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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (35 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–¿El arcángel?

–Así lo llamábamos. Ignoro de dónde vino. Pero debe de ser un hombre de confianza de Christian Holloway. Un hombre muy amable de coronilla despoblada que, en nuestra propia lengua, nos ofrecía lo que más necesitábamos.

–¿Que es…?

–Una vía para salir de la pobreza. Entre la gente como tú existe la creencia de que los pobres de verdad no son conscientes de su propia miseria. Pero te aseguro que eso es falso. El arcángel decía que nos buscaba precisamente a nosotros porque no había otro sufrimiento más grande y amargo que el nuestro. Así, hizo que el anciano de la aldea eligiese a veinte personas. Tres días después vino un camión a recogerlas. Yo no resulté elegido en aquella ocasión pero, cuando volvió a visitamos, procuré colocarme entre los primeros, para ser uno de los escogidos.

–¿Qué fue de los que partieron en el primer camión? –quiso saber Louise.

–Él nos explicó que aún se quedarían un tiempo donde estaban. Como es natural, sus familiares estaban preocupados, puesto que no habían sabido nada de ellos durante días. En esta segunda ocasión, cuando hubo terminado de hablar, le dio al anciano una gran cantidad de dinero. Nunca había habido tanto dinero en la aldea: era como si mil mineros hubiesen regresado después de muchos años de trabajo en Sudáfrica y trajesen todos sus ahorros y los reuniesen ante nuestros ojos sobre una estera. A los pocos días llegó el segundo camión. Entonces, yo fui uno de los que subió a la plataforma. Me sentía como un elegido, uno de los que tendrían la posibilidad de salir de la pobreza que me ensuciaba hasta los sueños.

Dicho esto, guardó silencio y aguzó el oído. Louise no percibió más que el rumor del mar y el grito de una solitaria ave nocturna. Le pareció notar cierto desasosiego en el joven, pero no sabía a qué se debía.

Su confidente volvió a silbar levemente y prestó atención, pero esta vez no obtuvo respuesta. De repente, la situación se le antojó irreal: ¿qué hacía ella ante una hoguera en compañía de un joven que se dedicaba a silbarle a la noche? Una noche que ella no podía interpretar. No era sólo la noche impenetrable del continente africano, sino también su profunda noche interior, la que envolvía la muerte de Henrik y la desaparición de Aron. Deseaba contar a voz en grito todo lo que sucedía a su alrededor, todo lo que no comprendía y que nadie parecía comprender.

Una noche estaba yo fumando un cigarrillo ante mi casa de la Argólida, oía ladrar a los perros y las risas de mi vecino. Un cielo estrellado se mostraba límpido sobre mi. Faltaba poco para mi partida rumbo a Suecia, donde iba a dar una conferencia sobre la importancia del óxido de hierro en los colores negro y rojo de la cerámica helénica. Estaba de pie allí, en la oscuridad, y había decidido que mi relación con Vassilis, mi querido asesor fiscal, había concluido. Me sentía feliz ante la idea de que pronto vería a Henrik; la oscuridad era suave y el humo del cigarrillo ascendía con calma. Ahora, pocos meses después, mi vida es una ruina. Sólo siento vacío y miedo ante lo que me espera. Para soportarlo intento afirmar mi rabia, por lo ocurrido. En lo más hondo de mi ser, sin que me lo haya dicho a mí misma siquiera, estoy buscando a la persona o personas responsables de la muerte de Henrik. Aquellos que mataron a Henrik y firmaron su sentencia de muerte. Y no sólo son culpables de la muerte de mi hijo, sino también de la mía.

Umbi se levantó con gran esfuerzo y estuvo a punto de caer. Louise quiso sujetarlo, pero él rechazó su ayuda con un gesto.

Volvió a silbar, una vez más.

–Vuelvo enseguida.

Dio unos pasos y se adentró en la noche. Ella se inclinó y añadió más leña al fuego. Artur le había enseñado a encender y mantener una hoguera. Era un arte que sólo dominaban quienes habían pasado verdadero frío en su vida. También a Henrik le enseñó hasta convertirlo en un experto en encender un fuego. Pensó que las hogueras habían sido una constante en su vida. Incluso Aron había escapado al bosque con una cafetera y la mochila al hombro obligándola a seguirlo, en aquellas ocasiones en que se le ocurría que lo que en realidad deseaba era destruir los ordenadores y desaparecer en el bosque virgen para emprender otra vida.

Las hogueras habían ardido siempre a su paso por la vida. Sin leña y sin amor, no podría seguir viviendo.

Umbi no regresaba. El desasosiego se cebaba en ella, a hurtadillas.
Dos silbidos habían quedado sin respuesta.

De repente tuvo la convicción de que la amenazaba algún peligro. Se levantó y se apartó rauda de la luz del fuego. Algo no iba bien. Contuvo la respiración y aguzó el oído, pero sólo oyó los latidos de su corazón. Siguió retrocediendo. Un mar de oscuridad la envolvía engulléndola. Trastabillando y a tientas, comenzó a caminar en dirección al hotel.

En su avance, tropezó con un objeto blando que yacía en el suelo. «Un animal», se dijo con un estremecimiento. Rebuscó en sus bolsillos por ver si hallaba la caja de cerillas. Cuando encendió una, vio que era Umbi. Estaba muerto. Lo habían degollado y la cabeza estaba casi completamente separada del cuerpo.

Echó a correr y tropezó y cayó dos veces.

Tan pronto como abrió la puerta de su habitación, notó que alguien había entrado allí. Un par de calcetines no estaban donde ella los había dejado. Vio la puerta del baño entreabierta, pese a que ella tenía la certeza de que la había dejado cerrada. ¿Habría alguien allí dentro? Abrió la puerta que daba al pasillo y se preparó para salir a la carrera antes de, con la punta del pie, empujar la del baño. Estaba vacío.

Pero alguien había seguido sus pasos. Umbi y sus amigos no habían sabido ver todo lo que ocultaban las sombras. Por eso estaba muerto.

El miedo la abatió como un frío paralizante. Guardó sus pertenencias en la maleta y salió de la habitación. El conserje del turno de noche dormía tumbado en un colchón oculto tras el mostrador de recepción. Cuando ella le gritó que despertase, el hombre se levantó de un salto al tiempo que, aterrado, profería un grito. Pagó la cuenta, subió al coche y se marchó de allí a toda velocidad.

No recobró la calma hasta que no hubo dejado atrás Xai-Xai y tras haber comprobado por el retrovisor que no la seguía ningún coche.

Ahora, además, ya sabía dónde había leído el nombre de Steve.

Aron estaba sentado ante el ordenador de Henrik y ella se acercó a la pantalla inclinándose por encima de su hombro. Era un artículo de periódico que hablaba acerca de un hombre llamado Steve Nichols, que se había suicidado después de haber estado sometido a chantaje. Steve Nichols, no Steve Holloway. Pero aquel joven vivía con su madre. Y cabía la posibilidad de que ella se apellidase Nichols.

Las piezas empezaban a colocarse en una disposición inesperada para ella.

¿Habría sido asesinado Henrik por haber conducido a Steve al suicidio? ¿Habrían disfrazado su asesinato de suicidio, a modo de cruel saludo del vengador?

Aporreó el volante y llamó a Aron a gritos. Lo necesitaba más que nunca. Pero Aron estaba mudo, no respondía.

Se dio cuenta de que conducía a demasiada velocidad y redujo la marcha.

Corría para sobrevivir, no para estrellarse en una negra carreterucha del continente africano.

19

De repente, en algún lugar del trayecto, el motor se detuvo. Pisó y pateó el acelerador como para obligar al coche a continuar. El indicador del depósito de la gasolina marcaba que estaba medio lleno, el indicador de la temperatura se encontraba en la zona de color verde. «Causa de la muerte, desconocida», sentenció para sí encolerizada a la vez que asustada. «El maldito coche se muere cuando más lo necesito.»

Escrutó la oscuridad. En ningún lugar se atisbaba el menor punto de luz. No se atrevía a bajar la ventanilla del coche y, menos aún, a abrir la puerta. Estaba prisionera en el coche averiado y se vería forzada a permanecer allí hasta que apareciese alguien que pudiera ayudarle.

Observó atenta, en el espejo retrovisor, cualquier indicio de que se acercase alguien en la oscuridad. El peligro estaba a su espalda, no ante ella. Una y otra vez intentó arrancar el motor, pero en vano. Finalmente, volvió a encender los faros y se obligó a salir del coche.

El silencio se abalanzó sobre ella como si alguien hubiese arrojado un manto por encima de su cabeza. La rodeaba una nada infinita y muda. Sólo oía su propia respiración. Inspiraba el aire como si estuviese exhausta.

Huyo a la carrera. El miedo me persigue. Quienes le cortaron el cuello a Umbi están aquí, muy cerca de mí.

Se estremeció de temor y se dio la vuelta. Pero allí no había nadie. Logró abrir el capó y se quedó en pie, con la mirada fija en un mundo desconocido.

Recordaba lo que Aron le había dicho en una ocasión, al principio de su matrimonio, en el tono más desdeñoso de que era capaz. «Nadie que no aprenda lo más básico acerca del funcionamiento de un motor y sobre lo que puede reparar por sí mismo debería estar en posesión del permiso de conducir.»

Louise jamás había aprendido nada sobre motores; de hecho, odiaba ensuciarse las manos de grasa. Pero, ante todo, se había negado a seguir el arrogante consejo de Aron.

Cerró el capó de un violento golpe cuyo eco terminó por perderse en la noche.

¿Qué era lo que había dejado escrito Shakespeare? «Has cargado tu cañón con un doble rayo.» Así se describía Aron a sí mismo. Era el hombre del doble rayo, nadie podía domeñar sus fuerzas. ¿Qué habría dicho ahora, si la viera en un coche que había dejado de funcionar en el corazón de la noche africana? ¿Le habría soltado uno de sus pedantes discursos acerca de lo inútil que era? Eso hacía, en efecto, cuando estaba de mal humor, lo que conducía a uno de aquellos prolongados enfrentamientos en los que medían sus fuerzas hasta que terminaban por arrojarse los tiestos a la cabeza.

«Y, pese a todo, lo amo», admitió para sí mientras se acuclillaba para orinar junto al coche. «He intentado sustituirlo por otros, pero siempre he fracasado. Al igual que Porcia, me dediqué a esperar a mis pretendientes. Ellos danzaban y saltaban y ejecutaban acrobacias, pero al final, para cuando empezaba el último acto, todos habían sido rechazados. ¿Será éste mi último acto? Creía que me quedarían aún veinte años, por lo menos. Cuando Henrik murió me precipité, en el transcurso de unos segundos, a lo largo de todo el drama, de modo que ahora no queda más que el epílogo.»

Subió al coche y siguió observando por el espejo retrovisor. Pero no vio ningún foco que aclarase la oscuridad. Sacó el móvil y marcó el número de Aron.
El número marcado no se encuentra disponible en este momento
.

Después marcó el del apartamento de Henrik. «… Ya sabes lo que tienes que hacer…
You know what to do
.» Se echó a llorar y se contuvo para no dejar un mensaje en el contestador. Llamó a Artur. La conexión era muy buena, sin ecos, y la voz de su padre sonaba cercana.

–¿Dónde estás? ¿Y por qué llamas a estas horas? ¿Estás llorando?

–Se me ha parado el motor en una carretera comarcal desierta.

–¿Estás sola?

–Sí.

–¡Entonces estás loca! ¿Cómo te atreves a atravesar sola África en plena noche? Puede pasarte cualquier cosa.

–Ya me ha pasado cualquier cosa. El coche se ha parado. Tengo gasolina, la temperatura no es demasiado alta y no se ha encendido ningún otro indicador. No es mucho peor que se te pare el coche en las montañas de Härjedalen, ¿no crees?

–¿No hay nadie a quien puedas pedirle ayuda? ¿Es un coche de alquiler? En ese caso, la compañía tendrá un número de emergencias, digo yo.

–Quiero que me ayudes. Me enseñaste a cocinar, eres capaz de arreglar un viejo tocadiscos roto e incluso sabes disecar pájaros.

–Estoy preocupado por ti. ¿De qué tienes miedo?

–No tengo miedo. Y tampoco estoy llorando.

Su padre rugió al otro lado del hilo telefónico. El alarido la alcanzó como un golpe directo.

–¡No me mientas! Ni siquiera cuando tienes la posibilidad de ampararte en un teléfono.

–¡No me grites! ¿Por qué no me ayudas?

–¿Funciona el encendido?

Louise dejó el móvil sobre su rodilla, giró la llave y puso a trabajar el motor de arranque.

–Suena bien –aseguró Artur.

–Entonces, ¿por qué no arranca el coche?

–No lo sé. ¿Tiene muchos baches la carretera?

–Es como conducir por una carretera en pleno deshielo.

–Puede que algún cable se haya soltado.

Volvió a encender los faros, abrió el capó por segunda vez y siguió sus instrucciones. Intentó arrancar el coche por segunda vez, pero el resultado fue el mismo.

Se cortó la comunicación. Ella lanzó un grito en la oscuridad, pero la voz de Artur había desaparecido. Volvió a marcar el número, pero la voz de una mujer se disculpó en portugués. Colgó y deseó que Artur lograse restablecer el contacto.

Pero no sucedía nada. La oscuridad inundaba el coche. Marcó el número que aparecía indicado en el contrato de alquiler. No obtuvo respuesta, y no había contestador ni mensaje alguno.

La luz lejana de unos focos se reflejó en el retrovisor. Sintió el azote del miedo. ¿Qué debía hacer? ¿Dejar el coche y ocultarse en la oscuridad? Era incapaz de moverse. La intensidad de la luz crecía a sus espaldas y estaba convencida de que el coche la destrozaría. En el último momento, el vehículo se apartó y no tardó en ver un camión desvencijado que, con un ruido atronador, pasaba de largo.

Sintió como si hubiese pasado un caballo sin jinete.

Aquélla fue una de las noches más largas de su vida. Aguzó el oído en la oscuridad, a través de la ventanilla medio abierta, al tiempo que intentaba vislumbrar alguna luz. De vez en cuando volvía a marcar el número de Artur, siempre sin éxito.

Poco antes del amanecer, giró de nuevo la llave en el contacto. Y el coche arrancó. Contuvo la respiración, pero el motor siguió funcionando.

Ya avanzada la mañana, llegó a las inmediaciones de Maputo. Por todas partes se veían mujeres de hombros erguidos que caminaban a pleno sol sobre el polvo rojo del camino portando sobre sus cabezas bultos enormes y con niños colgados de sus espaldas.

En el caos del tráfico y rodeada del humo negro de los autobuses y los camiones, fue buscando el camino.

Necesitaba ducharse y cambiarse de ropa, además de dormir unas horas. Pero no quería ver a Lars Håkansson. De modo que buscó hasta dar con la casa en la que vivía Lucinda, que, seguramente, estaría durmiendo tras una larga noche de trabajo en el bar. No tenía otra salida. Sólo ella podía ayudarle en aquellos momentos.

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