Los escuadrones almorávides maniobraban con una disciplina hasta entonces desconocida; a las órdenes de sus capitanes, transmitidas con redobles de tambor y con señales de banderas, cada escuadrón se movía como si de un solo jinete se tratara. Avanzaban y retrocedían, cargaban y se retiraban con una precisión tal que cada una de sus acciones parecía dirigida con la precisión del más experimentado de los halcones cayendo sobre la más desprevenida de las palomas.
Don Alfonso se dio cuenta de su error y comprendió que su orden de cargar había sido precipitada. Los grandes corceles de guerra de los caballeros cristianos son un arma extraordinaria en una carga frontal, pero su manejabilidad es mucho menor que la de los resistentes y ágiles corceles árabes, que se mueven con mayor soltura. Tras haber recorrido tres millas de desenfrenada carrera, minando la resistencia de los caballos, los corceles de la caballería de don Alfonso bufaban agotados, incapaces de recuperar el resuello.
A lo largo del día los musulmanes fueron envolviendo a los cristianos, que mediada la tarde contemplaron horrorizados cómo cuatro mil guerreros negros que integraban la guardia personal del emir caían sobre ellos blandiendo sus finas y penetrantes espadas de acero de la India, protegidos tras sus resistentes escudos de piel de hipopótamo. Envueltos por las alas, frenados por la compacta infantería almorávide que no cesaba de acribillarlos con las poderosas ballestas, los cristianos estaban perdidos. Don Alfonso peleaba en el centro de sus tropas en un desesperado cuerpo a cuerpo, hasta que un guerrero almorávide le atravesó la pierna con un venablo que quedó clavado en la silla de montar. El rey de León y de Castilla cayó reclinado sobre el cuello de su caballo en tanto nuevas oleadas de feroces guerreros almorávides acudían desde la retaguardia para reemplazar a los que caían en primera línea. A duras penas, un puñado de caballeros logró llevar al rey hasta un altozano donde se agruparon los que habían logrado salvar la vida, y, todos juntos, unos quinientos, resistieron hasta que anocheció.
Centenares de cadáveres yacían esparcidos por la llanura ante la desorganización del ejército cristiano. Álvar Fáñez, el pariente del Cid, los animó para salvar al rey, que se retorcía de dolor con la pierna clavada a su silla por el venablo. En plena oscuridad ordenó a los caballeros que arrearan a sus agotadas monturas para escapar de aquella vorágine de sangre y muerte, pues si esperaban al amanecer, los almorávides volverían a la carga y tendrían una muerte cierta.
Quinientos jinetes, casi todos heridos y maltrechos, cabalgaron noche y día hasta Coria, noventa millas al norte. Llegaron agotados, cubiertos de heridas, con los rostros ensangrentados, medio muertos de dolor, cansancio y hambre. Sobre el campo de Sagrajas quedaron abandonados los cadáveres de más de quinientos caballeros, mil escuderos y otros mil infantes.
Sobre el mismo campo, al día siguiente de la batalla, los musulmanes cortaron las cabezas a todos los cuerpos. Los almuédanos ordenaron que fueran amontonadas y, subidos sobre las pilas de las cabezas cristianas, como alminares macabros, llamaron a la oración desde esos improvisados púlpitos levantados con restos humanos.
Después de celebrada la sangrienta ceremonia de la victoria, cargaron las cabezas en carros y las pasearon por al-Andalus. Los almorávides entraban en las ciudades haciendo sonar sus tambores de guerra, que tocaban con dos palos, vestidos con sus túnicas y turbantes negros, con sus rostros ocultos tras pañuelos azules que sólo dejaban atisbar el profundo brillo africano de sus amenazantes ojos oscuros, y en cada una de las ciudades que recorrieron fueron dejando una parte de su mortuoria carga, para que la contemplación de las cabezas de los guerreros cristianos muertos en Sagrajas recordara a todos los habitantes de al-Andalus que una nueva fuerza surgida de las profundidades del desierto arenoso era ahora la nueva savia del renovado y triunfante islam.
A
principios de noviembre nos enteramos del desastre de Sagrajas, y por ello nuestra situación cambió como si de repente un eclipse hubiera oscurecido nuestras vidas. El reino de León y de Castilla estaba amenazado, el rey Alfonso derrotado y los reyes de las taifas habían recobrado el espíritu de lucha que perdieran hacía tiempo. Rodrigo me llamó para evaluar las nuevas perspectivas y me dijo:
—Diego, no podemos seguir en Zaragoza; ahora el rey de Aragón es aliado de don Alfonso, y aunque su ayuda en Sagrajas no ha servido para obtener la victoria, creo que a cambio de futuros auxilios consentirá en ceder a don Sancho Ramírez los derechos de conquista de Zaragoza.
—Tampoco es demasiado halagüeña la situación de al-Mustain. Ha sido el único de los reyes de taifas que no ha pactado con los almorávides; lo considerarán un traidor y se sentirán con derecho a ocupar su reino. Zaragoza está aislada y sola —le comenté.
—Toda la Hispania cristiana está bajo el protectorado o la alianza con don Alfonso, y todo al-Andalus aliado con los almorávides; si no nos podemos quedar aquí en Zaragoza, sólo tenemos un sitio adonde ir.
—¿Cuál? —le demandé.
—Castilla.
—¡Queréis regresar! —exclamé—. Después de lo que don Alfonso os ha hecho…
—Castilla va a necesitar a todos sus hombres. Si los almorávides deciden avanzar, no hay fuerza capaz de detenerlos; en un mes podrían entrar en León.
—Pero don Alfonso no os aceptará.
—Creo que no tardará en llamarme a su lado.
Y el Campeador no se equivocó. Un mensajero se presentó con una carta de don Alfonso en la que pedía a Rodrigo que acudiera a Toledo con su hueste para defender el reino. A la vez que esa carta, salió hacia toda la cristiandad una desesperada llamada de auxilio.
Cuando leímos el llamamiento de don Alfonso a todos los cristianos para que lo ayudaran contra los almorávides, nos dimos cuenta de que la derrota de Sagrajas había causado una enorme impresión en el rey de León y de Castilla. No era su primera derrota; cuando sólo era rey de León y su hermano Sancho regía Castilla, don Alfonso ya había sido vencido en Llantada y Golpejera, e incluso había perdido su corona en favor de su hermano, aunque nada de aquello era comparable con el desastre de Sagrajas.
Todos esperábamos que Ibn Tasufín ordenara a su ejército avanzar hacia el norte, hasta Toledo y después hasta León, pero los almorávides se detuvieron y regresaron a África, dejando un contingente de tres mil jinetes para la defensa de al-Andalus y para tranquilidad de los taifas. Al principio estimamos que se trataba de una estratagema de Ibn Tasufín, pero pronto supimos que el hijo y heredero del emir había muerto, y éste había regresado a Marrakech, la nueva capital de su imperio, para resolver los problemas sucesorios.
Rodrigo reunió a todos sus capitanes y nos comunicó su decisión:
—El que quiera regresar a Castilla lo hará libremente, y del mismo modo el que desee quedarse en Zaragoza podrá hacerlo. Esta misma mañana he hablado con el rey al-Mustain y hemos decidido de mutuo acuerdo zanjar el pacto que nos unía. Desde hoy dejo de estar a su servicio, pero me ha prometido que cualquiera de vosotros o de vuestros hombres que desee seguir aquí puede hacerlo como auxiliar en su ejército. Recibirá la paga acostumbrada y una gratificación de diez dinares.
»A los que deseen seguirme a Castilla les repartiré una parte de las rentas de las heredades que el rey me ha prometido y serán hombres a mi servicio. Don Diego de Ubierna tomará nota de aquellos que quieran quedarse aquí y les entregará otros diez dinares de mi peculio; los que vengan conmigo a Castilla recibirán la mitad de esa cantidad.
»Comunicadlo a los hombres de vuestros escuadrones y decidles que tienen tres días para tomar una decisión. El jueves saldremos hacia Toledo, allí nos espera el rey don Alfonso.
¡Tres días! Había que hacer tantas cosas…
Esa misma tarde me dirigí a casa de Yahya. El consejero real estaba leyendo en el jardín; hacía fresco, y cubría sus hombros con un ligero manto de lana blanca.
—Nos marchamos a Toledo el jueves —le dije.
—¿No deseáis quedaros? —me preguntó.
—Han sido cinco años magníficos los que he vivido aquí, pero mi lugar está junto a mi señor el Cid.
—¿Don Rodrigo os obliga a ir con él?
—No, en absoluto, nos ha concedido a todos la libertad de elegir entre marcharnos o quedarnos; yo lo seguiré.
—Aquí podríais vivir una vida más…, digamos más tranquila.
—Ya renuncié en una ocasión a un futuro sosegado. Fue cuando Rodrigo vino a buscarme al monasterio de Cardeña; en cuanto vi sus ojos supe que mi destino quedaba ligado para siempre al Campeador.
—Si quisierais… yo podría ofreceros un puesto en la biblioteca; sabéis leer y escribir en árabe y en latín, y en estos tiempos muchas obras se están traduciendo de uno a otro idioma.
—Hace tiempo que cambié la pluma por la espada; ahora ya no sé hacer otra cosa —me excusé.
—Hubiera sido estupendo trabajar con vos.
—Para mí es un orgullo que un sabio como vos opine eso, Yahya.
—Que Dios os acompañe —me dijo el consejero real estrechándome las dos manos.
—Que Él os proteja.
Salí de casa de Yahya con pies ligeros y al girar la esquina de la calle me detuve unos instantes. Volví la cabeza y contemplé el bullicio de los mercaderes que comenzaban a recoger las mercancías expuestas en las puertas de sus tiendas. Por unos instantes me imaginé el futuro al lado de Yahya, entre libros, aparatos astronómicos y animadas charlas de eruditos y filósofos. No lo recuerdo bien, pero es probable que me asaltara la duda; en cualquier caso, me alejé de allí corriendo, como si necesitara huir de la cercanía de Yahya para no caer en la tentación de aceptar su oferta.
De los trescientos caballeros cristianos que integrábamos la mesnada del Cid en ese momento, sólo decidieron quedarse en Zaragoza un par de docenas; la mayoría porque se habían casado con muchachas mozárabes y habían formado familias, y cinco de ellos porque habían dejado algunas cuentas pendientes en Castilla con grandes magnates y no querían volver para no tener que saldarlas.
Nos separamos de los que habían sido nuestros compañeros y formamos la caravana en el llano de la Almozara. Algunos zaragozanos habían acudido a despedirnos, aunque no tantos como cuando nos recibieron como héroes tras las batallas de Almenar y del Ebro.
Desfilamos en el campo de la Almozara ante el rey al-Mustain, a cuyo lado estaban el visir Ibn Hasday y Yahya. Al pasar junto a ellos miré a Yahya a los ojos y el director del observatorio real me hizo una mueca esbozando una sutil sonrisa.
El Cid, que encabezaba la hueste, se detuvo ante al-Mustain y lo saludó con una leve inclinación de cabeza. El rey de Zaragoza se levantó de su trono de madera, se acercó hasta Rodrigo y lo abrazó ante las aclamaciones de los zaragozanos. Conforme fuimos pasando ante la gente que se había congregado para vernos marchar, un grito fue creciendo en las gargantas de los zaragozanos hasta que todas ellas aclamaron a Rodrigo como una sola voz: «¡Cid, Cid, Cid!»
Enfilamos el camino de Toledo hacia el sureste divididos en seis escuadrones, remontando el curso del río Huerva por un camino en buenas condiciones, bien protegido por atalayas y castillos colgados en los escarpes de los páramos, hasta descender al amplio valle del Jiloca. Rodrigo encabezaba la marcha y tras él formaban dos escuadrones de caballería de cincuenta hombres cada uno. Habíamos colocado en el centro de la caravana los carros con las mujeres, los niños, todos los objetos de valor que poseíamos y las provisiones, protegidos por un escuadrón. Tras ellos formaban otros dos escuadrones, después las bestias y animales de carga y el ganado, y por fin, cerraba la caravana un escuadrón a mi mando.
Cruzamos el valle del Jiloca por Calamocha y nos dirigimos hacia el oeste. En medio de la gran llanura del alto Jiloca acampamos en la falda de un alto poyo, maravilloso y grande, donde años más tarde, cuando nos vimos obligados a regresar a estas comarcas, construimos una de nuestras principales fortalezas.
El otoño agonizaba y las noches en las parameras de la tierra de Molina eran ya frías. Era mediado diciembre cuando, tras descender por el valle del Henares y del Jarama, llegamos al Tajo. Dos días después entramos en Toledo.
Toledo había sido más grande y populosa que Zaragoza, pero la conquista de don Alfonso había provocado la emigración hacia el sur de muchos de sus habitantes y encontramos más de la mitad de sus casas vacías. El barrio más floreciente era el de los judíos, en cuyas manos habían quedado el comercio y la artesanía. El merino real administraba la ciudad y recaudaba los tributos para don Alfonso, pero en realidad eran los judíos quienes hacían latir el pulso de Toledo. Creo que sin ellos don Alfonso hubiera gobernado una ciudad muerta. Había también muchos mozárabes, que se dedicaban sobre todo a la agricultura. Las huertas de los antiguos dueños musulmanes habían sido entregadas a los mozárabes, muchos de ellos pobladores hasta entonces de las aldeas cercanas pero que tras la conquista se habían refugiado tras las murallas de la ciudad para protegerse en caso de un contraataque musulmán.
El rey acababa de celebrar una curia en la propia Toledo, en la cual había comunicado a los condes y a los magnates del reino su reconciliación con Rodrigo y en la que también se había decidido defender la ciudad a toda costa en cuanto los almorávides lanzaran la ofensiva, tal y como se esperaba que hicieran cuando acabaran las exequias por la muerte del hijo de Ibn Tasufín y se resolviera la sucesión del emirato. Toledo era la nueva llave, y si los almorávides la conquistaban, tendrían abierta la puerta de toda Castilla.
Don Alfonso recibió a Rodrigo en solemne audiencia en el que fuera alcázar real de los reyes de la taifa toledana, un maravilloso castillo-palacio en lo más alto de la colina que bordea el Tajo y donde se asienta la vieja medina.
En una enorme sala, en la que al-Mamún recibiera a sus visitantes más ilustres, estaba formada toda la corte, con el rey de León sentado en el trono de los antiguos soberanos musulmanes y a su izquierda la reina doña Constanza con la pequeña princesa Urraca. A los dos lados del trono se alineaban, en riguroso orden jerárquico por su proximidad al rey, los condes, obispos y magnates de León y de Castilla. El primero entre los castellanos era el conde García Ordóñez, a quien Rodrigo venciera y humillara en Cabra. No me hizo falta sino contemplar cómo miraba al Campeador para darme cuenta de que no sólo no había olvidado aquella afrenta, sino que pondría cuanto estuviera en su mano para causar todos los problemas que pudiera a Rodrigo.