El Cid (37 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Por esos mismos días llegó a Zaragoza una carta del rey al-Mutamid de Sevilla; en esa misiva el sevillano se autoerigía en portavoz de todos los reyes musulmanes de la Península, anunciaba a al-Mustain que se había concretado la alianza de Sevilla, Granada, Badajoz y Córdoba y lo invitaba a unirse a esta coalición contra el rey Alfonso, a la vez que le comunicaba que había enviado unos emisarios al norte de África para requerir la ayuda de Yusuf ibn Tasufín, el emir de los almorávides, con cuya ayuda tenía la esperanza de derrotar al rey de León y de Castilla.

La respuesta de al-Mustain volvía a ser tan atrevida como valiente: le dijo a al-Mutamid que Zaragoza no admitiría otra soberanía que la propia y que no se sometería ni al dictado de los almorávides ni a la tiranía de los castellanos. Le recordaba la famosa frase que corría por todo al-Andalus y que según recitaban los juglares había pronunciado al-Mutamid afirmando que «prefería ser camellero en África que porquero en Castilla»; al-Mustain aseguraba que ni uno solo de los camellos almorávides pastarían en los prados en los que ahora pacían sus ovejas y sus corderos.

Don Alfonso actuó más deprisa de lo que el propio Rodrigo hubiera imaginado y a fines del mes de abril, con las espadas envainadas tras instalar a al-Qádir en Valencia bajo su protectorado, vino a sitiar Zaragoza. Al mismo tiempo, el noble castellano García Jiménez, un intrépido caballero tan sagaz como valiente, ocupó en nombre de don Alfonso la poderosísima fortaleza de Aledo, a unas veinte millas al suroeste de Murcia, cortando así toda posible ayuda desde el sur y el este a los angustiados zaragozanos.

Al-Mustain convocó a Rodrigo al palacio de la Alegría y yo lo acompañé como su lugarteniente.

—No podemos entrar en guerra con don Alfonso —me dijo mientras cabalgábamos bordeando la medina hacia el palacio—. No puedo luchar a favor de uno de mis dos señores y en contra del otro. Voy a pedirle a al-Mustain que nos permita retirarnos y mantenernos neutrales mientras esto se dilucida.

—¿Creéis que aceptará?

—No tiene otro remedio, así lo acordé con su padre y así lo ratifiqué con él, mi lealtad a los Banu Hud acaba donde empieza mi lealtad al rey de Castilla.

Entramos en el palacio de la Alegría y nos condujeron a lo alto del torreón en el que estaba instalado el observatorio astronómico. Yahya acompañaba a al-Mustain.

—Acercaos, Rodrigo, y mirad.

Desde lo alto se avistaban las posiciones de los sitiadores castellanos, desplegados a lo largo de la muralla de tapial, al sur de la ciudad.

—Parece que don Alfonso va en serio esta vez.

—¿Cuántos hombres calculáis que hay apostados ahí fuera? —preguntó el rey.

—Ocho mil, tal vez nueve mil personas; entre ellas no menos de cinco mil estarán en condiciones de combatir.

—Algo así habíamos calculado; nada podemos hacer frente a semejante número. Mis generales me han dicho que apenas podemos armar a cinco mil hombres, y de ellos sólo dos o tres mil habrán empuñado un arma en alguna ocasión. No nos queda más remedio que resistir.

—Majestad, yo…

—Deseáis manteneros al margen, ¿no es cierto? —supuso al-Mustain.

—Ya conocéis nuestro acuerdo, no puedo luchar contra el que fue y sigue siendo mi rey… en Castilla.

—De acuerdo, ambos somos hombres de palabra que sabemos cumplir nuestros pactos.

—Desearía salir de la ciudad. Eso os favorecerá; mis hombres aquí sólo servirían para consumir más rápidamente vuestras reservas de alimentos y creo que vais a necesitarlas todas.

—Id al sur, a la medina de Daroca, y permaneced allí hasta que esto acabe.

—Si me lo permitís, majestad, prefiero ir al castillo de Escarp, en la frontera con Lérida. Allí os seré más útil; no puedo luchar contra el rey de Castilla, pero nada me impedirá hacerlo contra el de Lérida, que tal vez se sienta empujado a atacar algunas plazas de la frontera del Cinca en caso de que observe alguna debilidad en ellas por el asedio a Zaragoza.

—Sí, tenéis razón, aguardad en Escarp.

Rodrigo me envió al campamento de don Alfonso al sur de la ciudad para anunciarle que el Campeador y sus huestes la abandonaban en paz.

El rey de León y de Castilla me recibió en su tienda de campaña, recostado cómodamente en una silla de madera de las de tijera, sobre una tarima de un pie de alto; de las paredes de lona colgaban tapices con motivos de caza y varios caballeros armados lo rodeaban. A su derecha, clavada por la punta en un tronco de madera, podía verse la espada del rey, con su pomo de esmaltes verdes y azules.

—Majestad —me presenté—, soy Diego de Ubierna, vasallo de…

—Sé de sobra quién eres. Dime qué quiere Rodrigo.

—Os pide permiso para salir libremente de la ciudad con sus hombres.

—Acaso sea una estratagema.

—No, majestad, en absoluto. El Cid —al citar ese apodo oí cierto murmullo y atisbé irónicas sonrisas entre los nobles— …, el Cid Campeador —repetí con firmeza— ha pedido a al-Mustain quedar al margen de esta situación.

—¿Y qué piensa hacer Rodrigo entre tanto la resolvemos?

—Se instalará en la frontera de Lérida con su mesnada.

—¿No luchará contra mí?

—Nunca lo hará, majestad, sois su… nuestro señor natural.

El rey don Alfonso se atusó la barba, se levantó de la silla, caminó hacia un lado de la tienda y, volviéndose a un lado, me dijo:

—Rodrigo tiene mi permiso para retirarse de Zaragoza.

Nos instalamos en Escarp y desde allí seguimos día a día lo que estaba sucediendo en Zaragoza. Nuestra posición volvía a ser difícil: si vencía don Alfonso y conquistaba Zaragoza, habríamos perdido al señor a cuyo servicio nos ganábamos el pan, y apenas nos quedaría un lugar adonde ir; si lo hacía al-Mustain y don Alfonso se veía obligado a retirarse, es probable que perdiéramos la amistad del rey de Zaragoza y nuestra situación todavía sería peor.

—No os preocupéis —nos repetía Rodrigo en aquellas semanas—, siempre habrá algún soberano dispuesto a pagar por tener a su servicio una mesnada como ésta.

Por un mensajero que llegó a Escarp a mediados de julio supimos que los sitiados de Zaragoza se mostraban tranquilos y confiados. Estaban firmemente asentados tras sus murallas, disponían de un caudal inagotable de agua gracias a los pozos excavados hasta alcanzar las filtraciones del curso del Ebro, guardaban en los almacenes reales comida para al menos un año e incluso se suministraban desde el exterior a través del curso del Ebro y por el puente del arrabal de Altabás, que seguían dominando sin dificultad. Además, el cerco era tan relajado que los soldados castellanos sólo impedían introducir en la ciudad algunos alimentos y armas.

Días más tarde, unos mercaderes que viajaban camino de Barcelona nos dijeron que los zaragozanos estaban dispuestos a pagar hasta cincuenta mil dinares para que los castellanos se retiraran. Ese oro saldría del tesoro real pero también de los comerciantes y artesanos que estaban perdiendo mucho dinero con el asedio.

El quinto día de agosto nos enteramos de que don Alfonso había ordenado levantar el campamento y abandonar el asedio de Zaragoza sin resultado alguno. La causa no estaba en la fortaleza de las defensas de Zaragoza, sino mucho más al sur. El 30 de julio Yusuf Ibn Tasufín, emir de los almorávides, había cruzado el estrecho de Gibraltar y desembarcado en Algeciras al frente de un ejército de cien mil hombres, según decían, el más grande jamás visto en la Península.

—¡Cien mil hombres! Espero que sea una exageración más de las que suelen servirse los juglares para impresionar a su auditorio —me dijo Rodrigo.

—Si fuera verdad… —dudé.

—No hay fuerzas en toda Europa capaces de detener un ejército de cien mil hombres, Diego; si esos almorávides son tantos y tan fanáticos como dicen, puede que estemos asistiendo al fin de la cristiandad.

—Tal vez ese Ibn Tasufín sea el Anticristo que anuncian las profecías.

—Tal vez, Diego, tal vez. En cualquier caso, nuestra estancia aquí ha terminado. Ordena a todos los capitanes que alerten a sus hombres, mañana mismo regresamos a Zaragoza.

Ante la noticia del desembarco de los almorávides, a los que algunos mercaderes que los habían conocido en el norte de África describían como «los más fieros guerreros del mundo», todos los cristianos de los reinos del norte sintieron estremecerse la piel y acongojarse el corazón.

Don Alfonso y los almorávides, y nosotros en medio de ambas fuerzas desbocadas: un pequeño puñado de hombres en un pequeño reino a merced del destino y de la fortuna.

Tras abandonar Zaragoza a toda prisa, don Alfonso marchó a Toledo porque esperaba allí la primera embestida del ejército almorávide. Pero no ocurrió lo que el rey de León y de Castilla había previsto.

Por todo al-Andalus se había predicado la llamada a la
yihaz
, que es como los musulmanes nombran a lo que nosotros denominamos «cruzada». Al ejército almorávide, que al fin había accedido a atravesar el estrecho tras los reiterados llamamientos de auxilio de los taifas, se unieron tropas de Sevilla, Granada, Almería y Badajoz. Un formidable ejército de varias decenas de miles de combatientes musulmanes, muchos de ellos creyentes a ciegas en la recompensa inmediata de los goces del paraíso si morían en combate, se puso en marcha hacia el norte.

Don Alfonso fue informado de que el ejército musulmán había girado hacia el oeste y que seguía avanzando pero por la ruta de Badajoz. Parecía claro que los musulmanes trataban de caer por la espalda de Toledo, y don Alfonso reaccionó abandonando la ciudad y se dirigió hacia el oeste para cortarles el camino en el valle del Guadiana, apenas unas pocas millas al norte de la ciudad de Badajoz.

Los dos ejércitos se encontraron en el llano de Sagrajas, en la orilla derecha del Guadiana, unas seis millas aguas arriba de Badajoz. La coalición musulmana era formidable, pues estaba integrada por las tropas de los reinos de Sevilla, Badajoz, Granada, Almería y Málaga y los aguerridos almorávides. El ejército de don Alfonso lo configuraban las tropas de Castilla y de León más un escuadrón de jinetes aragoneses que encabezaba el infante don Pedro, hijo del rey Sancho Ramírez, algunos caballeros franceses e italianos y la mesnada de Álvar Fáñez, que había abandonado Valencia para acudir a Sagrajas. Si don Alfonso hubiera requerido nuestra ayuda, creo que Rodrigo no hubiera dudado un instante en correr a su encuentro, pero o bien estimó que nuestra hueste no era necesaria para la victoria o creyó que recabando el auxilio de Rodrigo daba su brazo a torcer en la soterrada pugna que ambos seguían manteniendo.

Hasta ese funesto día, el 23 de octubre de 1086, los almorávides no habían combatido sino en África. Estas gentes procedían del gran desierto del Sáhara que se extiende desde el norte de África hasta las tierras ignotas; algunos viajeros afirman que su reino es tan rico que el oro abunda tanto como aquí el hierro.

El combate había sido convenido entre ambas partes para el sábado 24, pero don Alfonso, queriendo aprovechar la sorpresa de que el viernes es el día sagrado para los musulmanes y que tal vez estarían ocupados con sus rezos y sus ceremonias religiosas, decidió atacar un día antes de la fecha convenida.

Hasta esa batalla de Sagrajas la táctica que empleábamos los ejércitos cristianos había sido siempre la misma: consistía en formar un centro muy fuerte, donde se colocaba la caballería pesada, y cargar con toda contundencia aprovechando la fuerza de los grandes caballos de guerra y la destreza de los caballeros en el manejo de la lanza larga. Cada jinete solía disponer de otro caballo de refresco, incluso dos o tres en algún caso, en retaguardia, a los que acudía si era necesario lanzar una nueva carga.

La táctica de los musulmanes era más compleja, pero sus soldados eran menos valerosos y estaban peor preparados que los nuestros. Solían organizar sus ejércitos colocando las mejores tropas en el centro y dos alas siempre pendientes de acudir en su ayuda. A veces realizaban una maniobra en la que el centro se abría para envolver al enemigo, pero esa táctica solía ser muy arriesgada, sobre todo cuando el centro atacante estaba formado por guerreros expertos y masas compactas; colocaban a los infantes en primera línea, tras ellos a los arqueros y por fin a la caballería.

Desde hacía al menos un siglo, así era como se combatía en la Península. Sólo Rodrigo había introducido algunos cambios en las batallas que había dirigido, estudiando en cada caso particular la disposición del terreno y las fuerzas del enemigo y variando la táctica adecuándola a las necesidades de cada situación concreta. Todo cambió en Sagrajas.

Según me contó después alguno de los sobrevivientes, don Alfonso formó a su caballería pesada, aprovechando la amplitud del llano, a unas tres millas de distancia del frente musulmán. Desplegó a la caballería pesada a lo largo de una milla de frente y ordenó una carga contra el centro del enemigo.

Yusuf ibn Tasufín había dispuesto sus tropas colocando en el centro y en primera línea a los ejércitos de los taifas, y dejando en retaguardia a los aguerridos jinetes almorávides.

Los caballeros de Alfonso, tal vez confiados por la endeblez que los taifas siempre habían demostrado, se lanzaron a la carga un tanto despreocupados de su espalda. Conforme avanzaban irresistibles hacia el enemigo, sus corazones se encendían y espoleaban a sus monturas obligándolas a correr al galope las tres millas que los separaban.

Como hasta ese día había sido habitual, la caballería pesada cristiana desbarató las primeras líneas integradas por los inexpertos soldados de las taifas, entre las que sólo resistieron con firmeza los guerreros del rey de Sevilla. La victoria de los gigantescos rocines acorazados parecía fácil e inmediata. Los soldados de las taifas huían en desbandada por todas partes y los caballeros cristianos los ensartaban en sus lanzas como a presas de caza. En su ciego avance, los cristianos alcanzaron las primeras tiendas del campamento del propio emir Yusuf ibn Tasufín, y ya se sentían vencedores.

Pero de pronto, un ruido ensordecedor estalló tras las líneas musulmanas. Los redobles de mil tambores atronaron el llano y como surgidos de la nada aparecieron por los flancos miles de jinetes, protegidos con escudos de piel endurecida y ataviados con turbantes, pantalones y mantos negros, que flameaban al aire como batientes alas de siniestros cuervos. En una maniobra envolvente, Yusuf, que había permitido la masacre de la vanguardia de las taifas, había destrozado la retaguardia castellana, y don Alfonso, al volver grupas dándose cuenta del engaño, se encontró con su retaguardia, que huía en desbandada, y a los escuadrones de caballería almorávide que cargaban compactos como una piña.

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