámpara de color verde. Así pues, sacó el programa del seminario y empezó a escribir en la contraportada.

«Una anciana llora en el aeropuerto de Atenas. Su rostro es el de una ruina humana desenterrada tras miles de años por una arqueóloga curiosa y entrometida. ¿Por qué lloraba? Una pregunta universal. ¿Por qué llora el ser humano?»

Cerró los ojos y se preguntó qué habría en el interior de las desvencijadas maletas de la anciana.

«Un vacío», resolvió. «Son maletas vacías o llenas de cenizas de antiguos fuegos ya extinguidos.»

Cuando anunciaron su vuelo, se despertó sobresaltada. Le había tocado en suerte un asiento de pasillo, junto a un hombre que parecía tener miedo a volar. Decidió que dormiría hasta Frankfurt y que no desayunaría hasta que no subiera al avión que la llevaría a Estocolmo.

Ya en el aeropuerto de Arlanda, y después de recoger su maleta, notó que seguía cansada. Le gustaba la idea de viajar, pero no el viaje en sí. Sospechaba que, un buen día, sufriría un ataque de pánico en pleno vuelo. De ahí que, desde hacía ya muchos años, llevase siempre un frasco de tranquilizantes en el bolso, por si se presentaba la crisis de ansiedad.

Buscó la terminal de las salidas nacionales, facturó su maleta ante una joven algo menos cansada que la de Atenas y se sentó dispuesta a esperar la salida de su avión. A través de una puerta que alguien abrió de repente, recibió el saludo de una ráfaga del otoñal viento sueco. Se estremeció de frío y se dijo que debía aprovechar para comprarse un jersey de lana de Gotland, puesto que estaba en Visby, la capital de esa provincia. Gotland y Grecia tenían en común las ovejas, consideró. Si Gotland hubiese tenido también olivares, la diferencia habría sido insignificante.

Estuvo dudando si llamar a Henrik, pero pensó que estaría durmiendo; él vivía de noche, trabajaba más a gusto a la luz de las estrellas que a la del sol. En cambio, marcó el número de su padre, que vivía en Ulvkälla, en la región de Härjedalen, en las afueras de Sveg y al sur de Ljusnan. Él no dormía nunca, así que podía llamarlo a cualquier hora. De hecho, nunca había podido echarle en cara que hubiese estado durmiendo cuando ella lo había llamado. Y así lo recordaba también en la época de su niñez. Estaba convencida de que su padre había expulsado de su vida al Viejo Conciliasueños
*
. Su padre era un hombre grandullón que siempre tenía los ojos abiertos y siempre estaba vigilante, dispuesto a defenderla.

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