Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Rubashov procuraba estudiar esta recién descubierta entidad lo mejor que le era posible, durante los paseos que daba en la celda, y con la reserva innata en el Partido de no emplear la primera persona del singular, la había bautizado con el nombre de "ficción gramatical".
Probablemente, no le quedaban más que unas semanas de vida, y sentía una especial urgencia por aclarar este asunto, "en pensar sobre él hasta llegar a su conclusión lógica". Pero la esfera de acción de la "ficción gramatical" parecía empezar justamente donde acababa el "pensar hasta llegar a una conclusión". Constituía evidentemente una parte importante de su ser el permanecer fuera del alcance del pensamiento lógico, y tomarlo a uno desprevenido, como en una emboscada, y atacarle con dolores de muelas y sueños estando despierto. De esta manera pasó Rubashov el séptimo día de su cautiverio, el tercero después del primer interrogatorio, reviviendo un período pasado de su existencia; sus relaciones con la muchacha Arlova, la que había sido fusilada.
Establecer el momento exacto en que empezaba a soñar despierto, era tan imposible como determinar el instante en que uno se queda dormido. Durante la mañana del séptimo día había estado trabajando en sus notas. Luego, presumiblemente, se había levantado para estirar las piernas, y sólo cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura se dió cuenta de que era ya mediodía, y de que había estado paseando durante un gran número de horas. Se había puesto la manta sobre los hombros sin darse cuenta, porque, probablemente, también durante bastantes horas, había estado rítmicamente sacudido por una especie de escalofrío, sintiendo las pulsaciones de dolor del diente subir hasta las sienes. Sin darse cuenta, fue tomando a cucharadas la sopa con que los guardianes le habían llenado el plato, y continuó sus paseos. El carcelero, que lo observaba de tiempo en tiempo por la mirilla, veía que tiritaba con los hombros encogidos y que sus labios se movían.
Una vez más Rubashov respiró el aire de su antigua oficina de la delegación comercial, impregnada del olor, particularmente familiar, del cuerpo de Arlova, lento, pesado y bien formado; una vez más veía la curva de su inclinado cuello sobre la blusa blanca, la cabeza doblada sobre el cuaderno de notas mientras él dictaba, y sus redondos ojos siguiendo sus paseos a través de la habitación en los intervalos entre las frases. Usaba siempre blusas blancas, de la misma clase que habían usado las hermanas de Rubashov en su hogar bordadas con Morcillas en el cuello alto, y siempre los mismos aros baratos que sobresalían un poco de sus mejillas cuando inclinaba la cabeza sobre el cuaderno. Por sus maneras lentas y pasivas parecía estar hecha para ese trabajo, y, ejercía un extraño efecto sedante sobre los nervios de Rubashov, cuando éste se había excedido en su tarea. Se había hecho cargo de ese puesto de jefe de la delegación comercial en B. inmediatamente después del incidente con el pequeño Loewy, y se había lanzado de cabeza al trabajo, muy agradecido al Comité Central por haberle proporcionado esta actividad burocrática. Era rarísimo que las primeras figuras del movimiento internacional fuesen empleadas en servicios, diplomáticos. El Número Uno, presumiblemente, tenía intenciones especiales respecto de él, porque de ordinario las dos jerarquías se mantenían estrictamente separadas, sin que se les permitiera tener contacto a una con otra, y a veces hasta seguían políticas opuestas. Sólo cuando se la! miraba desde un punto de vista más elevado, ya en la proximidad del Número Uno, se resolvían las aparentes contradicciones, y los motivos se aclaraban.
Rubashov necesitó algún tiempo para acostumbrarse a ese nuevo modo de vida, y le divertía tener un pasaporte diplomático que hasta era auténtico y con su verdadero nombre; le divertía también tomar parte en las recepciones oficiales vestido de etiqueta, así como que los policías se cuadrasen delante de él o lo saludasen, mientras otros, inconfundiblemente vestidos de negro, y que en otro tiempo lo seguían, buscando un pretexto para echarle mano, lo hiciesen ahora impulsados únicamente por el deseo de velar por su seguridad.
Al principio se sentía extraño en la atmósfera de la delegación comercial, que estaba adjunta a la Legación. Se daba cuenta de que en un ambiente burgués hay que ser representativo y hacer su papel en el juego, y veía que el juego estaba tan bien ensayado que era difícil distinguirlo de la realidad. Cuando el primer secretario de la Legación llamó la atención de Rubashov sobre la conveniencia de ciertos cambios en su manera de vestir y género de vida (este primer secretario, antes de la Revolución, había sido monedero falso en interés del Partido), no lo hizo en tono de camaradería y con buen humor, sino con tanto tacto y razones tan minuciosas que la escena llegó a serle embarazosa y le crispó los nervios.
Rubashov tenía a sus órdenes doce personas, cada una con una categoría claramente definida: había un primer y un segundo ayudante, un primero y un segundo contador, secretarios y secretarios adjuntos. Rubashov tenía la impresión de que entre ellos lo consideraban como una mezcla de héroe nacional y capitán de bandidos. Lo trataban con un respeto exagerado y al mismo tiempo con una tolerancia indulgentemente superior. Cuando un secretario de la Legación tenía que informarlo acerca de un documento, hacía un esfuerzo por expresarse en los términos más simples, como si tratara con un salvaje o con un niño. La secretaria privada, Arlova, era la que menos le atacaba los nervios; lo único que no podía entender era cómo usaba zapatos de charol con tacones tan ridículamente altos, al mismo tiempo que sus simples graciosas blusas y faldas.
—¿Por qué nunca dice nada, camarada Arlova? —preguntó, en una ocasión, y se arrellanó en el cómodo sillón que había detrás de la mesa del despacho.
—Si usted quiere —dijo ella con su voz soñolienta—, le repetiré cada vez la última palabra de la frase que usted me dicta.
Todos los días se sentaba enfrente de la mesa, con su blusa bordada, su pesado y bien proporcionado busto indinado sobre su cuaderno de notas, con la cabeza doblada y los aros colgando paralelos a las mejillas. La única nota que desentonaba eran los zapatos de charol con los empinados tacones, pero en cambio nunca cruzaba las piernas, como la mayoría de las mujeres que Rubashov, conocía. Casi siempre la veía por detrás o medio de perfil, a causa de su costumbre de dictar paseándose, y lo que recordaba de ella con más claridad era la curva de su cuello doblado, con la nuca ni afeitada ni cubierta de vello, y la piel blanca y estirada sobre las vértebras; debajo se veían los bordados del cuello de la blusa blanca.
En su juventud, Rubashov no había tenido tiempo de ocuparse de mujeres, que casi siempre eran camaradas, y sus pocas aventuras se iniciaban de ordinario en una discusión que se prolongaba hasta tan tarde que el que era invitado del otro perdía el último tranvía para volver a su casa.
Después de la poco afortunada tentativa para iniciar una conversación pasaron otros quince días. Al principio Arlova había repetido realmente la última palabra de cada frase con su voz soñolienta, y luego lo había ido dejando, así que cuando Rubashov hacía una pausa, la habitación quedaba otra vez silenciosa y saturada de su perfume hogareño.
Una tarde, con gran sorpresa suya, Rubashov se detuvo detrás de su silla, le puso las manos ligeramente sobre los hombros, y le preguntó si querría salir con él por la noche. Ella no rehuyó el contacto, asintió silenciosamente y ni siquiera volvió la cabeza. No era costumbre de Rubashov hacer frívolos juegos de palabras, pero aquella misma noche no pudo evitar decirle con una sonrisa:
"Cualquiera podía haber dicho que aún seguías tomando el dictado."
El contorno de sus grandes y bien formados pechos se recortaba tan familiar en la oscuridad del cuarto, que parecía que ella había estado siempre allí. Sólo que ahora los aros reposaban sobre la almohada. Sus ojos tenían la misma expresión de siempre en el momento de pronunciar la frase que habría de quedar grabada en la memoria de Rubashov de manera tan indestructible como las manos plegadas de la Pietà, o el olor a algas de la pequeña ciudad portuaria:
—Tú siempre podrás hacer de mí lo que desees.
—Pero ¿por qué? —preguntó Rubashov, sorprendido y ligeramente alarmado.
Ella no contestó. Probablemente estaría ya dormida. En su sueño, la respiración era tan inaudible como cuando despierta. Rubashov nunca había podido notar si respiraba en realidad; jamás la había visto con los ojos cerrados, y eso le hacía aparecer extraña la cara, que encontraba mucho más expresiva que con los ojos abiertos; también le extrañaban las sombras oscuras de las axilas, y la barbilla, que siempre había visto inclinada junto al pecho, y que ahora tenía erguida, como la de un muerto.
Pero el ligero y casto perfume del cuerpo le seguía siendo familiar, aun estando dormida.
Al día siguiente, y todos los días siguientes, se sentó otra vez en su despacho con su blusa blanca, inclinada sobre el cuaderno; la noche siguiente, y todas las noches siguientes, el contorno de sus pechos se destacó sobre el fondo oscuro de las cortinas de la cama. Rubashov vivía, tanto de día como de noche, en la atmósfera de su cuerpo grande y perezoso. Su conducta durante el trabajo no cambió, y tanto su voz como-la expresión de sus ojos continuaron siendo las mismas: nunca se permitió ni la más leve sombra de una alusión.
De tiempo en tiempo, cuando Rubashov se cansaba de dictar, se detenía detrás de su silla y le ponía las manos en los hombros, sin decir una palabra, sintiendo cómo debajo de la blusa los cálidos hombros seguían inmóviles; luego, habiendo encontrado la frase buscada, reanudaba su paseo por la habitación, como de costumbre, y continuaba dictando.
A veces agregaba sarcásticos comentarios a lo que dictaba, y entonces ella suspendía su trabajo y esperaba, lápiz en mano, a que terminase, pero jamás, sonreía ante sus ironías, y Rubashov nunca supo qué opinaba sobre ellas. Sólo una vez, luego de una broma particularmente peligrosa sobre ciertos hábitos personales del Número Uno, le dijo de pronto, con su voz soñolienta: "No deberías decir esas cosas delante de la gente, deberías ser más cuidadoso..." Pero de vez en cuando, especialmente cuando llegaban circulares o instrucciones de arriba, él sentía la necesidad de desahogarse con alguna ingeniosa herejía.
Por entonces se estaba preparando el segundo gran proceso contra la oposición, y el aire de la Legación se había enrarecido en alto grado. De la noche a la mañana, fotografías y retratos que habían estado durante años colgados en las paredes, desaparecieron dejando sólo las manchas claras, que saltaban a la vista. El personal limitaba sus conversaciones a los asuntos de servicio, y se hablaban unos a otros con exagerada y reservada urbanidad. En las comidas en la cantina de la Legación, cuando era inevitable cambiar algunas palabras, se atenían al cuestionario de frases oficia s, o que, en la atmósfera familiar, resultaba grotesco y producía cierta inquietud; después de pedirse mutuamente el salero o la mostaza, se decían unos a otros las palabras solemnes del manifiesto del último congreso del Partido.
Ocurría con frecuencia que alguno protestaba contra una supuesta interpretación, a su juicio falsa, de algo que acababa de decir, y pedía a sus vecinos que fueran testigos, con exclamaciones precipitadas, tales como: "Yo no he dicho eso" o bien: "Eso no es lo que yo quería decir." La cosa en su conjunto daba a Rubashov la impresión de una extraña y ceremoniosa pantomima con figuras animadas, moviéndose sobre alambres, en la que cada una decía las frases hechas que correspondían al papel que representaba únicamente Arlova, con su manera de ser silenciosa y adormilada, parecía no haber cambiado.
No sólo desaparecieron los retratos de las paredes, sino que también los estantes de libros sufrieron una curiosa "purga", desapareciendo discretamente ciertas obras y folletos, ordinariamente después de la llegada de un nuevo mensaje de Allá. Mientras dictaba, Rubashov' hacía sobre todo eso sarcásticos comentarios que Arlova recibía en silencio. Muchos de los libros sobre comercio exterior y hacienda se quitaron de los estantes, por haber sido detenido su, autor, el Comisario del Pueblo de Hacienda; también casi todos los informes de los antiguos congresos del Partido sobre estas materias. Muchos libros y referencias de libros acerca de la historia y antecedentes de la Revolución; gran parte de las obras de autores contemporáneos sobre jurisprudencia y filosofía; todos los folletos que trataban del control de la natalidad; los manuales sobre la estructura de las fuerzas armadas del Partido; tratados sobre los sindicatos y el derecho a la huelga en el Estado del Pueblo; prácticamente todos los estudios de los problemas político-constitucionales que tuviesen más de dos años de escritos, y, finalmente, hasta los volúmenes de la Enciclopedia publicada por la Academia Nacional, ya que habían prometido enviar en breve una nueva edición revisada.
Llegaron también nuevos libros, y los clásicos de ciencias sociales aparecieron con otras notas marginales y distintos comentarios; las antiguas historias fueron reemplazadas por historias nuevas; y los viejos recuerdos de los jefes revolucionarios muertos se cambiaron por otros recuerdos diferentes de los mismos difuntos. Rubashov recalcaba con ironía a su secretaria que, lo único que les faltaba por hacer eran nuevas ediciones revisadas de los números atrasados de todos los periódicos.
Mientras tanto, unas semanas antes había llegado de Allá una orden para designar un nuevo bibliotecario que asumiría la responsabilidad política del contenido de los estantes de la Legación; y designaron a Arlova para este puesto. Al principio Rubashov se había limitado a murmurar algo sobre un "jardín de infantes", y creía que todo aquello no era más que una imbecilidad hasta la noche en que, en la reunión semanal de la célula de la Legación, Arlova fue objeto de repetidos ataques de diversos sectores. Tres o cuatro oradores, entre ellos el primer secretario, se levantaron para quejarse de que algunos de los más importantes discursos del Número Uno no se encontrasen en la biblioteca, de que, por el contrario, ésta estuviese atestada de obras de oposición, y de que figurasen en ella muchos libros cuyos autores estaban acusados de espías, de traidores y de agentes de potencias extranjeras; a tal punto, que era difícil evitar la sospecha de una premeditada intención.
Los oradores hablaban seca y desapasionadamente, como de asuntos de negocios. Usaban frases escogidas con cuidado y parecía que se daban unos a otros las claves de los argumentos previamente convenidos. Todos los discursos concluían con que el principal deber del Partido era estar en guardia y denunciar los abusos, sin consideración; los que no cumpliesen con este deber se hacían cómplices de los viles saboteadores. Arlova, llamada para declarar, dijo con su habitual ecuanimidad que estaba muy lejos de abrigar ningún mal propósito, y que había seguido todas las instrucciones recibidas; pero mientras hablaba con su voz profunda, ligeramente confusa, se quedó mirando durante unos momentos a Rubashov, cosa que nunca había hecho en presencia de otros.