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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (8 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—De todos modos, puede que las ruinas estén vacías. Debemos acercarnos con cautela.

—¿Quién construyó esas antiguas ciudades? —preguntó Reith.

Traz se alzó de hombros.

—Nadie lo sabe. Quizá los Viejos Chasch; quizá los Chasch Azules. Quizá los Hombres Grises, aunque en realidad nadie cree eso último.

Reith hizo balance de lo que sabía de las razas de Tschai y sus asociados humanos. Estaban los Dirdir y los Hombres-Dirdir; los Viejos Chasch, los Chasch Verdes, los Chasch Azules y los Hombres-Chasch; los Pnume y sus derivados humanos, los Pnumekin; los hombres amarillos de las marismas, las distintas tribus de nómadas, los fabusosos «Hombres Dorados», y ahora los «Hombres Grises».

—También están los Wankh y los Hombres-Wankh —dijo Traz—. Al otro lado de Tschai.

—¿Qué trajo a todas estas razas a Tschai? —preguntó Reith... una pregunta retórica, puesto que sabía que Traz no tenía ninguna respuesta; y Traz se limitó a alzarse de hombros.

Llegaron al montón de desordenados cascotes, losas de cemento arrancadas, trozos de cristal: los alrededores de la ciudad.

Traz se detuvo en seco, escuchó, inclinó intranquilo la cabeza, preparó su catapulta. Reith, mirando en torno, no pudo ver nada amenazador; avanzó lentamente, hasta el corazón de las ruinas. Las viejas estructuras, en su tiempo lujosos salones y grandes palacios, estaban desmoronadas, roídas, asomando solamente algunas columnas blancas, pedestales que se alzaban hacia el oscuro cielo de Tschai. Entre ellos había plataformas y plazas de piedra y cemento azotados por el viento.

En la plaza central burbujeaba una fuente alimentada por algún manantial o pozo subterráneo. Traz se acercó a ella con gran circunspección.

—¿Cómo puede ser que no haya ningún Phung? —murmuró—. Es imposible... —y escrutó con gran cuidado las ruinas en torno a la plaza. Reith probó el agua, luego bebió. Traz, porsu parte, retrocedió—. Aquí ha estado un Phung —dijo.

Reith no pudo ver ninguna prueba de aquello.

—¿Cómo lo sabes?

Traz se alzó desconfiadamente de hombros, reluctante de hablar de un asunto tan obvio. Su atención estaba dirigida a otro asunto más urgente; miró aprensivo al cielo a todo su alrededor, captando algo por debajo del umbral de percepción de Reith. De pronto señaló:

—¡La nave Dirdir!

Buscaron refugio bajo una losa de cemento que formaba como una cornisa; un momento más tarde la nave sobrevoló el lugar tan cerca que pudieron oír el silbido del aire de sus repulsores.

La nave trazó un gran círculo y terminó deteniéndose, flotando a unos doscientos metros de altura sobre la plaza.

—Es extraño —susurró Traz—. Es casi como si supieran que estamos aquí.

—Puede que estén rastreando el terreno con una pantalla a infrarrojos —murmuró Reith—. En la Tierra podemos detectar a un hombre por el calor residual de las huellas de sus pies.

La nave flotó hacia el oeste, luego ganó velocidad y desapareció. Traz y Reith regresaron a la plaza. Reith bebió más agua, gozando de su fría claridad después de tres días de savia de watak. Traz prefirió cazar los grandes insectos parecidos a escarabajos que vivían entre los escombros: los despojó de sus caparazones con un hábil movimiento de sus dedos y los comió con deleite. Reith no se sentía lo bastante hambriento como para unírsele.

El sol se hundió tras las rotas columnas y los desmoronados arcos; una neblina color melocotón flotaba sobre la estepa, y Traz la consideró como el presagio de un cambio en el tiempo. Temeroso de la lluvia, Reith deseaba refugiarse bajo una losa, pero Traz no quiso ni oír hablar de ello.

—¡Los Phung! ¡Nos detectarían por el olor!

Seleccionó un pedestal que se alzaba a una decena de metros encima de una desmoronada escalera como un lugar seguro para pasar la noche. Reith miró lúgubremente a un banco de nubes que avanzaba desde el sur, pero no protestó. Entre los dos llevaron varias brazadas de hojas y ramillas para que les sirvieran de lecho.

El sol se hundió tras el horizonte; la antigua ciudad se volvió irreal. Un hombre apareció en la plaza, avanzando cansinamente. Se dirigió a la fuente y bebió con avidez.

Reith extrajo su sondascopio. El hombre era alto, delgado, con largas piernas y brazos, una afilada cabeza completamente calva, ojos redondos, una nariz pequeña parecida a un botón, diminutas orejas. Llevaba los harapos de unas ropas que en su tiempo habían sido elegantes, rosa y azul y negro; sobre su cabeza llevaba un extravagante tocado de borlas rosadas y cintas negras.

—Un Hombre-Dirdir —susurro Traz, y, preparando su catapulta, tomó puntería.

—¡Espera! —protestó Reith—. ¿Qué vas a hacer?

—Matarlo, por supuesto.

—¡No está haciéndonos ningún daño! ¿Por qué no perdonarle la vida al pobre diablo?

—No nos hace ningún daño porque no tiene oportunidad —gruñó Traz, pero dejó a un lado su catapulta. El Hombre-Dirdir, apartándose de la fuente, miró con cautela a su alrededor.

—Parece como perdido —murmuró Reith—. Me pregunto si la nave Dirdir no lo estaría buscando. ¿Puede tratarse de un fugitivo?

Traz se alzó de hombros.

—Tal vez. ¿Quién sabe?

El Hombre-Dirdir cruzó débilmente la plaza y buscó refugio a tan sólo unos metros del pie del pedestal, donde se envolvió en sus harapientas ropas y se acurrucó. Traz gruñó algo para sí mismo y se echó en su lecho de ramas y hojas y pareció quedarse instantáneamente dormido. Reith contempló la vieja ciudad a su alrededor y se interrogó acerca de su extraordinario destino... Az apareció por el este, resplandeciendo a través de la bruma con un color rosa pálido que envió una extraña luz a las antiguas avenidas. El espectáculo era fascinante y fantasmagórico: una escena irreal, la materia de la que están hechos los sueños. Luego Braz se alzó en el cielo; las rotas columnas y desmoronadas estructuras arrojaron sombras dobles. Una forma en particular, al final de una avenida, parecía una estatua pensativa. Reith se preguntó cómo no habría reparado en ella antes. Era una figura con la forma de un hombre, muy delgado y de casi dos metros de estatura, con las piernas ligeramente separadas, la cabeza inclinada en intensa concentración, una mano bajo la barbilla, la otra a la espalda. La cabeza estaba cubierta por un sombrero flexible de colgante ala; una capa caía de sus hombros; las piernas parecían metidas en botas. Reith miró más intensamente. ¿Una estatua? ¿Por qué no se movía?

Reith tomó su sondascopio. El rostro de la criatura estaba sumido en las sombras; pero, ajustando el foco, el zoom y la luminosidad, Reith consiguió divisar su larga y delgada forma. Los rasgos, mitad humanos, mitad insectoides, estaban congelados en una mueca; mientras Reith observaba, la parte correspondiente a la boca se movió lentamente, hacia adelante y hacia atrás... La criatura se movió, dando un único paso hacia delante, luego inmovilizándose de nuevo. Tendió un largo brazo en un gesto casi amenazador, cuya finalidad escapó a Reith. Traz se había despertado. Siguió su mirada.

—¡Un Phung! —exclamó.

La criatura se volvió como si hubiera oído el sonido, y dio dos largos pasos hacia un lado.

—Están locos —susurró Traz—. Son demonios locos.

El Hombre-Dirdir no se había dado cuenta todavía de la presencia del Phung. Se envolvió apretadamente en su capa, intentando ponerse más cómodo. El Phung hizo un gesto de alegre sorpresa y dio tres largas zancadas que lo situaron en un lugar a sólo dos metros del Hombre-Dirdir, que aún seguía tironeando de su capa. El Phung miró hacia abajo, de nuevo inmóvil. Se inclinó, tomó varios pequeños guijarros. Tendiendo un largo brazo sobre el Hombre-Dirdir, dejó caer uno.

El Hombre-Dirdir se estremeció asustado, aún sin ver al Phung, y volvió a acomodarse. Reith hizo una mueca y gritó:

—¡Hey!

Traz siseó, consternado. El efecto sobre el Phung fue cómico. Dio un gran salto hacia atrás, se volvió para mirar hacia el pedestal, los brazos abiertos en extravagante sorpresa. El Hombre-Dirdir, de rodillas, descubrió al Phung y fue incapaz de moverse, paralizado por el horror.

—¿Por qué has hecho eso? —exclamó Traz—. ¡Se hubiera contentado con el Hombre-Dirdir!

—Dispárale con tu catapulta —dijo Reith.

—Las flechas no le alcanzan, las espadas no le hieren.

—Apunta a la cabeza.

Traz emitió un sonido de desesperación, pero preparó su catapulta, apuntó y disparó. La flecha partió velozmente hacia el pálido rostro. En el ultimo segundo, la cabeza se echó a un lado, y la flecha se estrelló contra un puntal de piedra.

El Phung cogió una roca, la hizo oscilar al extremo de su largo brazo, y la arrojó con tremenda fuerza. Traz y Reith se echaron de bruces al suelo; la roca se hizo pedazos tras ellos. Reith no perdió más tiempo y apuntó con su pistola a la criatura. Pulsó el botón; hubo un clic, un siseo; la aguja se enterró en el tórax del Phung, estalló. El Phung dio un salto en el aire, emitió un lastimoso quejido y se derrumbó como un fardo.

Traz clavó sus dedos en el hombro de Reith.

—¡Mata al Hombre-Dirdir, rápido! ¡Antes de que huya!

Reith bajó del pedestal. El Hombre-Dirdir extrajo su espada, aparentemente la única arma que llevaba. Reith guardó la pistola en su funda, alzó una mano.

—Guarda tu espada; no tenemos ninguna razón para luchar.

El Hombre-Dirdir, desconcertado, retrocedió un paso.

—¿Por qué has matado al Phung?

—Iba a matarte a ti; ¿por qué otra razón?

—¡Pero somos desconocidos! Y vosotros —el Hombre-Dirdir frunció los ojos en la oscuridad— sois subhombres. ¿Pensáis matarme vosotros mismos? Si es así...

—No —dijo Reith—. Solamente deseo información; luego, al menos en lo que a mí respecta, puedes seguir tu camino.

El Hombre-Dirdir hizo una mueca.

—Estás tan loco como el Phung. ¿Pero por qué debería persuadirte yo de lo contrario? —Avanzó un par de pasos para examinar a Reith y Traz desde más cerca—. ¿Vivís aquí?

—No; estamos de paso.

—Entonces ¿no sabéis ningún lugar decente en el que yo pueda pasar la noche? Reith señaló el pedestal.

—Sube hasta aquí arriba, como hemos hecho nosotros. El Hombre-Dirdir hizo chasquear irritadamente los dedos.

—Esto no me gusta nada, nada en absoluto. Además, puede que llueva. —Volvió la vista hacia la losa de cemento bajo la que se había resguardado, luego al cadáver del Phung—. Sois una pareja servicial: dóciles e inteligentes. Como podéis ver, estoy cansado y debo descansar. Puesto que estáis ahí, me gustaría que montarais guardia mientras duermo.

—¡Mata a ese bruto nauseabundo! —murmuró apasionadamente Traz.

El Hombre-Dirdir se echó a reír: un extraño sonido jadeante.

—¡Eso es más propio de un subhombre! —Se dirigió a Reith—. Tú eres el sorprendente. No puedo situar tu tipo. ¿Algún híbrido extraño? ¿De qué región procedes?

Reith había decidido que cuanta menos atención atrajera mejor; no tenía intención de hablar más de su origen terrestre. Pero Traz, picado por el tono condescendiente del Hombre-Dirdir, exclamó:

—¡No procede de ninguna región! ¡Procede de la Tierra, un mundo muy lejano! ¡El hogar de los auténticos hombres como yo! ¡Tú eres el fenómeno!

El Hombre-Dirdir agitó la cabeza con reproche.

—Una pareja de locos. Bien, ¿qué se puede esperar? Reith, descontento por las palabras de Traz, se apresuró a cambiar de tema.

—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Acaso la nave Dirdir estaba buscándote?

—Sí, me temo que sí. No me encontraron, tuve buen cuidado de ocultarme.

—¿Eres un fugitivo?

—Exacto.

—¿Cuál es tu crimen?

—No importa; vosotros no lo comprenderíais; se halla más allá de vuestras capacidades.

Más divertido que irritado, Reith se volvió al pedestal.

—Quiero dormir. Si pretendes vivir hasta mañana, te sugiero que te subas fuera del alcance de los Phung.

—Tu solicitud me desconcierta —fue la única observación del Hombre-Dirdir.

Reith no respondió. Él y Traz volvieron a su pedestal, y el Hombre-Dirdir trepó torpemente a otro cercano.

Pasó la noche. Las nubes se amontonaron pesadamente sobre ellos, pero no dejaron caer lluvia. El amanecer llegó imperceptiblemente, iluminando la escena con un color de agua sucia. El pedestal del Hombre-Dirdir estaba vacío. Reith supuso que había seguido su camino. El y Traz descendieron a la plaza, hicieron un pequeño fuego para despejar el helor. El Hombre-Dirdir apareció al otro lado de la plaza.

Al no observar ningún signo de hostilidad, se acercó paso a paso, y finalmente se detuvo a unos prudentes quince metros, un arlequín de largos y desmañados miembros vestido con harapos. Traz frunció el ceño y removió el fuego. Pero Reith le dirigió un cortés saludo.

—Únete a nosotros, si no te importa.

—¡Un error! —murmuró Traz—. ¡Esa criatura va a causarnos algún daño! Son hipócritas y arrogantes y aduladoras; y antropófagas.

Reith había olvidado esa última característica, y lanzó al Hombre-Dirdir una mirada escrutadora.

Hubo un período de silencio. Luego el Hombre-Dirdir dijo tentativamente:

—Cuanto más estudio tu conducta, tus ropas, tu equipo, más desconcertado me siento. ¿De dónde pretendes que eres originario?

—No pretendo nada —dijo Reith—. ¿Y en cuanto a ti?

—No hay ningún secreto. Soy Ankhe at afram Anacho; nací hombre en Zumberwal en la Provincia Catorce. Ahora, declarado criminal y fugitivo, no soy de mayor importancia que vosotros, y tampoco tengo pretensiones. De modo que aquí estamos, tres mugrientos vagabundos reunidos en torno a un fuego.

Traz gruñó para sí mismo. Reith, en cambio, encontró que la frivolidad del Hombre-Dirdir era relajante.

—¿Cuál fue tu crimen? —preguntó.

—Os resultaría difícil de entender. En esencia, traté con desprecio los emolumentos de un tal Enze Edo Ezdo-wirram, el cual llamó la atención de la Primera Raza so bre mí. Yo creí en mi ingeniosidad y me negué a enmendarme. Repetí mi ofensa original. Finalmente, en un espasmo de irritación, arrojé a Enze Edo fuera de su silla a más de un kilómetro encima de la estepa. —Ankhe at afram Anacho hizo un gesto de cómico fatalismo—. De una u otra manera eludí a los Derogadores; y así estoy ahora aquí, sin planes ni recursos excepto mi... —y aquí utilizó una palabra intraducibie, que englobaba las ideas de una intrínseca superioridad y un impulso intelectual junto con la inevitabilidad de la buena suerte como consecuencia de esas cualidades.

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