Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Si podemos conseguir que la nave aterrice, si nadie nos molesta mientras reconstruimos el sistema de control, todo irá bien... Pero esos alerones no están diseñados para un aterrizaje a gran velocidad en terreno abrupto. Será mejor que intentemos descender lo máximo posible y eyectarnos en el último minuto.
—De acuerdo —dijo Waunder. Señaló hacia un punto determinado—. Eso parece como un bosque... al menos vegetación de algún tipo. El punto ideal para estrellarse.
—Adelante.
La lanzadera picó de morro; el paisaje se amplió. Las frondas de un bosque negro y húmedo se alzaron en el aire ante ellos.
—A la cuenta de tres, eyección —dijo Reith. Aplicó deceleración máxima—. Uno... dos... tres. ¡Eyección!
Las portillas eyectoras se abrieron; los asientos salieron disparados; el aire abofeteó a Reith. ¿Pero dónde estaba Waunder? Su arnés se había enredado, o su asiento no había sido eyectado correctamente, y ahora su compañero se balanceaba violenta e impotentemente colgado fuera de la nave. El paracaídas de Reith se abrió, frenando su velocidad con un fuerte tirón y haciéndole balancearse en el aire como un péndulo. En su descenso golpeó contra la negra y reluciente rama de un árbol. El golpe lo aturdió; colgó al extremo de las cuerdas de su paracaídas. La lanzadera siguió abriéndose camino entre los árboles, y se detuvo finalmente clavando el morro en un pantano. En ella, Paul Waunder colgaba inmóvil de su arnés.
Hubo un silencio roto tan sólo por el crujir del caliente metal y un débil silbido procedente de algún lado debajo de la nave.
Reith se agitó, pateó débilmente. El movimiento creó un lancinante dolor en sus hombros y pecho; desistió y colgó fláccido.
El suelo estaba unos quince metros más abajo. La luz del sol, como había observado antes, parecía más apagada y amarilla que la del sol de la Tierra, y las sombras tenían tonalidades ambarinas. El aire estaba cargado con el aroma de resinas y aceites no familiares; estaba atrapado por un árbol de lustrosas ramas negras y quebradizo follaje negro que producía un sonido estrepitoso cuando se movía. Podía ver a lo largo del camino abierto por la lanzadera hasta el pantano, donde se había inmovilizado en una posición casi horizontal, con Waunder colgando cabeza abajo de la escotilla de eyección, el rostro apenas a unos centímetros del lodo. Si el aparato se hundía un poco se ahogaría... en caso de que aún estuviera vivo. Reith luchó frenéticamente para librarse de su propio arnés. El dolor le hizo sentirse enfermo y mareado; no tenía fuerza en las manos, y cuando alzó los brazos sonaron ominosos crujidos en sus hombros. Se veía impotente para soltarse, y mucho menos para acudir en ayuda de Waunder. ¿Estaba muerto? Reith no podía asegurarlo. Creyó ver que se agitaba ligeramente.
Reith observó con intensidad. Waunder se hundía lentamente en el pantano. En el asiento eyector había una unidad de supervivencia con armas y herramientas. Con sus huesos rotos no podía alzar los brazos para alcanzar las hebillas. Si se soltaba simplemente de las cuerdas caería y se mataría sin remedio. Con el omoplato roto, con la clavícula rota o no, tenía que abrir el asiento eyector, sacar el cuchillo y el rollo de cuerda.
Hubo un sonido, no demasiado distante, de madera golpeando contra madera. Reith desistió de sus esfuerzos y se dejó colgar, inmóvil. Un grupo de hombres armados con espadines fantásticamente largos y flexibles y pesadas catapultas de mano avanzaban suavemente, casi furtivamente, a sus pies.
Reith los contempló estupefacto, sospechando una alucinación. El cosmos parecía sentir predilección hacia las razas bípedas, más o menos antropoides; pero ésos eran auténticos hombres: gente de rasgos bruscos y recios, piel color miel, pelo rubio, castaño o grisáceo, y poblados bigotes colgantes. Llevaban complicados atuendos: pantalones sueltos de tela a franjas marrones y negras, camisas rojo oscuro o azul oscuro, chalecos de tiras de metal entrelazadas, cortas capas negras. Sus sombreros eran de piel negra, con las alas dobladas hacia abajo en las orejas y hacia arriba en la frente, con un emblema de plata de diez centímetros de ancho en la parte frontal de la alta corona que formaban sobre sus cabezas. Reith los observó desconcertado. Guerreros bárbaros, una partida vagabunda de degolladores: ¡pero auténticos hombres pese a todo, allí en aquel mundo desconocido a más de doscientos años luz de la Tierra!
Los guerreros pasaron cautelosamente bajo él, silenciosos y furtivos. Se detuvieron en las sombras para escrutar la lanzadera; luego el jefe, un guerrero más joven que el resto, apenas un muchacho y sin bigote, salió al abierto y examinó el cielo. Tres hombres más viejos, con los sombreros rematados por globos de cristal rosa y azul, se le unieron, y examinaron también el cielo con gran cuidado. Luego el más joven hizo una seña a los demás, y todos se acercaron a la nave.
Paul Waunder alzó una mano en el más débil de los saludos. Uno de los hombres con los globos de cristal levantó rápidamente su catapulta, pero el joven aulló una furiosa orden y el hombre se apartó hoscamente a un lado. Uno de los guerreros cortó las cuerdas del paracaídas, dejando que Waunder cayera al suelo.
El joven ladró otras órdenes; Waunder fue alzado y transportado a una zona seca.
Entonces el joven se volvió para investigar la nave espacial. Trepó osadamente a su casco y miró dentro a través de las portillas de eyección.
Los hombres más viejos con los globos azules y rosas retrocedieron a las sombras, murmurando malhumoradamente tras sus caídos bigotes y contemplando a Waunder con miradas intensas. Uno de ellos llevó bruscamente su mano hacia el emblema de su sombrero como si el objeto se hubiera movido o producido algún ruido. Entonces, inmediatamente, como estimulado por el contacto, saltó sobre Waunder, extrajo su espadín, lo dejó caer con un movimiento centelleante. Ante la horrorizada mirada de Reith, la cabeza de Paul Waunder rodó libre de su torso, y su sangre chorreó sobre el negro suelo.
El joven pareció haber captado la acción y se volvió. Lanzó un furioso grito, saltó al suelo, avanzó sobre el asesino. Extrajo su propio espadín, lo agitó, y el flexible extremo zumbó y cortó el emblema del sombrero del hombre, arrancándoselo. El joven lo recogió y, extrayendo un corto cuchillo de su bota, melló salvajemente la blanda plata, luego lo arrojó a los pies del asesino con un barbotar de amargas palabras. El asesino, acobardado, recogió el emblema y se retiró hoscamente a un lado.
Se oyó un retumbante sonido procedente de una gran distancia. Los guerreros emitieron un suave ulular, ya fuera como respuesta ceremonial o como temor o advertencia mutua, y se retiraron rápidamente al bosque.
Apareció una aeronave volando a poca altura, que primero flotó, luego se posó: una plataforma, una especie de almadía flotante de veinte metros de largo por ocho de ancho, controlada desde algo parecido a un adornado belvedere en la popa. Delante y detrás, grandes linternas se balanceaban colgadas de retorcidas columnas; las defensas estaban protegidas por recias balaustradas. Inclinados sobre esas balaustradas, empujándose y dándose codazos, había dos docenas de pasajeros, en inminente peligro, o así parecía, de caer al suelo.
Reith contempló con aturdida fascinación cómo el aparato aterrizaba al lado de la lanzadera. Los pasajeros saltaron rápidamente al suelo: individuos de dos tipos, humanos y no humanos, aunque esta distinción no era instantáneamente obvia. Las criaturas no humanas —Chasch Azules, como sabría más tarde Reith— caminaban sobre cortas y recias piernas, avanzando con un rígido balanceo. El individuo típico era recio y fuerte, escamoso como un pangolín con escamas azules y puntiagudas. Su torso tenía forma de cuña, con hombreras exoesqueletales de quitina que se curvaban sobre un caparazón dorsal. El cráneo terminaba en una punta ósea; su recia frente formaba como una visera sobre sus cuencas orbitales, sus brillantes ojos metálicos y sus complicados orificios nasales. Los hombres eran tan similares a los Chasch Azules como lo permitían la reproducción, los artificios y el manierismo. Eran bajos, musculosos, con macizas piernas; sus rostros eran toscos y casi sin mandíbula, con los rasgos comprimidos. Llevaban lo que parecían ser falsos cráneos terminados en punta y formando como una cresta sobre sus frentes; y sus chaquetillas y pantalones estaban adornados con escamas.
Los Chasch y los Hombres-Chasch corrieron hacia la lanzadera, comunicándose entre sí con aflautados gritos glóticos. Algunos treparon al casco y miraron al interior, mientras otros investigaban la cabeza y el torso de Paul Waunder, que recogieron y llevaron a bordo de la plataforma.
Desde el belvedere de control llegó un grito de alarma. Chasch Azules y Hombres-Chasch alzaron la vista al cielo, luego se apresuraron a empujar la plataforma bajo los árboles, ocultándola de la vista. Una vez más, el pequeño claro quedó desierto.
Pasaron unos minutos. Reith cerró los ojos y pensó en la espantosa pesadilla de la que esperaba despertar de un momento a otro, seguro, a bordo de la
Explorador.
Un resonar de motores le sacó de su ensoñación. Otro vehículo descendía del cielo: una aeronave que, como la almadía, había sido construida con muy poca consideración hacia la eficiencia aerodinámica. Tenía tres cubiertas, una rotonda central, balcones de cobre y madera negra, una proa formando voluta, cúpulas de observación, portillas para armas, un alerón vertical que exhibía una insignia dorada y negra. La nave flotó en el aire mientras los ocupantes de sus cubiertas dedicaban a la nave espacial una minuciosa inspección. Algunos de ellos no eran humanos, sino criaturas altas y de largos miembros, sin pelo, pálidas como el pergamino, con semblantes austeros y actitudes lánguidas y elegantes. Otros, aparentemente subordinados, eran hombres, aunque mostraban los mismos alargados brazos, piernas y torso, el mismo rostro ovinamente alargado, el cráneo sin pelo, las actitudes cuidadosamente controladas. Ambas razas llevaban elaborados atuendos de cintas, volantes, fajas. Más tarde Reith sabría que los no humanos eran llamados Dirdir, y sus subordinados Hombres-Dirdir. En aquel momento, aturdido aún por la inmensidad de su desastre, observó la espléndida aeronave Dirdir tan sólo con desinteresada admiración. Sin embargo, en su mente se infiltró el pensamiento de que aquella gente pálida o bien sus predecesores habían sido quienes habían destruido la
Explorador IV,
y evidentemente ambas habían rastreado la llegada de la lanzadera.
Dirdir y Hombres-Dirdir escrutaban la nave espacial con concentrado interés. Uno de ellos llamó la atención de los demás hacia la huella dejada por la plataforma Chasch, y el descubrimiento causó una atmósfera instantánea de emergencia. Casi al mismo tiempo, del bosque empezaron a brotar lanzas de energía blanco-púrpura; Dirdir y Hombres-Dirdir cayeron retorciéndose. Chasch y Hombres-Chasch salieron a la carga, los Chasch disparando armas de mano, los Hombres-Chasch corriendo para arrojar garfios contra la nave.
Los Dirdir descargaron sus propias armas de mano, que exudaban una descarga violeta y arabescos de plasma naranja; Chasch y Hombres-Chasch fueron consumidos en un resplandor púrpura y naranja. La nave Dirdir se alzó, y se vio retenida por los garfios. Los Hombres-Dirdir cortaron las cuerdas con cuchillos, las quemaron con pistolas de energía; la nave quedó libre, alzando un coro de gritos decepcionados de los Chasch.
A unos treinta metros encima del pantano, los Dirdir giraron una serie de quemadores pesados a plasma hacia el bosque y abrieron, quemándolos, una serie de irregulares senderos; pero no consiguieron destruir la almadía desde la cual los Chasch estaban apuntando ahora sus propios grandes morteros. El primer proyectil Chasch falló. El segundo golpeó la nave bajo el casco; giró sobre sí misma a causa del impacto, luego ascendió como un dardo cielo arriba, oscilando, zigzagueando como un insecto herido, por unos momentos boca abajo, luego de nuevo boca arriba, luego de lado, escupiendo a los Dirdir y Hombres-Dirdir de sus cubiertas, puntos negros cayendo en el cielo color pizarra. La nave escoró hacia el sur, luego hacia el este, y finalmente se perdió de vista.
Chasch y Hombres-Chasch salieron del bosque para contemplar la desaparición de la nave Dirdir. La almadía se deslizó de nuevo hacia el claro, flotó encima de la lanzadera. Fueron arrojados garfios; la nave espacial fue
alzada
del pantano. Chasch y Hombres-Chasch subieron a bordo de la plataforma; se elevó en el aire, ligeramente escorada, con la lanzadera espacial colgando debajo.
Pasó el tiempo. Reith pendía de su arnés, apenas consciente. El sol se ocultó detrás de los árboles; las sombras empezaron a enseñorearse del paisaje.
Reaparecieron los bárbaros. Se dirigieron al claro, efectuaron una inspección rápida, miraron al cielo, luego se fueron. Reith lanzó un ronco grito para llamar su atención. Los guerreros aferraron sus catapultas, pero el joven hizo un furioso gesto para contenerlos. Dió órdenes; dos hombres treparon al árbol, cortaron las cuerdas del paracaídas, dejando el asiento eyector y el equipo de supervivencia de Reith balanceándose entre las ramas.
Reith fue bajado hasta el suelo, no demasiado gentilmente, y estuvo a punto de perder el sentido ante el roce de los huesos en su hombro. Unas formas se inclinaron sobre él, hablando con secas consonantes y amplias vocales. Fue alzado, colocado en unas parihuelas; sintió la oscilación y el golpeteo de unos pasos; luego se desvaneció o se quedó dormido.
Reith despertó al resplandor de una fogata y al murmullo de voces. Sobre su cabeza se extendía un dosel de oscuridad a ambos lados de un cielo lleno de extrañas estrellas. La pesadilla era real. Aspecto a aspecto, sensación a sensación, Reith fue recuperando la consciencia de sí mismo y de su condición. Estaba tendido sobre un camastro de cañas entretejidas que exudaban un olor agrio, medio vegetal, medio humano. Le habían quitado la camisa; una especie de arnés blanco comprimía sus hombros y proporcionaba sostén a sus huesos rotos. Alzó dolorosamente la cabeza y miró a su alrededor. Estaba tendido en una especie de cobertizo abierto por los lados formado por cuatro postes metálicos sosteniendo un techo de tela. Otra paradoja, pensó Reith. Los postes de metal indicaban un alto nivel de tecnología; las armas y modales de la gente eran puramente bárbaros. Reith intentó mirar hacia el fuego, pero el esfuerzo fue demasiado y se dejó caer hacia atrás.