El Cid (15 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Acompañaban a don Alfonso varios obispos y los nobles leoneses Pedro Ansúrez, a quien había reintegrado sus condados de Carrión y Zamora, y Gonzalo Díaz, nombrado alférez de León. Frente a Rodrigo estaban sus viejos enemigos: Pedro Ansúrez, derrotado en Golpejera, y Martín Alfonso, derrotado en Llantada. En los ojos de los condes leoneses vencidos por Rodrigo podía verse el reflejo del odio contenido hacia el señor de Vivar.

Tras el juramento de las leyes de Castilla, don Alfonso pronunció un discurso en el que abogó por el olvido de las viejas rencillas entre leoneses y castellanos y exhortó a todos a mantener el reino unido y en paz. Los burgaleses aclamaron a su nuevo rey y los nobles castellanos, encabezados por el conde de Lara, prestaron juramento de vasallaje a don Alfonso.

En los días siguientes el nuevo rey firmó varios documentos, la mayoría de ellos confirmando viejos privilegios y otorgando otros para ganarse el favor de los castellanos; Rodrigo estampó su firma al pie de varios de ellos, pero ya no era el primer caballero del reino, sino uno más en una larga lista de vasallos de don Alfonso.

Creo que don Alfonso admiraba a Rodrigo, pero debía su corona al apoyo de los nobles leoneses y no podía enemistarse con ellos. Por su parte, el nuevo soberano trató desde el primer momento de atraerse la amistad de la nobleza castellana, entre cuyos miembros había quienes seguían sospechando que había sido él el instigador del asesinato de su hermano en el cerco de Zamora.

Las relaciones incestuosas que don Alfonso mantenía desde hacía mucho tiempo con su hermana doña Urraca tampoco eran bien vistas por los obispos leoneses y castellanos, pero el rey hacía poco caso a las recomendaciones de sus confesores. Doña Urraca era siete u ocho años mayor que don Alfonso, y desde que éste era niño, la infanta estuvo siempre a su lado, mimándolo y cuidándolo. Se rumoreaba por entonces en la corte que ambos hermanos dormían juntos y que su amor iba más allá del que es debido entre hermano y hermana, pues se decía que tenían relaciones como sólo debe ser propio de esposos. Cuando don Alfonso fue coronado rey de Castilla, tenía treinta y tres años y seguía soltero; hacía ya tres que había contraído esponsales con una delicada muchachita llamada Inés, hija del poderoso y rico duque de Aquitania, que aguardaba desde entonces en su país la llamada del rey de León para convertirse en su reina; ahora también lo sería de Castilla.

A comienzos del año 1073 regresó de su exilio sevillano don García, quien, tras la muerte de su hermano Sancho, había reclamado su reino de Galicia. El pobre e ingenuo don García apareció en las fronteras de León con dos docenas de caballeros y fue inmediatamente apresado por don Alfonso. El que fuera efímero rey de Galicia, un hombre ingenuo y desgraciado, fue conducido al castillo de Luna, en las montañas del norte de León, donde don Alfonso lo retuvo preso y cargado de cadenas hasta su muerte, que ocurriría diecisiete años después. Don Alfonso había aprendido muy bien la lección de su exilio y jamás permitió que su hermano menor quedara libre. Tal vez don García vivió sus últimos años en la esperanza, alimentada por la falta de un hijo varón de su hermano, de que un día alguien le comunicara que éste había muerto y que él era al fin el rey de León, también de Castilla… y de Galicia. Pero cuando se abrió la puerta de su celda no fue para llevarlo a la catedral de León a recibir la corona, sino para conducir su cadáver al sepulcro. Vivió encadenado y murió encadenado, pues en los últimos días de su vida, gravemente enfermo, cuando le dijeron que iban a quitarle las cadenas para permitirle morir libre, el que fuera rey de Galicia contestó que deseaba morir como había vivido sus últimos años, encadenado. Tal vez para lavar su mala conciencia, don Alfonso consintió en que su desventurado hermano don García fuera enterrado en el panteón de los reyes en San Isidoro de León.

Rey único, todopoderoso señor en León y en Castilla, don Alfonso reclamó el pago de las parias que adeudaban los reyezuelos musulmanes. Una de las primeras medidas de su gobierno fue enviar cartas a los reinos tributarios para exigirles los pagos atrasados. El primero en pagar fue el rey de Zaragoza, al-Muqtádir, que a fines de mayo remitió doce mil mancusos de oro, cantidad que se comprometía además a pagar anualmente.

Rodrigo se retiró a Vivar, confiado en que don Alfonso lo llamaría pronto a su lado, pues no en vano él había sido su principal valedor y en cierto modo quien había convencido a los nobles castellanos para acatarlo sin recelos como nuevo monarca de Castilla.

Las esperanzas de Rodrigo florecieron cuando a mediados de abril el rey lo nombró juez en un pleito que enfrentaba a los monjes de Cardeña con los infanzones del valle de Orbaneja. El motivo de la querella radicaba en que el abad Sisebuto, un hombre santo, acusaba a los infanzones de este valle de haberse adueñado de más de cien bueyes que pastores del monasterio habían llevado allí a pastar. Los infanzones alegaban que las tierras de Orbaneja eran suyas y que por tanto los bueyes les pertenecían. Los infanzones habían encerrado a los bueyes en un aprisco en la umbría de una vaguada cerca del curso del río Ebro.

Acudimos a Orbaneja, a poco más de una jornada de camino al norte de Vivar, acompañando al merino de Burgos, que también había sido designado por el rey como procurador en este caso. Rodrigo y el merino de Burgos citaron a los acusados en la puerta de la iglesia de Orbaneja a mediodía, y allí, por orden de los jueces, leí el pliego de acusaciones y la reclamación del abad Sisebuto. Los monjes de Cardeña solicitaban la devolución de ciento cuatro bueyes y la imposición de una dura pena para los infanzones. Su portavoz, un hombre recio, de complexión fuerte, anchos hombros y nariz prominente, estalló en cólera cuando me oyó leer:

—Por todo ello, reclamamos a los infanzones de Orbaneja la devolución de los ciento cuatro bueyes que nos han robado y además solicitamos de vuestra majestad que les imponga la pena del duplo de lo robado.

—¡Estáis locos! —gritó aquel hombre—. El duplo decís, eso son…, eso son más de doscientos bueyes.

El portavoz de los infanzones hablaba en la lengua de Castilla, pero incluía a veces algunas palabras de las gentes del norte, de la sonora y chirriante lengua de los vascos de las montañas.

El representante del abad exhibió un documento en el que se demostraba la propiedad de los bueyes, en tanto que los infanzones nada pudieron alegar al respecto, sólo repetían que los bueyes estaban en sus pastos y que eran por tanto suyos.

Tras oír a ambas partes y examinar las pruebas y los testimonios presentados, el merino de Burgos y Rodrigo se retiraron al interior de la iglesia. Yo los acompañé para tomar nota del fallo, que copié en un pergamino.

Volvimos a salir a la puerta, donde aguardaban expectantes los infanzones de Orbaneja y los monjes de Cardeña, y Rodrigo dijo:

—El caballero don Diego de Ubierna leerá la sentencia.

Se hizo el silencio tras unos murmullos, y con la voz más firme que pude, leí:

—Nos, don Gonzalo García, merino de Burgos, y don Rodrigo Díaz, señor de Vivar, jueces por nombramiento de don Alfonso, rey de León y de Castilla, otorgamos la siguiente sentencia en el pleito entre el monasterio de San Pedro de Cardeña y los infanzones del valle de Orbaneja: Reconocemos a los monjes de Cardeña la propiedad de ciento cuatro bueyes que los infanzones de Orbaneja se han apropiado injustamente, ordenamos a dichos infanzones que devuelvan de inmediato los dichos bueyes a los monjes y condenamos a los infanzones a pagar el duplo de lo robado al rey de León y de Castilla…

—¡No! —gritó el portavoz de los infanzones.

—¡Silencio! —ordenó Rodrigo—, si alguien vuelve a interrumpir la lectura de la sentencia, juro ante Dios que le cortaré la lengua yo mismo.

Y me indicó que continuara leyendo.

—… pero en atención a los muchos méritos y servicios que dichos infanzones han prestado a la Corona, dicha pena les es conmutada por el pago de una ternera.

—Que nos comeremos todos juntos hoy mismo —me interrumpió Rodrigo sin dejar que acabara de leer el colofón de la sentencia.

Y así se hizo; aquella noche cenamos la ternera, los monjes de Cardeña recuperaron su ganado y los infanzones de Orbaneja se quedaron tan felices tras haber creído por un momento que la justicia del rey les impondría una caloña imposible de soportar.

Regresamos a Vivar satisfechos de cómo se había dilucidado el pleito, pero cuando llegamos, le dieron a Rodrigo una noticia terrible: la dama que cortejaba en Celada había muerto hacía dos días a causa de una enfermedad que le había provocado la parada del corazón. Rodrigo intentó disimular su afección, pero fue la primera vez que vi cómo las lágrimas acudían abundantes a sus ojos.

Durante varios meses permaneció inane; se dedicaba a contemplar los llanos de Vivar con la mirada perdida en el horizonte, o cabalgaba sobre su corcel camino de ninguna parte durante todo el día, para regresar al anochecer y acostarse en su lecho sin apenas probar bocado. Poco a poco parecía consumirse en una angustiosa desazón que no hacía sino aumentar conforme iban llegando noticias de la corte y ninguna de ellas referida a Rodrigo, a quien el rey parecía haber olvidado.

Fueron mi hermano, que solía participar como guerrero en todas las algaras contra los musulmanes, y el conde de Lara, que había sido el primer noble castellano en prestar juramento a don Alfonso, quienes intercedieron ante la corte, y tal vez también la propia doña Urraca, ¡quién sabe!, pero a finales de 1073 una carta del rey invitaba a Rodrigo a visitarlo en Burgos.

Allí fuimos, bien a desgana del señor de Vivar, a cumplimentar al rey de León y de Castilla. Don Alfonso recibió a Rodrigo con cortesía pero sin ninguna especial muestra de afecto.

—Sed bienvenido a la corte, señor de Vivar.

—¿A qué se debe el honor de vuestra llamada, majestad? —le preguntó Rodrigo.

—A dos cuestiones. La primera de ellas mi matrimonio; hace ya varios años que firmé los esponsales con Inés de Aquitania: es hora de cumplirlos. He enviado un mensaje a su padre el duque reclamando a mi futura esposa. En cuanto pase el invierno contraeré matrimonio con Inés. Por cierto, vos tenéis ya edad más que suficiente y que yo sepa seguís soltero. No estaría de más que buscarais una esposa joven y fuerte que os diera hijos para proseguir vuestro linaje. Hay una joven llamada Jimena que quizás os convenga. Es hija de Diego Rodríguez, conde de Oviedo, y de doña Cristina, biznieta del rey Alfonso, el quinto de ese nombre en León. Creo que para un infanzón como vos es un buen partido. ¡La descendiente de un rey! Vuestros hijos podrían afirmar que por sus venas corre sangre real.

—No es mi intención casarme… por el momento, majestad.

—No importan tanto vuestros deseos como vuestro deber, y la obligación del señor de Vivar es casarse y procrear hijos. Sois un noble y no podéis eludir vuestra responsabilidad. Además, le he prometido al conde de Oviedo que su hija tendría un buen matrimonio, y qué mejor esposo que el más valeroso caballero de Castilla, don Rodrigo Díaz el Campeador —el rey pronunció el apelativo "Campeador" con cierta befa—. Necesitáis una esposa, y Jimena será la mejor para vos.

—Si ése es vuestro deseo… —dijo Rodrigo.

—Es mi voluntad —zanjó don Alfonso.

—¿Y la segunda cuestión? —inquirió Rodrigo sin amilanarse ante la postura un tanto airada del rey.

—Son esos malditos endemoniados navarros que tan bien conocéis. Sabéis que mi hermano no pudo ganar la Rioja, que Castilla siempre ha considerado como suya. Yo quiero esa rica comarca y necesito buenos guerreros como vos para conquistarla. Hace meses que busco una excusa, y ya la he encontrado. Desde que ceñí la corona de Castilla, mi primo el rey Sancho de Pamplona no ha dejado de incordiar a los peregrinos castellanos que acuden al monasterio de San Millán, y como su rey y señor tengo la obligación de protegerlos. Y qué mejor manera de hacerlo que conquistando la Rioja. He decidido hacer una incursión hasta cerca de Nájera en junio, justo antes de mi boda. Lo justificaré alegando que necesito protección para mí y mi séquito, pues deseo visitar el cenobio de San Millán para pedir al santo que bendiga mi matrimonio.

»Vos, Rodrigo, vendréis con nosotros en esa incursión. Los condes don Pedro Ansúrez y don García Ordóñez mandarán el ejército de Castilla. Acudid a Burgos con diez caballeros el último jueves de mayo.

Vi cómo el rostro del señor de Vivar se convulsionaba cuando el rey le notificó que dos de sus principales rivales iban a dirigir la hueste real en la cabalgada de la Rioja. Tal vez don Alfonso esperara una negativa de Rodrigo a participar en esa hueste y así incurrir en desobediencia para con su rey y señor, pero el Campeador se limitó a inclinar levemente la cabeza y decir:

—Sois mi rey y mi señor, por ello os debo ayuda y consejo. Mi ayuda la tenéis, estaré en Burgos en la fecha señalada. Mi consejo es el siguiente: guardaos de los nobles que anidan a la sombra de la corona sólo en busca de su beneficio.

Rodrigo volvió a inclinarse ante el rey y me hizo una indicación para que saliéramos de la sala mayor del castillo de Burgos. Jamás había visto a alguien con semejante orgullo.

Hasta entonces, el señor de Vivar había obrado como un buen vasallo, siempre presto a defender a su soberano, fuera éste don Fernando, don Sancho o don Alfonso, pero tras aquella entrevista noté que algo había cambiado en su forma de comprender la relación entre rey y súbdito; tal vez se diera cuenta de que los reyes, como seres humanos que son, atienden más a sus intereses que a los de su reino, o quizá se sintiera despechado por ver cómo sus viejos enemigos eran elevados por encima de él en el mando del ejército de Castilla; no sé, jamás me dijo nada al respecto, pero es cierto que desde ese día algo muy profundo cambió en Rodrigo, algo que lo llevaría, años más tarde, a convertirse en un señor independiente, sólo fiel a sí mismo y a sus leales, obsesionado tan sólo en ganar con su esfuerzo fuera de Castilla lo que su rey le había negado pese a sus méritos.

El rey había decidido casarse con Inés de Aquitania el 16 de junio en el monasterio de San Millán de la Cogolla, la única parcela de esta región que poseíamos los castellanos en la Rioja. Pero era bien conocido en todo el reino, y el propio rey nada hacía para ocultarlo, que desde que volviera de Toledo seguía manteniendo amores incestuosos con su hermana doña Urraca. Esos amores escandalizaban a los obispos del reino, que no estaban dispuestos a celebrar el matrimonio canónico del rey hasta que no cesara aquella escandalosa relación. Los amoríos del rey con su hermana suponían además un descrédito para el nuevo monarca de Castilla, pues los propios musulmanes aseguraban que don Alfonso practicaba la religión de Zoroastro en secreto y que por eso mantenía amores con su hermana, con la que, según decían, se había casado en secreto mediante paganos rituales persas. Por supuesto que nada de eso era cierto, pues dudo incluso que don Alfonso supiera quién era Zoroastro, pero rumores de ese tipo eran frecuentes y se extendían muy deprisa gracias a los espías que los musulmanes tenían entre nosotros, muchos de ellos camuflados como falsos cristianos, y las insidias se convertían en una verdadera arma al desprestigiar a los soberanos cristianos y rebajar su autoridad a los ojos de sus súbditos.

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