Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Reith fue atendido primero por la niña de ocho años, luego por una pequeña y encorvada vieja con un rostro como una pasa, luego por una muchacha que, de no ser por su eterno aire triste, hubiera parecido atractiva. Tendría quizá dieciocho años, sus rasgos eran regulares, y su pelo rubio estaba normalmente lleno de paja y briznas de hierba. Iba siempre descalza, y llevaba tan sólo una especie de túnica de burda tela tejida a mano.
Un día, mientras Reith estaba sentado en un banco, la muchacha pasó junto a él. Reith la sujetó por la cintura y la hizo sentarse sobre sus rodillas. Olía a retama y a helecho y a musgo de las estepas, y había también un ligero olor ácido a lana. La muchacha preguntó, con una voz ronca y alarmada:
—¿Qué es lo que quieres de mí? —E intentó levantarse, aunque sin demasiado entusiasmo.
Reith encontró reconfortante su cálido peso.
—Para empezar, quitarte todo esto que llevas en el pelo... no te muevas. —Ella se relajó, mirando a Reith un poco de soslayo: desconcertada, inquieta, sumisa. Reith peinó sus cabellos, primero con sus dedos, luego con un trozo de madera. La muchacha permanecía sentada, quieta.
—Ya está —dijo finalmente Reith—. Ahora tienes mejor aspecto.
La muchacha seguía sentada, como sumida en un sueño. Finalmente se agitó, se puso en pie.
—Tengo que irme —dijo con voz apresurada—. Alguien puede ver. —Pero dudó. Reith fue a atraerla de nuevo hacia sus rodillas, pero dominó su impulso y dejó que se marchara.
Al día siguiente la muchacha pasó de nuevo ante él, y esta vez su pelo estaba peinado y limpio. Se detuvo para mirar por encima de su hombro, y Reith pudo recordar la misma mirada, la misma actitud, en un centenar de ocasiones en la Tierra, y el pensamiento le hizo sentirse enfermo de melancolía. En su hogar, la muchacha hubiera sido calificada como hermosa; aquí en la estepa de Aman, apenas se era consciente de tales asuntos... Tendió su mano; la muchacha se le acercó, como atraída contra su voluntad, lo cual era indudablemente el caso, puesto que sabía las costumbres de su tribu. Reith puso las manos sobre sus hombros, luego en torno a su cintura, y la besó. Ella pareció desconcertada. Sonriendo, Reith preguntó:
—¿Nadie te había hecho esto antes?
—No. Pero es agradable. Hazlo de nuevo.
Reith lanzó un profundo suspiro. Bien... ¿por qué no? Oyó un ruido de pasos a sus espaldas: un golpe lo lanzó de bruces contra el suelo, seguido por una retahila de palabras demasiado rápidas como para que pudiera entenderlas. Un pie calzado con una bota se clavó en sus costillas, enviando oleadas de dolor a través de su semicurado hombro.
El hombre avanzó hacia la atemorizada muchacha, que permanecía de pie con los puños apretados contra su boca. La golpeó, la pateó, la empujó por todo el campamento, maldiciendo y barbotando insultos:
—...obscenas intimidades con un esclavo extranjero; ¿es ésa la forma en que velas por la pureza de la raza?
—¿Esclavo? —Reith se levantó del suelo del cobertizo. La palabra resonó en su mente. ¿Esclavo?
La muchacha echó a correr, ocultándose bajo uno de los enormes carros. Traz Onmale apareció para averiguar a qué era debida toda aquella conmoción. El guerrero, un fornido hombre de aproximadamente la misma edad que Reith, señaló a éste con un tembloroso dedo.
—¡Es una maldición, un mal presagio! ¿Acaso no fue predicho todo eso? ¡Es intolerable que se pavonee entre nuestras mujeres! ¡Tiene que ser muerto, o castrado!
Traz Onmale miró dubitativo a Reith.
—No parece que haya hecho mucho daño.
—¡No lo parece, por supuesto! ¡Pero solamente porque dio la casualidad de que yo pasaba por aquí! Con tanta energía para el ardor, ¿por qué no lo ponemos a trabajar? ¿Debemos llenar su barriga mientras él se sienta cómodamente sobre almohadones? ¡Castrémoslo y enviémoslo a trabajar con las mujeres!
Traz Onmale asintió reluctante, y Reith, con una punzada en el corazón, pensó en su unidad de supervivencia colgando del árbol, con sus medicamentos, su transcom, su sondascopio, su célula de energía y, muy especialmente, sus armas. Para él, en estos momentos, era como si todo aquello se hubiera quedado a bordo de la
Explorador IV.
Traz Onmale hizo llamar a la matarife.
—Trae un cuchillo afilado. El esclavo tiene que ser apaciguado.
—¡Espera! —jadeó Reith—. ¿Es ésta la forma de tratar a un extranjero? ¿Acaso no tenéis tradiciones de hospitalidad?
—No —dijo Traz Onmale—. No las tenemos. Somos los Kruthe, animados por la fuerza de nuestros Emblemas.
—Este hombre me golpeó —protestó Reith—. ¿Acaso es un cobarde? ¿Luchará conmigo? ¿Qué ocurrirá si tomo su emblema? ¿No me ganaré su lugar en la tribu?
—El emblema en sí es el lugar —admitió Traz Onmale—. Este hombre Osom es el vehículo para el emblema Vaduz. Sin el Vaduz no sería mejor que tú. Pero si el Vaduz está contento con Osom, como debe ser, nunca podrás arrebatárselo.
—Puedo intentarlo.
—Es concecible. Pero has llegado demasiado tarde; aquí está la matarife. Coopera, por favor: desvístete.
Reith dirigió una horrorizada mirada a la mujer, cuyos hombros eran más amplios que los suyos y varios centímetros más gruesos, y que avanzaba hacia él con una sonrisa de oreja a oreja.
—Aún hay tiempo —murmuró Reith—. Mucho tiempo. —Se volvió hacia Osom Vaduz, que desenvainó su espadín con un agudo chillar de acero contra duro cuero. Pero Reith se había aproximado ya a él, dentro de los dos metros de alcance de la hoja. Osom Vaduz intentó recular; Reith atrapó su brazo, que era tan duro como el acero; en su condición actual, Osom Vaduz era con mucho el más fuerte de los dos. Dió a su brazo un poderoso tirón para arrojar a Reith al suelo. Reith siguió el movimiento al tiempo que giraba sobre sí mismo, haciendo perder el equilibrio a su contrincante. Empujó con el hombro, y Osom Vaduz pivotó por encima de su cadera y se estrelló contra el suelo. Reith le lanzó una patada a la cabeza y clavó su talón en la garganta del hombre, aplastando su laringe. Mientras Osom Vaduz se contorsionaba en su agonía, el sombrero cayó de su cabeza; Reith fue a recogerlo, pero el Mago Jefe se lo arrebató.
Con voz potente, Reith reclamó a Traz Onmale: .
—He luchado por el emblema. Es mío.
—¡De ninguna de las maneras! —exclamó apasionadamente el mago—. Esta no es nuestra ley. ¡Tú eres un esclavo, y un esclavo seguirás siendo!
—¿Debo matarte a ti también? —preguntó Reith, avanzando ominosamente unos pasos.
—¡Ya basta! —exclamó perentoriamente Onmale—. Ya ha habido suficientes muertes. ¡No más!
—¿Qué hay del emblema? —preguntó Reith—. ¿No estás de acuerdo en que es mío?
—Debo pensarlo —declaró el joven—. Mientras tanto, ya basta de esto. Mujer matarife, llévate el cuerpo a la pira. ¿Dónde están los Juzgadores? Que vengan y juzguen a ese Osom que llevaba el Vaduz. ¡Emblemas, preparad la máquina!
Reith se retiró a un lado. Unos minutos más tarde se acercó a Traz Onmale.
—Si lo deseas, abandonaré la tribu y me marcharé solo.
—Conocerás mis deseos cuando sean formulados —declaró el joven, con la absoluta decisión que le confería el Onmale—. Recuerda, tú eres mi esclavo; yo ordené que se detuvieran las hojas que iban a matarte. Si intentas escapar, serás rastreado, capturado y azotado. Mientras tanto, ve a recoger forraje.
Reith tuvo la impresión de que Traz Onmale se esforzaba en dar una apariencia de severidad, quizá para desviar la atención —tanto la suya como la de los demás— de la desagradable orden que había dado a la matarife y que él, por implicación, había rescincido.
Durante todo un día el desmembrado cuerpo de Osom, que había llevado el emblema Vaduz, se consumió dentro de un horno metálico especial, y el viento esparció un horrible hedor por todo el campamento. Los guerreros descubrieron la monstruosa catapulta, pusieron en marcha el motor y la trasladaron al centro del campamento.
El sol se hundió tras un banco de purpúreas nubes grafiticas; el crepúsculo era una áspera mezcolanza de marrones y carmesíes. El cadáver de Osorn había sido consumido; el fuego estaba reducido a cenizas. Con toda la tribu acuclillada en murmurantes hileras, el Mago Jefe meció las cenizas con sangre de animales para formar una especie de torta, que fue metida en una caja y colocada al extremo del largo brazo.
Los magos miraron hacia el este, donde ahora se alzaba Az la luna rosa, casi llena. El Mago Jefe la invocó con resonante voz:
—¡Az! ¡Los Juzgadores han juzgado a un hombre y lo han encontrado bueno! Es Osom; llevaba el Vaduz. ¡Prepárate, Az! ¡Te enviamos a Osom!
Los guerreros en la catapulta accionaron una palanca. El gran brazo giró en el cielo, apuntando; los cables elásticos se tensaron. La caja con las cenizas de Osom fue depositada en el canal; el brazo fue apuntado a Az. La tribu emitió un canturreo, que ascendió hasta convertirse en un lamento gutural. El mago exclamó:
—¡Enviadlo a Az!
La catapulta emitió un intenso
¡tunggg-vack!
La caja partió demasiado rápida como para ser vista. Un momento más tarde, muy arriba en el cielo, apareció un estallido de fuego blanco; y los espectadores lanzaron un grito de exaltación.
Durante otra media hora los miembros de la tribu permanecieron contemplando Az. ¿Envidiaban a Osom, se preguntó Reith, que presumiblemente estaba ahora gozando en el palacio de Vaduz en Az? Observó las oscuras formas de los reunidos, retardando el momento de ir a su camastro, hasta que, con una lúgubre sonrisa, se dio cuenta de que en realidad estaba intentando localizar a la muchacha que había ocasionado todo aquel asunto.
Al día siguiente Reith fue enviado a recoger forraje, un tipo de hojas de aspecto recio rematadas por una gota cerosa de color rojo oscuro. Lejos de odiar el trabajo, Reith se sintió contento de poder escapar de la monotonía del campamento.
Las onduladas colinas se extendían hasta tan lejos como el ojo podía alcanzar, picos alternos ámbar y negro bajo el ventoso cielo de Tschai. Reith miró al sur, a la negra línea del bosque, donde su asiento eyector colgaba aún del árbol, o al menos eso esperaba. Dentro de poco le pediría a Traz Onmale que lo condujera al lugar... Alguien estaba observándole. Se volvió en redondo, pero no vio nada.
Cautelosamente, observando con el rabillo del ojo, se puso a trabajar, recogiendo hojas, llenando los dos cestos que llevaba a los extremos de una pértiga para apoyar sobre los hombros. Empezó a descender hacia una hondonada, donde crecían unos matorrales bajos con hojas parecidas a llamas rojas y azules. Vio el atisbo de una blusa gris. Era la muchacha, fingiendo no verle. Reith descendió para encontrarse con ella, y se detuvieron frente a frente, ella medio sonriente, medio temerosa, retorciendo torpemente los dedos de sus manos.
Reith avanzó, se detuvo ante ella, y tomó delicadamente sus manos.
—Si nos vemos, si somos amigos, tendremos problemas.
La muchacha asintió.
—Lo sé... ¿Es cierto que procedes de otro mundo?
—Sí.
—¿Y cómo es?
—Es difícil describirlo.
—Los magos son estúpidos, ¿verdad? La gente muerta no va a Az.
—A mí también me resulta difícil creerlo. Ella se le acercó más.
—Hazlo de nuevo.
Reith la besó. Luego la tomó por los hombros y la hizo retroceder unos pasos.
—No podemos amarnos. Tú serías desgraciada, te pegarían de nuevo...
Ella se alzó de hombros.
—No me importa. Desearía poder ir contigo de vuelta a la Tierra.
—A mí también me gustaría que pudiéramos —dijo Reith.
—Hazlo de nuevo —suplicó la muchacha—. Sólo otra vez... —De pronto jadeó, mirando por encima del hombro de Reith. Éste se dio la vuelta, captando el asomo de un movimiento. Hubo un silbido, un golpe, un impresionante jadeo de dolor. La muchacha cayó de rodillas, se derrumbó hacia un lado, aferrando la emplumada flecha enterrada en su pecho. Reith lanzó un ronco grito, miró alocado hacia uno y otro lado.
La línea del horizonte era limpia; no se veía a nadie. Reith se inclinó sobre la muchacha. Los labios de ella se agitaron, pero no pudo oír sus palabras. Lanzó un suspiro, y su cuerpo se relajó.
Reith permaneció inmóvil contemplando el cuerpo, sintiendo que la rabia anulaba todos los pensamientos racionales en su mente. La tomó en sus brazos, la alzó —pesaba menos de lo que esperaba—, y la llevó de vuelta al campamento, aturdido y tambaleante. Fue directo a la choza de Traz Onmale.
El joven permanecía sentado en un taburete, sujetando un espadín, cuya fina y larga hoja curvaba sombríamente a uno y otro lado. Reith depositó el cuerpo de la muchacha en el suelo tan suavemente como fue capaz. Traz Onmale miró el cadáver, luego a Reith, con ojos de pedernal. Reith dijo:
—Me encontré con la muchacha mientras recogía forraje. Estábamos hablando... y la flecha la alcanzó. Fue un asesinato. Puede que la flecha estuviera destinada a mí.
Traz Onmale miró la flecha, tocó las plumas. Algunos guerreros estaban empezando a reunirse a su alrededor. Traz Onmale fue mirando todos los rostros.
—¿Dónde está Jad Piluna?
Hubo murmullos, una voz ronca, avisos. Jad Piluna se aproximó. Reith lo había visto en anteriores ocasiones: un hombre osado y astuto, con un rostro encendido y una curiosa boca en forma de V que le daba, quizá involuntariamente, un constante aire de insolencia. No cabía duda: era el asesino.
Traz Onmale tendió su mano.
—Muéstrame tu catapulta.
Jad Piluna se la lanzó, un gesto casualmente irrespetuoso, y Traz Onmale le dirigió una furiosa mirada. Estudió la catapulta, comprobó la uña disparadora y la película de grasa que normalmente aplicaban los guerreros después de utilizar sus armas. Dijo:
—La grasa tiene señales; hoy has disparado esta catapulta. La flecha —señaló el cuerpo de la muchacha— tiene las tres franjas negras del Piluna. Tú la mataste.
Jad Piluna crispó la boca, la V se hizo más ancha y de trazo más fino.
—Mi intención era matar al hombre. Es un esclavo y un hereje. Ella no era mejor.
—¿Quién eres tú para decidir? ¿Acaso llevas el Onmale?
—No. Pero mantengo que fue un accidente. No es un crimen matar a un hereje.
El Mago Jefe avanzó unos pasos.
—El asunto de herejía intencionada es crucial. Esta persona —señaló a Reith— es claramente un híbrido; supongo que un Hombre-Dirdir y un Pnumekin. Por razones desconocidas se ha unido a los Hombres Emblema y ahora difunde la herejía. ¿Cree que somos tan estúpidos como para no darnos cuenta? ¡Está muy equivocado! Sobornó a la muchacha; la condujo al mal camino; la convirtió en algo sin valor. Así pues, cuando...