El cerebro de Kennedy (43 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Cuando ya se aproximaba el breve ocaso, se acercó a la ventana a contemplar el mar. La caseta estaba sumida en sombras y el camión había desaparecido. Unos niños jugaban con lo que parecía un pájaro muerto. Las mujeres pasaban bordeando la playa con cestas sobre la cabeza. Un hombre se esforzaba por no perder el equilibrio mientras pedaleaba en su bicicleta sobre la arena. No lo consiguió, cayó y se levantó con una risotada. Louise le envidió la franca alegría que producía en él el fracaso.

Cayó la noche, como si hubiera extendido una negra capa sobre la Tierra. Louise bajó al restaurante. El albino de la
timbila
estaba en el lugar de siempre, pero no tocaba su instrumento, sino que comía arroz con verduras; se lo habían servido en un plato de plástico de color rojo, junto al que había una botella de cerveza. El hombre comía despacio, como si no tuviese hambre. Louise se acercó a la barra. Varios hombres dormitaban sentados a una mesa, dando cabezadas sobre sus botellines de cerveza. La mujer que había al otro lado de la barra se parecía tanto a Lucinda que Louise se sobresaltó. Pero cuando la muchacha le sonrió, vio que le faltaban varios dientes. Sintió que necesitaba beber algo fuerte. Artur le habría puesto sobre la mesa una botella de aguardiente. «¡Aquí tienes, bebe y recobra tus fuerzas!» Pero pidió whisky, que, en realidad, no le gustaba lo más mínimo, y una botella de Laurentina, la cerveza nacional. El albino empezó a tañer de nuevo.
Aguza el oído en la oscuridad, escucha la timbila.
Varios huéspedes entraron en el restaurante, entre ellos un portugués de edad en compañía de una africana jovencísima. Louise calculó que él le llevaría unos cuarenta años. Sintió deseos de acercarse a él y darle una bofetada. Aquel hombre encarnaba una mezcla de amor y desprecio que no era sino una forma –una más– de supervivencia de la prolongada y extensa opresión colonial.

Sé demasiado poco. En lo que respecta a los enterramientos de la Edad del Bronce o a la importancia del óxido férrico en el color en la antigua cerámica griega, tengo conocimientos como para pararle los pies a casi todo el mundo. Pero sobre el mundo ajeno a las excavaciones y los museos sé infinitamente menos que Henrik. Soy una ignorante y no me había dado cuenta hasta ahora, cuando ya he pasado de los cincuenta.

Apuró los dos vasos y, de inmediato, sintió que empezaba a transpirar. Una suave bruma envolvió su conciencia. El albino seguía tocando, la mujer que había tras la barra se mordía las uñas. Louise escuchó en la oscuridad. Tras un instante de vacilación, se bebió otro whisky. Eran ya las siete menos veinte. ¿Qué hora sería en Suecia? ¿Había una hora de diferencia, o eran dos? ¿Y eran dos horas más o dos horas menos?

Sus preguntas se interrumpieron, pues la
timbila
calló de improviso y ella apuró el vaso y pagó la cuenta. El albino se movió despacio a través del comedor y fue a los servicios. Louise salió a la fachada principal del hotel. Warren no había vuelto con su camión. El rumor del mar, alguien que, invisible, pasaba silbando entre las sombras. El faro intermitente de una bicicleta se avistó un instante antes de desaparecer… Ella seguía aguardando.

El albino empezó a tocar de nuevo su
timbila
. Esta vez, el sonido era diferente, más lejano. De repente, comprendió que se trataba de otra
timbila
. El instrumento del restaurante seguía en el bar: el albino no había vuelto de los servicios.

Dio unos pasos adentrándose en la oscuridad. Los vibrantes tonos de la
timbila
procedían de algún lugar próximo al mar, pero no de la caseta, sino del lado opuesto, donde los pescadores solían colgar sus redes. El miedo volvió a apoderarse de ella, pero se obligó a pensar en Henrik. Se encontraba más cerca de él que nunca desde su muerte.

Aguzó el oído, por si distinguía otro sonido que el de la
timbila
, pero sólo se percibía el mar, las olas, esas olas que llegaban rodando desde la India, y su propia soledad, muda como una gélida noche invernal.

Avanzó hacia la fuente de la luz, cada vez más próxima, aunque aún no veía ninguna hoguera, nada. Llegó cerca, muy cerca; la invisible
timbila
sonaba a su lado. De repente, dejó de oírse en mitad de dos golpes de baqueta.

Entonces sintió que una mano le tocaba el tobillo. Aunque no se lo habían aferrado, se sobresaltó y se detuvo en seco cuando oyó la voz de Lucinda en la oscuridad.

–Soy yo.

Louise se acuclilló y tanteó con la mano. Lucinda estaba sentada, apoyada contra un árbol seco, caído durante alguna tormenta. Louise le tocó el rostro, febril y sudoroso y, después, Lucinda la agarró y la atrajo hacia el suelo.

–Nadie me ha visto. Todos creen que estoy tan débil que no puedo levantarme. Pero aún me quedan fuerzas. Pronto será demasiado tarde y no podré más. Sin embargo, yo sabía que ibas a venir.

–Jamás pensé que podrías empeorar tanto en tan poco tiempo.

–Nadie cree que la muerte esté tan cerca. En algunos casos, llega muy deprisa. Yo soy uno de ellos.

–Yo puedo sacarte de aquí y conseguir que te administren los medicamentos necesarios.

–Ya es tarde. Y tengo todo el dinero de Henrik. Pero no sirve de nada. La enfermedad se propaga por mi cuerpo como el fuego por un campo de hierba seca. Estoy preparada. Tengo miedo, pero sólo a veces, al alba, y algunos días, cuando el amanecer se presenta más hermoso que de costumbre y sé que, muy pronto, dejaré de asistir a ese espectáculo. Hay algo en mi interior que ya se ha retirado, confinado al reposo. Las personas mueren gradualmente, como cuando vas a bañarte a una playa poco profunda y el agua te llega a la barbilla después de haber recorrido varios kilómetros. Yo creía que podría quedarme y morir en casa de mi madre. Pero no quería que mi muerte fuese inútil, que mi vida se perdiese sin dejar rastro. Pensé en ti y en cómo habías estado buscando el espíritu de Henrik en todo lo que él había hecho o intentado hacer. Vine aquí para ver si las cosas eran tal como Henrik sospechaba, si detrás de toda aquella buena voluntad existía otra realidad, si detrás de los jóvenes idealistas se ocultaban personas de alas negras que utilizaban a los moribundos para sus propios fines.

–¿Y qué es lo que has visto?

La débil voz de Lucinda tembló al contestar:

–Crueldad. Pero déjame que te cuente toda mi historia. No importa cómo llegué a Xai-Xai, si me trajeron hasta aquí en una carretilla o en la caja de un camión. Yo tengo muchos amigos y nunca estoy sola. Me puse las ropas más viejas que encontré. Después me dejaron sobre la arena y la basura, cerca de la aldea de Christian Holloway. Allí estuve, aguardando el amanecer. La primera persona que me vio fue un hombre de edad, con el cabello blanco. Después acudieron otros, ataviados con botas, amplias batas y guantes de látex. Eran sudafricanos blancos, quizá también algún mulato. Me preguntaron si tenía el sida y de dónde venía, como si fuera un interrogatorio. Por fin, tomaron la decisión de permitirme que me quedase. Al principio me alojaron en una casa pero, al caer la noche, me trasladaron al lugar en el que me encontraste.

–¿Cómo pudiste llamarme?

–Aún me queda un teléfono móvil. El hombre que me trajo hasta aquí me carga la batería cada dos días y me lo devuelve por la noche, sin que lo vean. Así puedo llamar a mi madre y oír cómo grita desesperada para mantener a la muerte a raya. Yo intento consolarla, aunque sé bien que no es posible.

Lucinda empezó a toser, convulsa y largamente. Louise cambió de posición y vio que, junto al árbol, había un pequeño reproductor de casetes.
Escucha la timbila en la oscuridad
. No era una sombra quien tocaba, era una grabación. Lucinda dejó de toser. Louise la oyó jadear con esfuerzo. «No puedo dejarla aquí», se dijo. «Henrik jamás la habría abandonado. Debe de haber algún modo de mitigar su dolor, tal vez incluso exista un remedio que evite su muerte.»

Lucinda la agarró de la mano, como para apoyarse. Pero no se levantó, sino que continuó hablando.

–Mientras descanso tumbada en el suelo, aguzo el oído y escucho no a los enfermos, sino las voces de las personas sanas que andan por las salas. Por las noches, cuando la mayoría de los jóvenes ángeles blancos duermen y los únicos que están despiertos son los vigilantes nocturnos, despierta el inframundo. Hay habitaciones bajo los suelos, excavadas en la tierra.

–¿Qué hay en ellas?

–Lo más terrible.

Su voz era tan débil que Louise tuvo que inclinarse hacia ella para oírla. Lucinda sufrió un nuevo ataque de tos que amenazó con ahogarla. Al inspirar, sus pulmones emitían un sonido gutural. La joven tardó un buen rato, después del segundo ataque de tos, en poder hablar de nuevo. Louise oyó que el albino volvía a tocar la
timbila
después de su descanso.

–Si no te ves con fuerzas, no tienes por qué seguir.

–He de hacerlo. Quizá mañana ya esté muerta. Y no quisiera que hubieras emprendido este largo viaje en vano. Tampoco a Henrik le gustaría.

–Dime, ¿qué viste?

–Los hombres de las botas, las batas y los guantes de látex les administran inyecciones a la gente. Pero no sólo a los enfermos. Muchos de los que llegan aquí, tal y como te contó Umbi, están sanos. Los utilizan como conejillos de Indias para probar en ellos medicamentos no testados. Después, les inyectan sangre infectada. Les contagian el virus del sida para ver si la vacuna funciona. La mayoría de los enfermos que hay en la habitación donde me encontraste se han contagiado aquí, estaban sanos cuando llegaron, y hay otros, como yo, que ya llegaron contagiados. Nos administran medicamentos que no han sido probados en animales, para ver si encuentran algún remedio a la enfermedad cuando ya se ha desarrollado. Para los que hacen las pruebas, las personas, las ratas y los chimpancés son iguales. A fin de cuentas, utilizar animales no es más que dar un rodeo, pues no es a ellos a los que pretenden curar. Y, en realidad, ¿a quién le preocupa que los africanos mueran sacrificados, si se obtienen como resultado medicinas y vacunas de las que se beneficiarán los occidentales?

–¿Cómo has sabido todo eso?

–Lo sé. –De pronto, la voz de Lucinda parecía cobrar fuerzas.

–No lo comprendo.

–Pues deberías.

–¿Cómo te has enterado de todo eso? ¿Sólo escuchando a hurtadillas?

–Aprendí de Henrik.

–¿Acaso vio él lo mismo que has visto tú?

–Nunca me lo dijo abiertamente. Creo que quería protegerme. Pero me enseñó mucho acerca del virus, de cómo intentan probar distintas sustancias para comprobar si dan resultado y si tienen efectos secundarios. Él lo aprendió todo por sí mismo, pues no había estudiado medicina. Pero quería saber. Empezó a trabajar como voluntario para averiguar la verdad. Creo que lo que vio aquí fue peor que todo lo que se había imaginado.

Louise tanteó en la oscuridad en busca de la mano de Lucinda.

–¿Crees que murió por eso? ¿Porque había descubierto lo que sucedía en esas cuevas?

–Los que trabajan allí como voluntarios tienen terminantemente prohibido bajar a los sótanos donde guardan las muestras del virus y las medicinas. Él no respetó esa prohibición. Su deseo de descubrir y de acceder a la zona prohibida lo movió a bajar aquella escalera.

Louise intentaba comprender el alcance de lo que Lucinda le contaba. Henrik había bajado una escalera y había descubierto un secreto que le había costado la vida.

Ella tenía razón. A Henrik lo habían matado. Alguien lo había obligado a ingerir los somníferos. Pero, al mismo tiempo, una duda la corroía. ¿Podía ser tan sencilla la verdad?

–Mañana te contaré más –concluyó Lucinda, de nuevo en un débil susurro–. Ahora estoy agotada.

–No puedes quedarte aquí. Te llevaré conmigo.

–Si intento marcharme, no dejarán en paz a mi familia. Me quedo. En algún sitio tengo que morir.

Louise pensó que Warren podía subirla al camión para sacarla de allí, pero comprendió que sería inútil tratar de convencerla.

–¿Cómo piensas volver?

–Mejor será que no lo sepas. Pero no tienes por qué preocuparte. ¿Puedes quedarte hasta mañana?

–Estoy en el hotel.

–Vuelve cuando oigas el sonido de la
timbila
en la oscuridad. Tal vez cambie de sitio. Pero volveré, a menos que haya dejado de respirar. No es bueno morir sin haber terminado de contar la propia historia.

–En ese caso, no morirás.

–Sí, sí que moriré, de eso no hay la menor duda. ¿Sabes qué es lo que más me asusta? No me da miedo el dolor, ni que el corazón se resista hasta el último instante. Lo que temo es que tendré que estar muerta durante tantísimo tiempo. No le veo el fin a mi muerte, eso es. Bien, vete ya.

Louise no respondió. No tenía nada que decir.

Debido a la brisa del mar, la intensidad del sonido de la
timbila
ascendía y descendía en la noche.

Louise se levantó y se encaminó hacia las luces de la entrada del hotel. En la oscuridad, a sus espaldas, allí donde había dejado a Lucinda, no se oía el menor ruido.

En el restaurante del hotel había un grupo de sudafricanos comiendo sentados a una mesa. Louise vio que Warren estaba en el bar y que le hacía un gesto para que se acercase. Sus ojos delataban que estaba ebrio.

–He estado llamándote, pero no contestabas. Pensé que habías desaparecido en el mar.

–Tenía el teléfono móvil apagado.

–Estaba preocupado. ¿Necesitas mis servicios esta noche?

–No.

–¿Y mañana? Suelo echar una apuesta con el sol, a ver quién se levanta más temprano, si él o yo.

–¿Puedo pagarte por lo que has hecho hasta ahora?

–No, mejor mañana u otro día. Siéntate aquí y cuéntame algo sobre tu país, sobre la nieve y el frío.

–Estoy demasiado cansada. Tal vez mañana.

Louise se fue a su habitación. Estaba exhausta. Las ideas bullían en su mente. Se dijo que debería bajar al restaurante y comer algo, pese a que no estaba hambrienta en absoluto. Además, quería sentarse a escribir lo que Lucinda le había contado. Sería el principio de un testimonio. Pero lo único que hizo fue quedarse inmóvil junto a la ventana.

Sobre la explanada de arena que se extendía ante el hotel había tres coches: dos Landcruiser blancos y el camión de Warren. Frunció el entrecejo. ¿Quién era Warren, en realidad? ¿Por qué el hermano de Warren, el recepcionista, no la había reconocido? Debería haberlo hecho. ¿Acaso el recepcionista había querido ocultar que sabía quién era ella? ¿Y por qué no estaba Warren con su familia? ¿Por qué no quería cobrar enseguida? Las preguntas no le daban tregua. ¿Tendría Warren la misión de vigilarla?

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