Negó con la cabeza como para desechar esos pensamientos, echó la cortina y comprobó que la puerta estaba cerrada. Corrió el escritorio hasta la puerta, y colocó una silla entre el picaporte y el escritorio. Oyó partir a los dos coches sudafricanos. Después de lavarse, se acercó de nuevo a la ventana y miró sigilosa apartando un poco la cortina. El camión de Warren seguía allí. La
timbila
había enmudecido.
Se acurrucó en la cama. El aparato de refrigeración ronroneaba y despedía un flujo entrecortado de aire fresco. Recapituló todo lo que le había contado Lucinda, sopesando todas y cada una de sus palabras para comprobar que no se le había escapado nada importante.
Cuando despertó, ya era de día. En un primer momento no supo dónde se encontraba. Saltó de la cama y apartó la cortina. El camión de Warren ya no estaba. Una mujer negra se lavaba, con el torso desnudo, bajo el grifo que había ante la entrada del hotel. Louise miró el reloj y comprobó que había dormido ocho horas seguidas. Dirigió la mirada al lugar en el que se había visto con Lucinda. Allí estaba el árbol. Unas gallinas picoteaban rebuscando en la hierba. Recordó lo que la víspera había pensado sobre Warren y se avergonzó.
«Veo lo que no hay», se recriminó. «He de buscar allí donde reinan las tinieblas, no donde reina la luz.»
El mar centelleaba. No pudo resistir la tentación. Se puso el bañador, se cubrió con una toalla y bajó a la playa. Estaba casi desierta; unos niños jugaban en la arena, un grupo de mujeres se refrescaba en la orilla con la espalda curvada recogiendo algo, tal vez almejas. Louise se adentró en el mar y caminó hasta que pudo empezar a nadar. Había corrientes, pero no eran muy fuertes.
A su lado estaba Artur. Los dos nadaban en las aguas oscuras de la laguna y, entre brazada y brazada, el le explicaba que no tenía fondo.
Se estiró: moverse en el agua solía atenuar su aflicción. Durante ciertas épocas, cuando más difícil resultaba la relación entre ella y Aron, iba a menudo a nadar al mar, a algún lago, a una piscina, lo que hubiese más cerca. Flotando sobre el agua, contempló el cielo azul. El encuentro con Lucinda se le antojaba un sueño, algo irreal. Cuando por fin salió del agua y se secó con la toalla, pensó que hacía tiempo que no se sentía tan relajada. Volvió al hotel. El camión de Warren no se veía a la sombra de ninguno de los árboles. Desde el camping contiguo le llegó el aroma a pescado recién asado. El albino no había llegado aún con su
timbila
. Estaba sola en el restaurante. Una camarera a la que no había visto con anterioridad se le acercó y le preguntó qué deseaba desayunar. Además de café y tostadas, pidió una tortilla. Una paz insólita imperaba en el comedor. Salvo ella misma, la camarera y la persona que trabajaba en la cocina, no había nadie más. El mundo estaba vacío.
Henrik debió de sentarse aquí a comer en alguna ocasión, tal vez igual que yo ahora, para tomar un desayuno solitario a la espera de que el albino empezase a tocar su timbila.
Pidió otra taza de café. Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, la camarera había desaparecido. Dejó el dinero bajo el plato de la taza y salió del restaurante. Warren seguía sin aparecer. Louise volvió a su habitación y cerró la puerta con llave.
Hasta que no hubo cerrado no descubrió que, sentado en una de las sillas situadas ante la ventana, la observaba un hombre. Christian Holloway se levantó. Con una sonrisa, alzó los brazos en gesto condescendiente.
–Ya sé que no se debe entrar en la habitación de un extraño sin que te inviten. Si quieres, puedo salir y llamar a la puerta, como el hombre honorable que soy.
–¿Cómo has entrado? ¿No estaba echada la llave?
–Siempre he sentido una irrefrenable inclinación por saber hacer cosas poco comunes. Uno de mis retos ha sido aprender a abrir puertas con una ganzúa. Y esta puerta no ha sido, ciertamente, de las más difíciles. En Shangai conseguí en una ocasión forzar la cerradura triple de la puerta de un templo. Pero, claro está, también me dedico a otras cosas. Por ejemplo, he empleado mi tiempo en cultivar el antiguo arte de recortar siluetas. Es difícil, requiere mucha práctica, pero constituye un excelente método de relajación.
–¿Por qué tenía Henrik tu silueta recortada?
–Porque yo quise regalársela. Henrik había visto trabajar a recortadores de siluetas chinos y quise aprender a hacerlo. Hay algo fascinante en el hecho de reducir a las personas a sombras y perfiles.
–¿Para qué has venido?
–Tú has mostrado interés por el trabajo que realizo aquí y yo he satisfecho tu curiosidad. A cambio, quiero mantener una conversación contigo.
–Me gustaría vestirme sin ser molestada.
–¿Cuándo quieres que vuelva?
–Prefiero que nos veamos abajo.
El hombre frunció el entrecejo.
–En el restaurante y en el bar hay demasiado alboroto. Instrumentos desafinados, estrépito de cacerolas, gente charlando sobre naderías…
–No comparto esa opinión. Pero estaré lista dentro de media hora.
–Bien, entonces volveré dentro de media hora.
Christian Holloway desapareció en silencio. Algo había aprendido de los africanos a los que tanto despreciaba: a caminar sin hacer ruido.
Se vistió al tiempo que se esforzaba por prepararse para su vuelta. ¿Cómo se enfrentaría a todas las preguntas que él le formularía? ¿Sería capaz de decirle a la cara que lo creía responsable de la muerte de su hijo? «Debería estar asustada», observó para sí. «De hecho, debería estar aterrada. Si no me equivoco, ese hombre puede matarme del mismo modo que mandó matar a Henrik y a Umbi. Aunque haya entrado solo en esta habitación, sus hombres están cerca. No se los ve, pero están ahí.»
Los golpecitos que dio en la puerta fueron tan discretos que apenas los oyó. Cuando abrió, en el pasillo sólo estaba Christian Holloway, que entró sonriente.
–Dicen que este hotel fue en su día el refugio favorito de los turistas sudafricanos. Durante la época del colonialismo portugués, Mozambique era un paraíso en la Tierra: las playas, la pesca, el buen tiempo y, desde luego, las jóvenes con las que uno podía acostarse por muy poco dinero. Ahora, todo eso no es más que un recuerdo desvaído.
–Bueno, a veces el mundo mejora.
–Depende de a quién le preguntes –replicó Holloway.
–Ya he preguntado a muchos, y también me pregunto quién eres tú, qué es lo que buscas.
–¿Por eso has vuelto?
–Mi hijo Henrik vino aquí una vez, ya lo sabes. Después se marchó a Suecia y murió. También lo sabes.
–Sí, ya te dije que lo lamento. Por desgracia, creo que el dolor es algo que no puede compartirse. Uno está solo con su dolor, del mismo modo que estamos solos al morir.
–¿Por qué tenía que morir mi hijo?
El hombre no perdió el aplomo. Sus ojos claros no se apartaban de los de ella.
–¿Por qué crees que yo podría responder a esa pregunta?
–De hecho, creo que eres el único que puede responderla.
–¿Qué crees que sé yo?
–Por qué murió. Y quién lo mató.
–Tú misma me dijiste que, según la policía, se había suicidado.
–Ya, pero no fue así. Alguien lo obligó a tomarse los somníferos.
–Sé por experiencia lo duro que es hacerse a la idea de que tu propio hijo se haya quitado la vida.
–Estoy al corriente de que tu hijo se suicidó porque tenía el virus del sida.
Louise entrevió un destello de inquietud en los ojos de Christian Holloway, que, no obstante, se repuso enseguida.
–No me sorprende que lo sepas. Es evidente que tu hijo lo sabía también. En estos tiempos, nada puede mantenerse en secreto.
–Henrik era de la opinión de que todo podía ocultarse. Y de ello era un buen ejemplo el cerebro perdido del presidente Kennedy.
–Sí, lo recuerdo, la Comisión Warren trabajó en vano en el caso. Con toda probabilidad, existía una explicación sencilla que nadie se molestó en averiguar.
–Henrik decía que, en el mundo actual, la verdad queda siempre oculta a instancias de quienes desean ensalzar la mentira. O se la utiliza para esconder graves aunque inescrutables especulaciones.
–Bueno, eso no es una característica exclusiva de nuestro tiempo. No conozco ninguna época de la historia en que no haya sido así.
–Sí, pero ¿no es nuestra tarea desvelar las mentiras y combatir la injusticia?
Christian Holloway volvió a alzar los brazos.
–Yo ofrezco resistencia a la injusticia a mi modo, combatiendo la ignorancia y el miedo. Enseño que es posible ayudar. Me preguntabas qué es lo que persigo. Pues bien, te lo diré. Verás, yo siempre quise comprender por qué un hombre inculto como Gengis Khan a la cabeza de sus guerreros fue capaz de vencer a sofisticadas organizaciones militares y naciones prominentes muy alejadas de las estepas de Mongolia y crear un imperio jamás visto. ¿Cuál era su arma infalible? Creo que tengo la respuesta.
–¿Cuál es?
–Sus largas flechas. El modo en que el jinete se fundía con su caballo. La capacidad de encontrar el instante maravilloso en que la flecha lanzada tenía más probabilidades de dar en el blanco, aunque el caballo galopase a gran velocidad. Al igual que todas las respuestas importantes, era sencilla. A veces me sonrojo al pensar que me llevase tanto tiempo encontrar la solución. Los jinetes aprendían a disparar sus flechas cuando los cuatro cascos del caballo estaban en el aire. Entonces, por un instante brevísimo, se creaba un equilibrio perfecto: el jinete que lanzase entonces su flecha estaba seguro de acertar. Gengis Khan no contaba con hordas devastadoras ni lo dominaba una insaciable sed de sangre. Contaba, sobre todo, con un conocimiento perfecto del instante en el que el caos se convertía en calma. Ahí encuentro yo mi inspiración y así intento vivir mi vida.
–¿Construyendo instalaciones como las tuyas?
–Intentando crear un equilibrio que no existe. Aquellos que contraen el virus del sida en este país, en este continente, terminan muriendo. A menos que hayan tenido la suerte de nacer en el seno de una de las pocas familias ricas. Pero, si contraes esa enfermedad en Occidente, cuentas con el apoyo y los medicamentos que necesitas, con independencia de quiénes sean tus padres.
–Creo que hay un subterráneo en tu aldea. Que aquello es como un barco de esclavos. Por la cubierta se pasean los pasajeros sanos. En la bodega, encadenados y amontonados, yacen los otros, los esclavos.
–No comprendo a qué te refieres.
–Hay unos sótanos, unas cuevas. Allí se experimenta tanto con personas sanas como con enfermos. Lo sé, aunque no pueda demostrarlo.
–¿Quién afirma tal cosa?
–Había allí un hombre que intentó hablar conmigo. Al día siguiente, desapareció. Otro hombre intentó contarme lo que está pasando. Y lo degollaron.
–No sé nada de eso.
–Pero tú eres responsable de lo que sucede allí, ¿no?
–Por supuesto que sí.
–Entonces también lo eres de que en tus
missions
ocurra lo contrario de lo que tú sostienes.
–Permíteme que te aclare una cuestión. No existe ningún mundo sin conflictos, ninguna civilización que no comience definiendo las normas que han de regir la convivencia entre las personas. Pero las normas existen para los débiles. El fuerte es capaz de ver hasta dónde pueden estirarse y crea sus propias reglas. Tú querrías que todo sucediese en virtud de la compasión y la buena voluntad de las personas. Pero si no existe un beneficio de interés privado, tampoco habrá desarrollo. Las patentes de los medicamentos garantizan los beneficios, que, a su vez, posibilitan la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos. Supón que eso que dices de mis aldeas fuese cierto. No estoy admitiendo que así sea, pero imagínatelo. ¿No saldría algo bueno de eso, por más que se tratase de una actividad aparentemente brutal? Piensa que es urgente conseguir un remedio contra el sida. El sur de África, en particular, se enfrenta a una catástrofe de proporciones gigantescas, sólo comparable a la peste negra. ¿Qué Estados crees que están dispuestos a invertir miles de millones en descubrir la vacuna? Necesitan ese dinero para misiones más importantes como, por ejemplo, subvencionar la guerra en Irak. –Christian Holloway se levantó–. No dispongo de mucho tiempo. Tengo que irme. Ve a verme cuando quieras.
–No me rendiré hasta que no averigüe qué le sucedió a Henrik.
El hombre abrió la puerta sin hacer ruido.
–Siento haber forzado la puerta. No pude resistir la tentación.
Dicho esto, desapareció por el pasillo. Desde la ventana, Louise lo vio salir del hotel y subir a su coche.
Le temblaba todo el cuerpo. Aquel hombre se le había escurrido. No había conseguido enfrentarse a él y derribar sus defensas. Ella había formulado las preguntas, pero sólo él había obtenido respuestas. Comprendió que había ido a verla para averiguar cuánto sabía. Y la había dejado porque ya no temía nada de ella.
Ahora, todas sus esperanzas estaban puestas en Lucinda, la única que podía aclarar lo que sucedía en aquella aldea.
Por la noche, oyó la
timbila
. En esta ocasión, la música procedía de un lugar más cercano al mar. Se guió por el sonido, intentando pisar sin hacer ruido y ver en la oscuridad. Había luna nueva y el firmamento aparecía cubierto de una tenue neblina.
Cuando cesó la música, aguzó el oído para escuchar la respiración de Lucinda, sin conseguirlo. Por un instante, sospechó que había caído en una trampa. No veía a Lucinda por ninguna parte y la esperaban otras sombras, las mismas que habían acechado a Umbi, a Henrik y quizá también a Aron.
Después, oyó que Lucinda la llamaba, muy cerca de donde se encontraba ella. Vio la llama de una cerilla y, luego, la de un candil. Louise se sentó en el suelo, a su lado. Le tocó la frente y comprobó que tenía mucha fiebre.
–No deberías haber venido. Estás demasiado enferma.
–Lo sé. En alguna parte hay que morir. La tierra es tan buena aquí como en otros lugares. Y, además, no muero sola. No yaceré sola bajo la tierra. En el país de los muertos hay más personas que en el de los vivos. Se trata de elegir morir donde esperan otros muertos.
–Christian Holloway ha venido a visitarme.
–Sí, ya me imaginaba que lo haría. ¿Te volviste a mirar cuando venías hacia aquí? ¿Viste si te siguió alguien?
–No, no he visto a nadie.
–No te he preguntado si lo viste, sino si te ha seguido alguien.