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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (36 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Aún en el coche, marcó una vez más el número de Artur mientras pensaba en algo que él le había dicho en una ocasión.

Ni Dios ni el Diablo desean tener competencia. Y por esa razón los seres humanos nos vemos abocados a la soledad de nuestra tierra de nadie.

Notó que su padre estaba cansado. Lo más probable era que hubiese estado despierto toda la noche. Aunque él jamás lo admitiría. A ella no le estaba permitido mentir, pero él sí se había arrogado tal derecho.

–¿Qué ha pasado? ¿Dónde estás?

–Pues resulta que el coche arrancó así, de repente. Ya estoy de vuelta en Maputo.

–¡Malditos móviles!

–No digas eso. Son estupendos.

–¿No es hora ya de que vayas pensando en marcharte de ahí?

–Sí, muy pronto, pero aún no. Ya hablaremos más tarde. Casi no me queda batería.

Se despedía ya cuando vislumbró a Lucinda junto a la fachada de la casa con una toalla enrollada en la cabeza. Salió del vehículo pensando en que aquella noche interminable había llegado a su fin. Lucinda la miró inquisitiva.

–¿Tan temprano?

–Esa pregunta debería hacértela yo. ¿Cuándo te fuiste a la cama?

–No suelo dormir mucho. Quizá por eso estoy siempre cansada, pero ya ni siquiera me doy cuenta.

Lucinda rechazó paciente a unos niños, tal vez sus hermanos, sus primos o sus sobrinos antes de llamar a una chica adolescente, que limpió un par de sillas de plástico que había a la sombra de la casa y les llevó dos vasos de agua.

De repente, la joven detectó el desasosiego de Louise.

–Ha pasado algo, ¿verdad? Por eso has venido tan temprano.

Louise resolvió decirle la verdad. Y le habló de Christian Holloway y de Umbi, de la oscuridad en la playa y de la larga noche que había pasado en el coche.

–Tuvieron que verme –aseguró Louise–, tuvieron que oír lo que dijimos. Siguieron a Umbi y, cuando comprendieron que estaba a punto de revelarme algo importante, lo mataron.

Era evidente que Lucinda la creía, que creía cada una de sus palabras, cada detalle. Cuando hubo terminado de hablar, Lucinda permaneció largo rato sin decir nada. Un hombre empezó a aporrear una plancha metálica que pretendía convertir en parte de un tejado. Lucinda le lanzó un grito y el hombre cesó en el acto y fue a esperar sentado a la sombra de un árbol.

–¿Estás segura de que Henrik estaba involucrado en un caso de chantaje al hijo de Christian Holloway?

–No, no tengo ninguna certeza. Tan sólo intento pensar con calma, con claridad y con lógica. Pero todo es tan escurridizo… Ni siquiera en mis más terribles fantasías podría imaginarme a Henrik como un chantajista. ¿Y tú?

–Por supuesto que no.

–Necesito un ordenador con conexión a Internet. Tal vez pueda encontrar esos artículos y comprobar si ese Steve era el hijo de Christian Holloway. Entonces habré encontrado algo que encaje.

–¿Que encaje con qué?

–No lo sé. Algo que encaje en todo este rompecabezas, aunque no sé cómo. Tengo que empezar por alguna parte. Lo que estoy haciendo es empezar y empezar de nuevo, una y otra vez.

Lucinda se puso de pie.

–Hay un cibercafé por aquí cerca. Fui allí una vez con Henrik. No tardo nada en vestirme y te acompaño.

Lucinda entró en la casa. Los niños se quedaron mirando a Louise. Ésta les sonrió y ellos le devolvieron la sonrisa. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas, pero los niños siguieron sonriendo.

Louise ya se había enjugado las lágrimas cuando Lucinda volvió. Cruzaron la larguísima calle, llamada calle de Lenin, hasta que Lucinda se detuvo ante un horno que compartía el local con un teatro.

–Debería haberte ofrecido algo para desayunar.

–No tengo hambre.

–Sí tienes hambre, pero no quieres admitirlo. Nunca he comprendido por qué a los blancos les cuesta tanto decir la verdad acerca de naderías. Si uno duerme bien, si ha comido, si no piensa en otra cosa que en cambiarse de ropa…

Lucinda entró en la tahona y, cuando salió, llevaba una bolsa de papel que contenía dos panecillos redondos. Tomó uno y le dio el otro a Louise.

–Esperemos que todo se aclare y termine de una vez.

–Umbi ha sido la segunda persona a la que he visto muerta en mi vida. Henrik fue la primera. ¿No tiene conciencia la gente?

–La gente casi nunca tiene conciencia. Los pobres, porque no pueden permitírselo; los ricos, porque piensan que tener conciencia va a costarles dinero.

–Henrik sí tenía conciencia. Yo se la proporcioné. –¡Anda ya! Henrik era como la mayoría.

Louise alzó la voz, antes de contradecirla:

–¡Henrik no era como la mayoría!

–Henrik era una buena persona.

–No, era mucho más.

–¿Acaso se puede ser más que una buena persona?

–Él deseaba el bien para los demás.

Lucinda chasqueó ruidosamente los dientes produciendo un fuerte clic. Después se llevó a Louise a la sombra del toldo extendido sobre la ventana de una zapatería.

–Desde luego que era como los demás. No siempre se portaba bien. Si no, dime, ¿por qué me hizo esto a mí?

–No te entiendo.

–Me contagió el sida. Él me lo transmitió. La primera vez que me preguntaste lo negué, porque pensé que ya estabas sufriendo bastante. Pero ya no puedo ocultarlo más. Ha llegado el momento de decir la verdad. Si es que no la has adivinado tú misma.

Lucinda arrojó aquellas palabras a la cara de Louise. Ella no replicó, pues comprendió que Lucinda tenía razón. Louise había sospechado la verdad desde que llegó a Maputo. Henrik le había ocultado a ella su enfermedad y el hecho de que tuviese un apartamento en Barcelona. Después de su muerte, se vio obligada a reconocer que no conocía a su hijo. Ignoraba cuándo se había producido aquel cambio y pensaba que, sin duda, fue materializándose de forma paulatina, sin que ella se percatase de nada. Henrik no quería que su madre notase que estaba convirtiéndose en otra persona.

Lucinda echó a andar, sin esperar respuesta alguna por parte de Louise. El vigilante apostado a la puerta de la zapatería observó curioso la actitud de las dos mujeres. Al verlo, Louise se indignó de tal modo que se acercó al hombre y le espetó en sueco:

–No tengo ni idea de lo que estás mirando. Pero esta mujer y yo nos queremos. Somos amigas. Estamos enfadadas, pero nos queremos. –Dicho esto, corrió hasta alcanzar a Lucinda y le tomó la mano–. No lo sabía.

–Tú creías que yo le contagié el virus. Diste por supuesto que había sido la puta negra quien le había transmitido la enfermedad.

–Jamás te he considerado una prostituta.

–Los hombres blancos creen que las mujeres negras están siempre disponibles, donde sea y cuando sea. Si una hermosa joven negra de veinte años le asegura a un obeso hombre blanco que lo ama, él la cree. Hasta ese punto creen ellos que su poder es superior cuando visitan un país pobre. Henrik me contó que, en Asia, sucede lo mismo.

–Supongo que Henrik jamás te consideró una prostituta, ¿no?

–Si quieres que te sea sincera, no lo sé.

–¿Te ofreció dinero?

–Bueno, eso no es requisito indispensable. Muchos hombres blancos piensan que debemos estar agradecidas por poder abrirnos de piernas.

–Es repugnante.

–Y puede serlo aún más. Si te cuento lo que pasa con niñas de ocho o nueve años…

–No quiero oírlo.

–Henrik sí. Por desagradable que fuese, él sí quería oírlo. «Quiero saber para comprender por qué no quiero saber», me decía. Al principio, creí que sólo pretendía llamar la atención. Pero después comprendí que pensaba lo que decía.

Lucinda guardó silencio. Para entonces, ya habían llegado al cibercafé, que estaba en un edificio de ladrillo recién restaurado. Unas mujeres, sentadas sobre alfombras, vendían sus productos sobre la acera. Antes de entrar, Lucinda compró unas naranjas. Louise intentó retenerla en la calle.

–Ahora no. Ya hablaremos de ello más tarde. Pero tenía que contarte la verdad.

–¿Cómo se enteró Henrik de que estaba enfermo?

–Se lo pregunté, pero no quiso decírmelo. Así que no puedo hablarte de lo que no sé. Sin embargo, cuando supo que me había contagiado el virus, se quedó destrozado. Incluso habló de quitarse la vida. Conseguí convencerlo de que, si él no lo sabía, no podía considerarse culpable. Lo único que yo pretendía averiguar era si él lo sabía, pero me aseguró que no. Después me prometió que me conseguiría todas las medicinas que existen para frenar la enfermedad. Me daba quinientos dólares al mes. Y aún sigo recibiéndolos.

–¿De dónde viene ese dinero?

–No lo sé. Me lo ingresan en una cuenta bancaria. Me prometió que, aunque a él le ocurriese algo, yo seguiría recibiendo el dinero durante veinticinco años. Y así es: el 28 de cada mes recibo puntualmente la misma cantidad en la cuenta que él me abrió. Es como si aún estuviese vivo. Desde luego, no puede ser su espíritu el que se dedique a realizar transacciones monetarias una vez al mes.

Louise calculó mentalmente. Seis mil dólares al año durante veinticinco años daba como resultado la desorbitada suma de ciento cincuenta mil dólares, es decir, un millón de coronas, aproximadamente. Henrik debió de morir millonario.

Miró por la ventana para ver el interior del cibercafé. ¿No se habría quitado la vida, después de todo?

–Me figuro que lo odiabas.

–No tengo fuerzas para odiar. Tal vez todo lo que nos sucede esté predeterminado.

–La muerte de Henrik no estaba predeterminada.

Entraron en el local, donde les asignaron un terminal. Frente al resto de las mesas había jóvenes con uniformes escolares que, concentrados y en silencio, observaban las pantallas de sus ordenadores. Pese al aire acondicionado, hacía un calor húmedo en la sala. Lucinda se enojó, pues la pantalla estaba sucia. Cuando el dueño acudió para limpiarla, le arrebató el trapo para hacerlo ella misma.

–Durante los largos años de dominio colonial, aprendimos a hacer lo que se nos ordenaba. Y ahora estamos aprendiendo, aunque despacio, a pensar por nosotros mismos. Sin embargo, hay aún muchas cosas que no nos atrevemos a hacer. Por ejemplo, pasar un paño por la pantalla del ordenador hasta que quede limpia.

–Dijiste que habías venido alguna vez a este local con Henrik, ¿no es cierto?

–Sí, él quería buscar algo en Internet. Algo relacionado con China.

–¿Crees que podrías encontrar la página ahora?

–Quizá. Déjame pensar. Busca tú primero lo que querías consultar. No tardaré en volver. El Malocura no se las arregla solo. Y tengo que ir a pagar una factura de electricidad.

Lucinda se marchó y su figura desapareció bajo la intensa luz del sol. El sudor corría bajo la fina camisa de Louise. Un instante después, le llegó el olor de sus propias axilas. ¿Cuándo fue la última vez que se lavó? Entró en la red e intentó recordar las páginas que ella y Aron habían visitado en Barcelona. Recordaba los diarios, pero no lo que había leído en cada uno. Los artículos habían sido publicados en los años 1999 y 2000, de eso estaba segura. En primer lugar, buscó en el archivo del
Washington Post
, pero no halló ni una alusión a Steve Nichols o a Steve Holloway. Se enjugó el sudor del rostro y entró en el archivo del
New York Times
. Media hora después, ya había revisado todo el año 1999. Siguió buscando en el año 2000. Y casi de inmediato, halló el artículo que habían leído en el ordenador que Henrik tenía en España. Un hombre llamado Steve Nichols se había quitado la vida tras haber sido víctima de un chantaje. Los chantajistas amenazaron con hacer público que tenía el virus del sida y cómo lo había contraído. Louise leyó el artículo de cabo a rabo y buscó las diversas referencias que se indicaban, pero no halló ninguna que relacionase a Steve Nichols con Christian Holloway.

Se acercó al mostrador y compró una botella de agua. Unas moscas revoloteaban pertinaces en tomo a su cara sudorosa. Apuró el agua y volvió al ordenador. Empezó entonces a buscar por el nombre de Christian Holloway y entró en varios portales de organizaciones que trabajaban con enfermos de sida. A punto estaba de rendirse cuando, de repente, Steve Nichols apareció de nuevo. Había una fotografía de un joven con gafas, la boca pequeña y una tímida sonrisa, unos años mayor que Henrik, tal vez. No tenía el menor parecido con Christian Holloway.

Steve Nichols hablaba de la organización sin ánimo de lucro en la que trabajaba, A for Assistance, que operaba en Estados Unidos y Canadá ayudando a los afectados por el sida a llevar una vida digna. Pero no revelaba que él mismo estaba enfermo. Nada se decía allí de ningún chantaje, tan sólo que realizaba un servicio desinteresado a favor de los enfermos.

Cuando ya iba a darse por vencida, apareció una pequeña ventana con datos biográficos.

Steve Nichols, nacido en Los Angeles el 10 de mayo de 1970; madre, Mary–Ann Nichols, padre, Christian Holloway.

Golpeó con fuerza el tablero de la mesa y el responsable, un joven negro vestido de traje y corbata, la miró con curiosidad. Ella le hizo una seña con la mano para tranquilizarlo y le dijo que acababa de encontrar lo que buscaba. Él asintió comprensivo y volvió a concentrarse en su periódico.

El descubrimiento la conmovió. Aún ignoraba lo que aquello podía implicar. Christian Holloway sufría por la muerte de su hijo, pero ¿qué había más allá de su sufrimiento? ¿Tal vez un espíritu vengativo que intentaba averiguar quién o quiénes se hallaban tras el chantaje que llevó a su hijo al suicidio?

Al cabo de un rato, Lucinda regresó, tomó una silla y se sentó. Louise le reveló su descubrimiento.

–Sin embargo, no lo veo claro. Si hubiese ocurrido hace veinte años, habría sido distinto. Pero ahora, no. ¿De verdad crees que alguien se suicidaría hoy por miedo a que se descubriese que tenía el sida?

–Tal vez fue por miedo a que se descubriese que se lo había contagiado un hombre o una prostituta…

Louise comprendió que Lucinda bien podía tener razón.

–Me gustaría que localizaras lo que Henrik estuvo buscando el día que estuvisteis aquí. ¿Sabes manejar un ordenador?

–Que sea camarera de un bar y que, de vez en cuando, haya vivido mi vida como una mujer que se vende en el mercado no significa que no sepa manejar un ordenador. Por si quieres más detalles, fue Henrik quien me enseñó.

–No quería decir eso…

–Tú sabrás mejor que nadie lo que querías decir.

Louise se percató de que había vuelto a herir el orgullo de Lucinda. Le pidió una disculpa que la joven aceptó con un breve gesto de asentimiento, sin pronunciar palabra. Se intercambiaron los asientos y la mano de Lucinda comenzó a teclear.

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