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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (42 page)

BOOK: El Cid
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—¡Ah!, aquellos tiempos… Entonces Albarracín era un reino rico y poderoso, pero ahora estamos rodeados de enemigos que nos hostigan por todas partes y somos más pobres. Fijaos en esas tierras —Abd al-Malik señaló hacia unas montañas al sur—, sólo sirven para sostener unos cuantos rebaños de cabras y de ovejas. No tenemos otros bienes que nuestra libertad, y si la perdemos, ¿qué nos quedaría?

El de Albarracín hablaba como si estuviera dirigiéndose a un auditorio de colegiales en una clase de retórica; entre frase y frase hacía una larga pausa, con estudiadas cadencias entre las palabras.

Rodrigo comenzaba a impacientarse.

—Si no estáis dispuesto a pagar diez mil dinares por vuestra libertad, es que la valoráis en muy poco, y en ese caso nada os penará perderla —dijo Rodrigo.

Abd al-Malik se atusó la barba y mudó el rostro. Su representación no había servido de nada, pero todavía insistió:

—Haciendo un gran esfuerzo, quitándonos parte de la comida de la boca, podríamos entregaros cinco mil dinares.

—De acuerdo —asentó Rodrigo.

Los ojos del rey de Albarracín parecieron iluminarse y sus labios dibujaron una sonrisa plena de satisfacción, pero volvió a mudar el rostro cuando oyó al Campeador que apostillaba:

—Cinco mil dinares cada seis meses, el primer pago en abril y el segundo tras la cosecha.

—Pero vos, habéis dicho que… —balbució Abd al-Malik perdiendo su compostura.

—Es un precio muy escaso por vuestra libertad… y por vuestro lujo.

Abd al-Malik bajó la cabeza, cogió con su mano un collar de oro y rubíes, lo acarició como si del cabello de una de sus esposas se tratara y asintió en el pago.

Albarracín estaba sometido. No era para nosotros ningún peligro, pues su ejército apenas estaba integrado por dos o tres centenares de caballeros, pero era mucho mejor tener a Abd al-Malik de nuestro lado, o al menos, en una situación neutral, sobre todo porque la capital de la taifa estaba ubicada en una enriscada posición casi imposible de conquistar y dominaba una de las vías de comunicación desde Levante hacia Castilla, que podría sernos muy útil en cualquier momento.

Rodrigo actuaba día a día con mayor independencia. Casi todas las noches nos reunía a sus capitanes en el torreón del Poyo y a la luz de las brasas en las que se asaba un cordero nos daba las instrucciones a seguir en cada momento.

Su plan consistía en socorrer a al-Qádir y levantar el asedio al que el rey de Zaragoza y el conde de Barcelona habían sometido a Valencia, y así nos lo explicó. Habíamos hecho del castillo del Poyo una fortaleza magnífica y Rodrigo no estaba dispuesto a abandonarla. No podíamos dejarla desasistida, pues ahora que se había demostrado su valor estratégico, otros, el rey de Zaragoza o el de Albarracín, podrían ocuparla. Por ello, antes de partir hacia Valencia, dejamos en el Poyo una guarnición de un centenar de hombres, los más cansados y viejos, y algunos enfermos.

Los demás avanzamos Jiloca arriba hacia el sur. A nuestro paso los habitantes de las aldeas se refugiaban en sus casas o se marchaban a esconderse a las colinas cercanas con sus rebaños y sus enseres. No sabían que en absoluto nos interesaban sus menguadas propiedades y sus míseros bienes. Les requisábamos la comida y el ganado, pues aquellas pobres gentes apenas nada más poseían, y algunos de nuestros hombres se propasaban con las muchachas más jóvenes. Tal vez por mi estancia en el monasterio y por las enseñanzas y disciplina allí recibidas, mi ánimo seguía rechazando aquel comportamiento de nuestros hombres, para mí repugnante, y si de mí hubiera dependido lo hubiera prohibido, pero Rodrigo insistía en que sus soldados necesitaban desfogar sus calenturas y que en las guerras siempre habían sido las cosas así.

—Un hombre con la entrepierna satisfecha es más obediente —solía repetirme una y otra vez cuando yo le insinuaba, lo que sucedía a menudo, mi rechazo a las violaciones.

En nuestro camino hacia Valencia sometimos el castillo de Jérica y la ciudad de Segorbe y nos hicimos fuertes en una aldea llamada Torres, cerca de Murviedro, a las mismas puertas de la llanura de Valencia.

Berenguer Ramón de Barcelona y al-Mustain de Zaragoza estaban apostados ante las mismas puertas de Valencia. Habían fortificado dos castillos en Liria y en un altozano a unas pocas millas al norte de la ciudad en el poyo de Yuballa, que los cristianos pronto denominamos como de Cebolla.

Cuando se enteraron de que Rodrigo había acampado a unas pocas millas al norte de la ciudad, cundió la desazón entre ambos soberanos. Los dos sabían lo formidable que era el Campeador en la batalla: el barcelonés porque lo había sentido en sus propias carnes cuando fue derrotado y preso en Almenar, y el zaragozano porque había comprobado la pericia de Rodrigo y la preparación de su hueste durante los meses que estuvimos a su servicio en Zaragoza.

Algunos de los capitanes de Rodrigo le aconsejaron que atacara de inmediato a los sitiadores antes de que se repusieran de la sorpresa por nuestra aparición. Pero Rodrigo calculaba siempre las acciones a desarrollar con sumo cuidado y, aunque los romances que ahora narran sus hazañas nada dicen de su prudencia y sí mucho de su valor, el Campeador siempre se mostró partidario de la negociación antes que de la pelea.

Durante varios días, emisarios de uno y otro señor celebraron reuniones cruzadas en un auténtico caos de pactos, acuerdos y desencuentros. Las alianzas habían cambiado: ahora el rey de Zaragoza cabalgaba al lado del conde de Barcelona y Rodrigo entabló relaciones amistosas con el rey de Lérida.

Pese al asedio de zaragozanos y barceloneses, al-Qádir resistía encerrado tras los altos muros de Valencia. Lo imagino desesperado, a punto de entregar la ciudad a cambio de que respetaran su vida y sus riquezas, dispuesto a vender a sus propios súbditos a cambio de su seguridad. Pero nuestra presencia le devolvió la esperanza perdida.

Yo mismo fui el encargado de llevar el mensaje de Rodrigo al conde de Barcelona. Berenguer Ramón estaba apostado en el arrabal de Cuarte, frente a la puerta de Valencia. Me recibió delante de su tienda, bajo su estandarte rojo con cinco escudos plateados. Parecía sereno y dispuesto a alcanzar un acuerdo honroso.

Lo saludé inclinando mi cabeza y le dije:

—Señor conde, don Rodrigo Díaz os pide que pongáis fin al asedio de Valencia y salgáis de las tierras de al-Qádir, pues es nuestro rey don Alfonso quien posee los derechos de conquista sobre estas comarcas.

—¿Y si no lo hago? —planteó el conde.

—En ese caso, mi señor se verá obligado a defender al rey de Valencia por ser vasallo del rey de León y de Castilla, a quien sirve don Rodrigo.

—No toméis en cuenta las amenazas de ese pretencioso perro castellano, señor —intervino uno de los caballeros catalanes que acompañaban a Berenguer Ramón.

—Es nuestra oportunidad de derrotar a ese mal nacido —terció otro.

Uno a uno, los nobles catalanes que rodeaban a su conde hablaron en contra de cualquier acuerdo con el Campeador y algunos se mofaban de Rodrigo, instando a su señor a que atacara nuestra posición en Torres y vengara la afrenta de Almenar.

Entre tanto, el conde guardaba silencio, escrutaba con la mirada a sus caballeros y permanecía a la espera de que acabaran sus intervenciones. Cuando habló el último de los barones, el conde se volvió hacia mí y me dijo:

—Transmítele a tu señor que en dos días tomaré una decisión. Se lo haré saber con un mensajero.

Volví a inclinarme ante Berenguer Ramón y me retiré ante la torva mirada de algunos de los nobles catalanes que me imprecaban y me insultaban amenazándome con mandarme al infierno la próxima vez que me vieran.

De vuelta a nuestro campamento informé a Rodrigo de lo sucedido en Cuarte.

—¿Crees que el conde se retirará? —me preguntó.

—Todos sus caballeros desean luchar; dicen que no han venido hasta aquí para marcharse sin ningún beneficio, pero el conde tiene el semblante serio y no deja entrever su última decisión.

—En ese caso, debemos estar preparados para el combate.

—No obstante, he visto en sus ojos la duda, y un hombre que duda acaba cediendo. Si no me equivoco, dentro de dos días os solicitará una retirada honrosa.

—Valencia es la clave de todo esto, Diego; sin Valencia no podré lograr mis planes.

Y fue entonces cuando entendí: Rodrigo no quería defender Valencia para salvaguardarla para don Alfonso, quería Valencia para sí. El Campeador estaba harto de luchar para otros, ya era hora de hacerlo para sí mismo.

El mensajero de don Berenguer Ramón acudió a nuestro campamento el día previsto. Rodrigo sonrió cuando le oyó decir que el conde de Barcelona se retiraría de Valencia, pero que lo haría atravesando nuestras líneas entre Torres y Segorbe. Berenguer quería demostrar a sus caballeros que no tenía miedo al Campeador. El Cid aceptó la condición del conde y el ejército barcelonés, con los restos que habían quedado de los zaragozanos, cruzó ante nuestras posiciones enarbolando sus estandartes al viento y cantando canciones que hablaban de victorias y de hermosos valles verdes entre elevadas montañas.

En cuanto se retiraron, nos dirigimos a Valencia. Todavía no habíamos avistado siquiera las murallas de la ciudad cuando vino a nuestro encuentro una delegación valenciana cargada de regalos para nosotros, a quienes nos consideraban como sus libertadores.

Entramos en Valencia entre las aclamaciones de las gentes que se habían agolpado para ver al Campeador y para festejar el final del asedio. En presencia de al-Qádir, que se mostraba tan sumiso ante Rodrigo que parecía más un siervo que un rey, el Cid adujo el documento por el cual don Alfonso le concedía libremente cuantas tierras pudiera conquistar en tierras de moros y todos sus derechos.

—En adelante me entregaréis mil dinares mensuales de las rentas de la ciudad de Valencia y los alcaides de los castillos de todo el reino me pagarán las mismas cantidades que estaban entregando hasta ahora al rey de Castilla o al conde de Barcelona. A cambio de esas parias, mi espada y mis hombres os protegerán de cualquier agresor que ose venir contra vosotros, sea musulmán o cristiano —zanjó Rodrigo.

Entre los acuerdos pactados, escritos y rubricados en pergamino con al-Qádir, Rodrigo se reservaba el poder residir dentro de la ciudad, vender sus excedentes en los mercados sin traba alguna e incluso disponer de almacenes dentro de las murallas de Valencia y en el arrabal de Alcudia para guardar alimentos para sí y para sus hombres. El Campeador se convertía de hecho en el soberano de la ciudad y de su reino. En esos mismos días también entró en parias el alcaide del poderoso castillo de Murviedro, que hasta entonces había actuado a su propia conveniencia, pactando con unos y otros para mantener su propia autonomía y que incluso había llegado a ofrecerse al rey de Lérida.

No sé si entonces se dio cuenta, pero el Cid había dado el primer paso que lo conduciría por un camino insospechado y que lo iba a convertir en el primer señor independiente de la Península. «Ser su propio señor», un sueño jamás alcanzado hasta entonces por hombre alguno.

Sometidos Albarracín, Valencia y Murviedro y con una buena suma de oro en nuestras arcas, nos dirigimos hacia el interior y nos instalamos en Requena, donde ya lo habíamos hecho el año anterior. Conminamos al reyezuelo de Alpuente, la pequeña taifa al sur de la de Albarracín, a que nos entregara parias y a que reconociera nuestra protección, pero se negó. Rodrigo no podía consentir que eso sucediera, pues podría ser imitado por los demás, y durante dos semanas asolamos ese pequeño reino, causando tanta destrucción y muerte que incluso los soldados más fieros se asombraron de la saña con la que violaron, hirieron y mataron. Requena era un lugar estratégico para los planes de Rodrigo, pues desde allí dominaba toda la región sobre la que había decidido establecer su dominio.

Fue en Requena donde nos encontró un mensajero de don Alfonso. El rey de León y de Castilla nos avisaba del avance de los almorávides hacia el castillo de Aledo. Hacía ya dos años que el noble García Jiménez se había establecido en Aledo, desde donde no cesaba de realizar algaras contra los musulmanes de Almería, Murcia y Granada. Los reyezuelos musulmanes habían solicitado de nuevo ayuda del emir Yusuf ibn Tasufín para que los librara definitivamente del acoso de los cristianos, y Aledo era el primer objetivo.

En esa carta don Alfonso conminaba al Cid a estar preparado con su hueste a fin de acudir junto a él hasta Aledo para detener a los almorávides. Creo que don Alfonso estaba temeroso. Hacía sólo dos años que había sufrido la terrible derrota de Sagrajas y todavía resonaban los tambores almorávides en el cielo de al-Andalus por la magnitud de la batalla. El rey de León necesitaba todas sus fuerzas en esta ocasión, y sabía que la hueste de Rodrigo era la mejor de cuantas configuraban los ejércitos cristianos.

Aquella noche vi a Rodrigo ensimismado en las llamas azuladas de unos leños que crepitaban al fuego en la torre del castillo de Requena. Comíamos con deleite unos sabrosos filetes de venado aderezados con pimienta, comino y romero y bañados en salsa de almendras, pero Rodrigo tenía su plato lleno; los demás habíamos acabado nuestra ración y el Cid no había probado un solo bocado.

—¿No tenéis apetito? —le pregunté.

—¡Eh! sí, claro —dijo sin convencimiento a la vez que se llevaba a la boca un pedazo de carne que masticó lentamente.

—¿Os encontráis bien? —inquirí.

—¿Qué?

—Que si os encontráis bien —reiteré.

—Perfectamente.

—La cena está estupenda y…

—Tenemos que ir a Aledo.

—¿Cómo decís, señor?

—Que el rey nos espera en Aledo.

No entendí lo que quería decir, pero creo que en su mente se estaba fraguando una pelea entre la obligación de obedecer a su rey y la de seguir su instinto de libertad e independencia.

Ibn Tasufín se dirigió a Aledo, donde García Jiménez se aprestó a resistir hasta que acudiera don Alfonso con tropas suficientes como para levantar el sitio. El emir almorávide convocó en Aledo a todos los reyes andalusíes que lo habían seguido en Sagrajas, y todos lo hicieron salvo el de Badajoz. Pusieron sitio a la fortaleza atacándola con unas máquinas de asedio que había traído el rey de Almería, pero García Jiménez resistía al frente de tan sólo trescientos soldados.

Aledo era por tanto el lugar donde todo hacía pensar que se celebraría una nueva batalla. El Cid decidió avanzar hacia el sur para estar más cerca de Aledo, y desde Requena nos dirigimos hacia Játiva, donde nos fortificamos. Nuestra mesnada estaba compuesta por tres mil hombres, los mejor preparados y los más ardientes soldados de ese tiempo; si don Alfonso quería derrotar a los almorávides, esos tres mil hombres del Cid eran imprescindibles.

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