Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
—Piensa en ello un poco —repuso Ivanov—; ponte tú mismo en mi lugar. Después de todo, nuestras posiciones pudieran muy bien estar invertidas, así que encuentra la respuesta por ti mismo.
Rubashov lo pensó.
—Has recibido desde arriba instrucciones precisas sobre el modo de conducir mi caso —dijo.
Ivanov sonrió:
—Eso es plantear la cuestión demasiado crudamente. En realidad, no se ha decidido todavía si tu caso pertenece a la categoría A o a la categoría P. ¿Conoces los términos?
Rubashov asintió; los conocía.
—Ahora empiezas a comprender —dijo Ivanov—. A, significa caso de resolución administrativa, y P, quiere decir juicio público ante un tribunal. En su gran mayoría, los casos políticos se juzgan administrativamente, es decir, todos aquellos que no se considera conveniente que se oigan en vista pública... Si te clasifican en la categoría A, sales de mi jurisdicción. El procedimiento administrativo es secreto y, como tú sabes, bastante sumario. No hay ocasión para hacer careos ni nada de esas cosas. Recuerda a... —e Ivanov citó tres o cuatro nombres, lanzando una fugitiva mirada a la mancha sobre la pared.
Cuando se volvió a Rubashov de nuevo, éste observó por primera vez un cierto aire atormentado en su cara, una fijeza en sus ojos como si no mirara a él, sino a alguien a cierta distancia detrás de él.
Ivanov repitió otra vez, en tono más bajo, los nombres de sus antiguos amigos.
—Los conocía tan bien como tú —continuó—. Pero debes concederme que nosotros estamos tan convencidos de que ellos y tú significan el fin de la Revolución, como tú lo estás de lo contrario.
Éste es el punto esencial. Los procedimientos se deducen por lógica pura, y no podemos permitirnos el lujo de perdernos en sutilezas judiciales. ¿Las tuvieron ustedes mismos, en su tiempo?
Rubashov no contestó.
—Todo depende —continuó Ivanov— de que te clasifiquen en la categoría P, y de que tu caso continúe en mis manos. Sabes bien cuál es el criterio con que se seleccionan los casos que se llevan a audiencia pública. Yo tengo necesidad de demostrar que existe una cierta voluntad de tu parte. Es para eso que necesito tu declaración en la que incluyas una confesión parcial. Si actúas como héroe, e insistes en dar la impresión de que no se puede conseguir nada de ti, serás liquidado sobre la base de la confesión de X. Por el contrario, si haces una confesión parcial, hay una base para continuar el examen y hacerlo más completo. Sobre esta base, me será posible obtener un careo; refutaremos los peores puntos de la acusación y admitiremos la culpabilidad dentro de límites cuidadosamente definidos. Aun así, no esperes sacar menos de veinte años, pero eso significa, de hecho, dos o tres años y luego una amnistía. De modo que en cinco años, estarás otra vez en la palestra. Ahora, ten la bondad de meditar con calma antes de contestarme.
—Lo he pensado ya —contestó Rubashov—, y no acepto tu proposición. Lógicamente, puedes estar en lo cierto. Pero ya he tenido bastante de esta clase de lógica. Estoy cansado, y no tengo ganas de seguir este juego más tiempo. Hazme el favor de ordenar que me conduzcan a mi celda.
—Como quieras —dijo Ivanov—. Nunca supuse que aceptarías inmediatamente. De ordinario, esta clase de conversación produce un efecto retardado. Tienes quince días por delante. Cuando lo decidas, pide que te traigan nuevamente ante mí o envíame una declaración escrita. No dudo que lo harás.
Rubashov se levantó, e Ivanov también, destacándose media cabeza sobre el otro. Tocó un timbre que había al lado de la mesa, y mientras esperaban que llegase el carcelero para buscar a Rubashov, le dijo:
—En tu último artículo, hace pocos meses, escribiste que en la próxima década se decidirá la suerte de la humanidad en nuestra era. ¿No deseas estar aquí para entonces?
Y sonrió otra vez a Rubashov.
En el pasillo se oían pasos que se aproximaban, y la puerta se abrió. Dos guardianes entraron y saludaron. Sin una palabra, Rubashov se colocó entre ellos, y empezaron a andar hacia su celda.
Los ruidos en el corredor habían cesado; de algunas celdas llegaban suaves ronquidos, que sonaban como gemidos. Por todo el edificio, las luces eléctricas, pálidas, amarillentas, seguían alumbrando.
Cuando la existencia de la Iglesia se ve amenazada, deja de estar sujeta a los mandamientos de la moral. Cuando la unidad es el fin, todos los medios están santificados: engaño, traición, violencia, simonía, prisión y muerte. Porque el orden es para el bien de la comunidad, y el individuo debe ser sacrificado al bien común.
DIETRICH VON NIEHEIM, Obispo de Verden, De schismate libri III, A. D., 1411.
EXTRACTO DEL DIARIO DE N. S. RUBASHOV, EN EL QUINTO DIA DE SU CAUTIVERIO.
La última verdad ha sido siempre la penúltima falsedad. Aquel que demuestra tener razón al final, parece equivocado y dañino al principio.
Pero ¿quién demostrará que está en lo cierto? Ello sólo se sabrá después. Mientras tanto, está obligado a actuar a crédito y a vender su alma al diablo, en espera de la absolución de la historia.
Se dice, que el Número Uno tiene constantemente El Príncipe de Maquiavelo en su mesa de noche. Debiera tenerlo, porque desde que ese libro se escribió nada importante se ha dicho acerca de las reglas de la ética política. Nosotros fuimos los primeros que cambiamos la ética liberal de¡ siglo diecinueve del "juego limpio" por la ética revolucionaria del siglo veinte.
También en eso tuvimos razón; una revolución conducida según las reglas del cricquet es un absurdo. La política puede ser relativamente limpia en los períodos tranquilos de la historia, pero en los momentos críticos la única regla posible es la vieja norma de que el fin justifica los medios. Nosotros introdujimos un neo-maquiavelismo en este siglo; los otros, las dictaduras contrarrevolucionarias, no han hecho más que imitarnos torpemente. Nosotros éramos neomaquiavelistas en nombre de la razón universal, y en eso residía nuestra grandeza; los otros lo hacían en nombre de un romanticismo nacionalista, y ése era su anacronismo. Por ello es, que al fin, la historia nos absolverá; pero no a ellos...
A pesar de todo, estamos, por el momento, actuando y pensando a crédito. Como hemos tirado por la borda todas las convenciones y reglas de una moral de cricquet, nuestro único principio-guía es el de la lógica consecuente. Estamos bajo la terrible obligación de seguir nuestro pensamiento hasta sus últimas consecuencias y de actuar de acuerdo con él.
Navegamos sin lastre; por lo tanto, cada golpe en el timón es cuestión de vida o muerte.
Hace poco tiempo, nuestro principal experto en cuestiones agrícolas, B..., fue fusilado con treinta de sus colaboradores porque sostenía que el abono compuesto con nitrato artificial era superior a la potasa. El Número Uno es partidario de la potasa, por consiguiente, B... y los otros treinta tenían que ser fusilados como saboteadores. En un país donde la agricultura está nacionalmente centralizada, la alternativa de potasa o nitrato es de capital importancia: puede decidir el resultado de la Próxima guerra. Si el Número Uno tuvo razón, la historia lo absolverá y la ejecución de los treinta y un hombres será una simple bagatela. Pero si estaba equivocado...
Esto sólo es lo que importa: quién está en lo cierto de manera objetiva. Los moralistas de cricquet están agitados por un problema muy distinto: el de si B. actuaba subjetivamente de buena fe cuando recomendaba el nitrato. Si no era así, de acuerdo con la ética sustentada, B. debería ser fusilado, aunque después se comprobara, con todo, que el nitrato hubiera sido mejor. Si obraba de buena fe, hubiera debido ser absuelto y se le debería permitir que continuase haciendo propaganda para el empleo del nitrato, aunque después resultara que el país se había arruinado por ello...
Esto es, desde luego, una completa estupidez. Para nosotros, la cuestión de la buena fe subjetiva no presenta ningún interés. El que se equivoca, debe pagar; el que tiene razón será absuelto. Tal es la ley del crédito histórico; ésa era nuestra ley.
La historia nos ha enseñado que con frecuencia las mentiras son más útiles que la verdad, porque el hombre es un ser perezoso y hay que guiarlo a través del desierto durante cuarenta años, antes que adelante un paso en el camino de su desarrollo. Y hay necesidad de llevarlo por el desierto con amenazas y mesas, por medio de terrores imaginarios y de imaginarios consuelos, de forma que no se siente prematuramente a descansar y se entretenga adorando becerros de oro.
Nosotros aprendimos la historia de modo más completo que los otros, y nos diferenciamos de ellos en nuestra consistencia lógica. Sabemos que las virtudes no cuentan en la historia, que los crímenes quedan sin castigo, pero también sabemos que todo error tiene sus consecuencias, que se pagan hasta la séptima generación. Por consiguiente, concentramos todo nuestro esfuerzo en prevenir los errores, arrancando hasta su última raíz y destrozando la semilla. Nunca en la historia como en nuestro caso se ha concentrado en tan pocas manos un poder tan grande para actuar sobre el futuro de la humanidad. Cada idea equivocada que seguimos es un crimen contra las futuras generaciones. Por lo tanto, tuvimos necesidad de castigar las ideas equivocadas con la misma pena con que otros castigan los crímenes: con la muerte.
Fuimos tomados por locos porque seguimos cada pensamiento hasta su consecuencia final, y obramos de acuerdo con ello. Fuimos comparados con la Inquisición, porque, como ella, sentíamos constantemente el peso de la responsabilidad por la superindividual vida futura, y, realmente, nos parecíamos a los grandes inquisidores en que perseguíamos las semillas del mal no solamente en las acciones de los hombres, sino en sus pensamientos. No admitíamos ninguna esfera privada, ni aun dentro del cráneo del hombre. Vivíamos bajo la coacción de continuar lo empezado hasta su conclusión final, y nuestra mente estaba cargada hasta tal punto, que la más ligera colisión ocasionaba un corto circuito mortal. Esto nos condenaba a una destrucción mutua.
Yo fui uno de ellos. Yo he pensado y actuado como debla hacerlo; he destrozado personas a las que quería, y dado poder a otras que no me gustaban. La Historia me colocó en el puesto que tuve, y he agotado el crédito que me concedió; si acerté, no tengo nada de que arrepentirme; si cometí errores, pagaré.
Pero ¿cómo se puede decidir en el presente lo que se juzgará como verdad en el futuro?
Estamos haciendo el papel de profetas sin tener el don de la profecía, reemplazando la visión por deducciones lógicas; pero aunque todos hemos arrancado del mismo punto de partida, los resultados a que llegamos son divergentes. La prueba se opone a la prueba, y finalmente tenemos que recurrir a la fe, a una fe axiomático en la exactitud del propio razonamiento.
Este es el punto crucial. Hemos tirado todo el lastre por la borda, y estamos pendientes de una sola ancla: la fe en nosotros mismos. La geometría es la realización más pura de la razón humana, pero los axiomas de Euclides no se pueden demostrar, y aquel que no crea en ellos ve derrumbarse todo el edificio.
El Número Uno tiene fe en sí mismo: rudo, lento, sombrío e inconmovible. La cadena de su ancla es la más sólida de todas. La mía se ha desgastado mucho en los últimos años...
El hecho es que ya no creo en mi infalibilidad. Y por esto estoy perdido.
Al día siguiente del primer interrogatorio de Rubashov, el magistrado examinador, Ivanov, y su colega Gletkin, estaban sentados en la cantina después de comer. Ivanov se sentía cansado y apoyaba su pierna artificial en una segunda silla; se había aflojado el cuello de su uniforme. Se sirvió un poco del vino barato que suministraba la cantina, y miró sorprendido a Gletkin, que se sentaba derecho en su silla, apretado en su uniforme almidonado que crujía a cada uno de sus movimientos.
No se había quitado ni siquiera el cinturón del revólver, aunque debía estar también bastante cansado. Gletkin vació su vaso; la visible cicatriz que tenía en la cabeza afeitada había enrojecido ligeramente. Un poco más allá, otros tres oficiales estaban sentados a otra mesa, dos jugando al ajedrez, y el tercero mirando.
—¿Qué sucede con Rubashov? —preguntó Gletkin.
—Sigue un camino equivocado contestó Ivanov—; pero como continúa tan dialéctico como siempre, acabará por capitular.
—No lo creo —repuso Gletkin.
—Lo hará —dijo Ivanov—. Cuando lo haya pensado todo y alcance la conclusión lógica, capitulará. Por consiguiente, lo mejor que se puede hacer con él es dejarlo en paz. He dado orden de que le lleven papel, lápiz y cigarrillos, con el objeto de acelerar el proceso de su pensamiento.
—Creo que es una equivocación —dijo Gletkin.
—A ti no te es simpático —dijo Ivanov—. Creo que tuviste una escena con él hace pocos días, ¿verdad?
Gletkin recordó la escena de Rubashov sentado en el camastro y poniéndose el zapato sobre el calcetín agujereado.
—Eso no viene al caso —dijo—. No importa su personalidad. El procedimiento es el que yo considero inadecuado. Nunca se entregará por esos medios.
—Cuando Rubashov capitule —afirmó Ivanov—, nunca será por cobardía, sino por razonamiento lógico. No vale la pena emplear con él los sistemas brutales. Está hecho de un material especial, que se endurece a medida que se le golpea.
—Eso sólo son palabras —dijo Gletkin—. No existe un ser humano que pueda resistir una cantidad indefinida de opresión física; nunca he visto ninguno que sea capaz de ello. La experiencia me demuestra que la resistencia del sistema nervioso del hombre está limitada por la naturaleza.
—No me gustaría caer en tus manos —dijo Ivanov sonriendo, pero con una pizca de inquietud—. De cualquier modo, eres una viva refutación a tu teoría.
Su mirada sonriente se dirigió por espacio de un segundo a la rojiza cicatriz en el cráneo de Gletkin. La historia de esa cicatriz era bien conocida. Durante la guerra civil, Gletkin cayó en manos del enemigo, y para sacarle ciertas informaciones lo torturaron, atándole una mecha encendida en la cabeza afeitada. Pocas horas después se recapturó la posición y lo encontraron desmayado: la mecha había ardido hasta el fin: Gletkin había guardado silencio.
Miró a Ivanov con sus ojos sin expresión.
—Eso son también palabras —dijo—. Yo no cedí porque perdí el sentido; si llego a seguir consciente otro minuto, seguramente hubiera hablado. Es un problema de naturaleza física —Vació el vaso con el ademán deliberado. Los puños de la camisa crujieron cuando lo volvió a colocar en la mesa, y continuó—: Cuando volví en mí, al principio estaba convencido de que "había" hablado; pero los dos suboficiales que fueron liberados conmigo aseguraron lo contrario. Por lo tanto, me condecoraron. Es totalmente una cuestión física; el resto no es más que cuento de hadas.