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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (19 page)

BOOK: El Cid
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El rey don Alfonso comenzó a preocuparse muy seriamente por esta cuestión, que podía provocar una auténtica guerra civil, y decidió escribir al papa para que fuera Roma la que terciara en este asunto. El papa le contestó que la primavera siguiente le enviaría al legado pontificio con plenos poderes para instaurar el nuevo rito en los reinos de León y de Castilla.

La reforma del papa Gregorio ganaba terreno paso a paso: los obispos simoníacos fueron expulsados de sus cargos y se excluyó de las dignidades eclesiásticas a los hijos de los clérigos que estuvieran casados. Para muchos clérigos, mantener a concubinas se hizo difícil, y no pocos decidieron abandonarlas antes que someterse al juicio real. En esta labor de renovación cumplieron un papel muy destacado los monjes cluniacenses, que ganaban día a día influencia en la corte gracias al apoyo de la joven reina y al fervor que hacia el monasterio de Cluny sentía el propio rey.

Rodrigo tenía cumplidos los treinta años, aunque se conservaba como un joven de veinte. Hacía tiempo que no participaba en ningún combate, pero mantenía sus músculos a punto con el ejercicio diario. Por las mañanas salíamos a cazar faisanes a los sotos del río Ubierna. Los perseguíamos con los caballos y si se ponían a tiro les lanzábamos flechas cabalgando con las riendas sueltas. Era un ejercicio extraordinario que servía a la vez para mejorar la puntería con el arco y para dominar el caballo tan sólo con el uso de las piernas, algo fundamental en la batalla, en la que el guerrero debe disponer de ambas manos libres para manejar la lanza o la espada y el escudo. Casi todos los días practicábamos esgrima, repitiendo una y otra vez movimientos de ataque y defensa, fintas y estocadas, mandobles y tajos a una mano. Hiciera frío o calor, nos bañábamos en el río, tonificando los músculos doloridos tras horas de ejercicio.

El Campeador tenía el cuerpo más fornido que cuando fue armado caballero y conservaba la dureza de los músculos y la firmeza de los tendones. Su cabello castaño, que se había dejado crecer hasta los hombros, y su poblada barba, que le cubría las mejillas, le conferían un aspecto fiero, sólo mitigado por sus ojos, siempre de mirada limpia y serena.

El pequeño Diego cumplió tres años aquel verano, y algunos días nos acompañaba en las jornadas de caza, siempre al cuidado de un criado. En alguna ocasión venía con nosotros mi hermano, que seguía al frente de los molinos de Ubierna, una de las heredades que más rentas le proporcionaban al señor de Vivar, y algunos otros caballeros de la mesnada de Rodrigo, a los que atendía con halagos, ganándose una fidelidad que no tardarían en demostrarle. Sin ser un conde ni siquiera un magnate del reino, Rodrigo Díaz configuró en torno a sí una extraordinaria mesnada de al menos sesenta caballeros, todos ellos hijos de modestos hidalgos, como mi hermano o yo mismo, con escasas heredades, apenas con las rentas necesarias como para mantener un caballo y armas, pero forjados en la ambición de ganar fama y fortuna mediante el esfuerzo personal y el sacrificio. En aquel tiempo ningún conde, magnate, señor, obispo o abad tenía a su lado un ejército semejante al que configurábamos los fieles vasallos del señor de Vivar.

Con motivo de ciertas festividades, nos reuníamos todos los caballeros de Rodrigo en Vivar o en algunos otros de sus castillos y aldeas y practicábamos juntos el arte de la guerra, simulando atacar a un enemigo imaginario. Era magnífico contemplar a aquellos jóvenes cabalgar sobre los campos de Castilla, los pendones al viento, las lanzas en ristre ensayando una carga de caballería, realizando movimientos combinados de ataque y defensa, practicando cargas y retiradas una y otra vez. Nos sentíamos como héroes de leyenda galopando al lado de Rodrigo, junto a aquel infanzón al que los juglares llamaban en sus romances el Campeador.

En ocasiones ocupábamos varios días cazando en los bosques de las laderas del desolado páramo de Masa. Perseguíamos a los corzos y a los jabalíes, nos apostábamos como espectros silenciosos en espera de ensartar faisanes, tórtolas y perdices con nuestras flechas, rastreábamos a los lobos hasta abatirlos con nuestras lanzas para hacer con sus pieles abrigos y mantos. Era maravilloso compartir con los compañeros un buen pedazo de corzo asado sobre las brasas, cantar canciones que hablaban de hazañas y victorias y, al fin, rendidos por el cansancio y el sopor provocado por el vino, tumbarnos sobre la hierba bajo el cielo de Castilla y contemplar el parpadeo de las estrellas y seguir con los ojos la aguja de luz plateada que trazaban algunas de ellas en su viaje hacia lo desconocido.

Jimena, a la que todos considerábamos como nuestra dama, volvió a quedar embarazada y parió una niña a la que, siguiendo la costumbre castellana, llamaron Cristina, como la madre de Jimena, la nieta del rey de León.

—Deberías casarte, Diego. A tu edad lo hice yo, ¿recuerdas? —me dijo Rodrigo cuando nació su hijita—. Y no te preocupes, ya me encargaré de darte tierras para que puedas aportarlas como dote.

—Todavía no he cumplido los treinta —le dije, y me alejé antes de que insistiera en ello.

Castilla, salvo por lo que se refiere al asunto del rito litúrgico, en el que aún se mantenían encendidos debates entre los partidarios del hispano y los del romano, estaba en paz, pero los reinos musulmanes del sur ardían en disputas internas, lo que en verdad era beneficioso para nosotros, pues cuanto mayor fuera el enfrentamiento entre ellos, más grande sería su debilidad y por tanto mayor la facilidad para exigirles el pago de tributos. Claro que tampoco nos convenía propiciar su total ruina, pues en ese caso no podrían hacer frente a las parias que nos adeudaban.

De entre los reinos musulmanes, los dos más poderosos eran el de Sevilla, cuyo rey al-Mutamid acababa de conquistar Murcia, y el de Zaragoza, que había ocupado dos años antes Denia y había sometido a vasallaje a Valencia; y además, los de Badajoz y Toledo, aunque el monarca de este último, el joven y débil al-Qádir, era un soberano caprichoso y cobarde, preocupado tan sólo por su placer y por su beneficio.

De todos aquellos monarcas, únicamente al-Mutamid de Sevilla y al-Muqtádir de Zaragoza eran dignos de ser llamados reyes; los demás vivían ajenos a lo que ocurría a su alrededor, recluidos en palacios de ensueño, rodeados de jardines perfumados, envueltos en paños de seda y gasas de Mosul, protegidos, o tal vez presos, por visires y generales sin escrúpulos, abandonados a una vida de molicie entre decenas de concubinas y relajados entre banquetes de deliciosos manjares y aromáticos licores.

Desde nuestra austeridad, contemplábamos aquellas cortes empapadas de lujo y opulencia con los ojos del azor que escruta el vuelo de su presa aguardando el momento propicio para caer sobre ella.

Capítulo
IX

H
acía ya tres años, desde la expedición a la Rioja y a Vizcaya, que el rey no requería los servicios de Rodrigo, pero esa situación cambió pronto. En la primavera de 1079 la reina doña Inés enfermó y murió a los pocos días. Hubo quien dijo que la muerte de la reina se había producido durante un parto, en el cual el niño también habría muerto, pero otros rumores señalaban que la causa de su muerte fue la melancolía que la invadió ante el abandono a que su real esposo la sometió en tanto mantenía relaciones con su concubina Jimena Muñoz, de la que se decía que el rey se había enamorado locamente; doña Inés tenía al morir diecinueve años y dejaba al rey viudo y sin descendencia.

Don Alfonso estaba a punto de cumplir cuarenta años, no tenía esposa y tampoco un heredero al que legar su trono. Hasta entonces se había preocupado de engrandecer su reino, pero se había olvidado de que la principal tarea de un monarca es hacer que su linaje se perpetúe. Para ello, el canciller y el mayordomo del rey enviaron mensajeros a varias cortes de Francia en busca de una nueva esposa para su soberano. La elegida fue Constanza, hija del poderoso y riquísimo duque de Borgoña.

Rodrigo fue convocado por el rey a su palacio de Burgos. Don Alfonso estaba muy preocupado, pues su protegido, el inútil al-Qádir había sido expulsado de Toledo por un tal Ibn al-Aftás. El derrocado rey toledano había huido a Huete, desde donde había pedido ayuda a don Alfonso para recuperar el trono, ofreciéndole a cambio varios castillos. El refinado y astuto al-Mutawákkil de Badajoz no perdió ni un instante e incorporó Toledo a su reino.

—El rey de Toledo ha perdido su corona y los de Sevilla y Badajoz están mostrándose demasiado ambiciosos. Nuestros espías en Sevilla nos han hecho saber que al-Mutamid aspira a ganar todos los reinos andalusíes y que ansía establecer en su capital un nuevo califato. Hace ya meses que nos da largas sobre el pago de las parias que nos adeuda alegando que está en guerra con el de Granada. Me ha propuesto que le ayudemos a conquistar Granada y que se la entreguemos a cambio del tesoro de ese reino. Vos, Rodrigo, habéis sido siempre muy persuasivo en este asunto, por eso os encomiendo que vayáis a Sevilla y no volváis hasta que al-Mutamid pague lo que nos debe, aunque si para ello tenéis que ayudarle a conquistar Granada, hacedlo. Entre tanto, yo me encargaré de Toledo.

—Volveré con vuestro oro, majestad —asentó Rodrigo.

El señor de Vivar confirmó unas donaciones que había hecho al monasterio de Cardeña para remedio de su alma si moría en esa misión, y nos convocó a la hueste a todos sus caballeros. Cincuenta y cinco hombres, entre caballeros y criados, estábamos formados en Vivar con provisiones para diez días y todo nuestro equipo militar listo para el combate si fuera necesario.

—Tenemos por delante un largo viaje que será penoso y difícil. Nuestra misión consiste en ir a Sevilla, cobrar las deudas que tiene contraídas al-Mutamid y regresar a Burgos con el oro. Tal vez nos veamos obligados a luchar; manteneos siempre atentos y no relajéis la guardia un solo momento. A los que nunca habéis entrado en combate os diré que, si aplicáis las técnicas que hemos ejercitado, doblegar a un hombre resulta más fácil que luchar contra un lobo, y ya sabéis que jamás nos ha vencido una de esas fieras.

Rodrigo nos arengó en una explanada frente a la iglesia de Vivar, donde fuimos bendecidos por el párroco antes de partir hacia Sevilla. Jimena con sus dos hijos, Diego de la mano y la pequeña Cristina en el regazo, quedaron atrás, saludándonos mientras nos alejábamos.

En Burgos se nos unieron cincuenta soldados que el rey puso a disposición de Rodrigo como escolta para proteger el oro a nuestro regreso, y con ellos viajamos a Sevilla por la ruta del este, atravesando la sierra Central por Atienza hasta Guadalajara. Cruzamos el Tajo en Zorita, cuyo poderoso castillo seguía en manos de al-Qádir, y visitamos a éste en Huete. Nos dijo que tenía intención de ir a Cuenca a esperar allí la ayuda de don Alfonso para recuperar Toledo. Este personaje, con el que volveríamos a encontrarnos en otras ocasiones, me pareció un enjoyado petimetre indigno de gobernar un reino, pero don Alfonso lo consideraba una pieza clave en su política frente a las taifas.

Nos aprovisionamos de víveres, al-Qádir nos proporcionó varios guías y desde Huete nos dirigimos hacia Sevilla atravesando la extensa llanura, plana como el fondo de una bandeja, de la Mancha, y en verdad que parece una mancha de tan llana.

Vadeamos el río Guadiana, al que llaman así los musulmanes porque aparece y desaparece entre bancos de arena y marismas, por Calatrava, otro fortísimo castillo que defiende la frontera sur del reino de Toledo, y atravesamos la sierra Morena por un estrecho desfiladero de paredes rocosas que es la puerta natural hacia el valle del Guadalquivir. Conforme viajábamos hacia el sur, el calor iba siendo cada vez mayor y el sol brillaba con tanta fuerza que no dudé en creer lo que había leído en algunos libros: que el infierno no está en el interior de la tierra, bajo nuestros pies, sino en el sur, en un lugar donde se acaban las tierras habitables y comienza una región abrasada por un fuego eterno. Divisamos el Guadalquivir, que en la lengua de los árabes significa «río Grande», después de cabalgar cinco días siguiendo las faldas de la sierra Morena, y seguimos su curso tras los guías que nos había proporcionado al-Qádir.

Poco antes de avistar Sevilla, donde ya conocían nuestra llegada, salieron a nuestro encuentro unos jinetes que enarbolaban un gran estandarte con una leyenda escrita en árabe. Rodrigo nos ordenó que empuñáramos las armas por si acaso, pero los guías nos dijeron que se trataba de un comité de bienvenida amistoso que enviaba el rey al-Mutamid para escoltarnos hasta la ciudad.

Como ya nos había relatado Rodrigo, Sevilla todavía es mayor que Zaragoza. Es la ciudad más grande que he visto en mi vida, y ahora sí creo que todavía puede haber ciudades mayores que ella, pues a lo largo de muchos años he ido comprobando que siempre hay una ciudad más grande que la que creía que era la mayor. Las calles de Sevilla estaban llenas de gentes que iban y venían vociferando palabras que poco a poco yo iba comprendiendo. Desde que permaneciéramos un mes en Zaragoza en espera de ir a Graus para enfrentarnos al rey de Aragón, las palabras árabes no me eran ajenas, y de vez en cuando intentaba no olvidar las que había aprendido.

Al-Mutamid, soberano de Sevilla, era uno de los hombres más refinados pero más ladinos que he conocido. Vivía rodeado de un lujo sin igual y tenía en su harén una multitud de concubinas traídas de todas partes del mundo. Su palacio estaba rodeado de jardines en los que se cultivaban arbustos aromáticos como el mirto, el sándalo, la menta y la hierbabuena. Patios y pabellones se sucedían como formando un laberinto cuajado de juegos de luces y sombras que semejaban el dulce sopor de los sueños.

Nos recibió sentado en cuclillas sobre un gran almohadón azul bordado con hilos de oro y plata en un gran salón abierto a un patio en el que una fuentecilla refrescaba el tórrido verano sevillano. A su derecha estaba el gran visir de la corte y a su izquierda un intérprete que nos traducía sus palabras.

—Sed bienvenidos a mi reino —nos dijo.

—Mi nombre es Rodrigo Díaz, embajador de su majestad el rey don Alfonso de León y de Castilla; agradecemos vuestro recibimiento, majestad —contestó Rodrigo, alargando al visir el diploma que así lo acreditaba.

—Sí, os recuerdo de vuestra anterior visita. Nada me place más que cumplir mis deberes de anfitrión como buen musulmán y acoger a los enviados de mi «hermano» el rey Alfonso.

—Mi rey os envía sus saludos y os desea que os encontréis bien —continuó Rodrigo.

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