El Cid (18 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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De vez en cuando se acercaban hasta la aldea algunos juglares, bien porque Vivar era una etapa más en su camino, bien atraídos por la fama del Campeador. A cambio de unas monedas, de cama y de comida, cantaban para nosotros delicadas baladas; en esas ocasiones Rodrigo solía invitar a los campesinos a compartir con él las canciones de los juglares y alguna barrica de vino. Aquellas gentes, la mayoría de las cuales jamás había salido de Vivar, se sentaban en el suelo, sobre esteras de mimbre, y escuchaban los relatos de los bardos con la boca abierta y los ojos redondos como platos. No sabían quiénes eran Alejandro el Grande, ni el emperador Carlos el de la barba florida, ni el glorioso Eneas, ni el impetuoso Aquiles, ni el astuto Ulises, ni siquiera eran capaces de distinguir a un héroe legendario como Hércules, de uno real como Roldán, pero aquellas humildes gentes no hubieran cambiado nada de este mundo por oír a los poetas cantar aquellas epopeyas al lado de su señor.

Las Navidades fueron si cabe todavía más felices. Las arcas de Rodrigo estaban repletas gracias a las monedas que el rey le había entregado por su trabajo de recaudador de los tributos de Sevilla y Toledo, los graneros colmados con la excelente cosecha del pasado verano, las cubas de las bodegas rebosaban del vino pisado en los lagares y, sobre todo, un pequeño corazón, el de su hijo Diego, latía con fuerza en la casona del señor de Vivar.

Pero el alma de Rodrigo no estaba tranquila: era un hombre rico, con muchas propiedades dispersas por media Castilla, y afamado, al que los juglares comenzaban a comparar con los héroes antiguos, mas cierta inquietud anidaba en su impetuoso corazón.

El rey don Alfonso le había concedido riquezas, lo llamaba
fideli meo
, le había buscado una buena y bella esposa y lo había distinguido permitiéndole actuar como juez en algunos pleitos y encargándole la recaudación de las parias de los reyezuelos musulmanes, pero seguía sin lograr una mayor consideración social en la corte.

Lo que por entonces no sabía Rodrigo es que entre los miembros de la curia real, a la que no había sido invitado desde que fuera asesinado don Sancho, tenía muchos y muy poderosos enemigos. Los condes leoneses Pedro Ansúrez y Martín Alfonso no le perdonaron nunca que los humillara en Llantada y Golpejera, y los condes castellanos García Ordóñez y Gómez González recelaban de Rodrigo, pero sobre todo envidiaban sus éxitos militares, su predisposición a combatir por Castilla y su inigualable pericia en el manejo de las armas.

Aquellos nobles no podían soportar que un infanzón fuera más ilustre que ellos, que los superara en dignidad y fama y que las gentes de Castilla lo consideraran el más grande de sus personajes después del conde Fernán González, y por todo ello no desaprovechaban una sola ocasión para tratar de enemistar a Rodrigo con su rey.

Rodrigo tenía muchos más vasallos y caballeros a su servicio, pero no había logrado recuperar el sitio que ocupara en la curia real durante el reinado de don Sancho. Para conseguirlo, en la primavera del año 1076 Rodrigo decidió actuar como un gran magnate. En el mes de mayo se dirigió al monasterio de Cardeña, donde estaba el rey, y en su presencia y con su confirmación donó las rentas que tenía en las aldeas de Peñacova y Fresnosa al monasterio de Silos, adonde acudían numerosos peregrinos a honrar la tumba de su abad Domingo de Silos, que había muerto hacía sólo dos años pero al que ya veneraban como a un santo; desde entonces, esas rentas se destinarían a cubrir los gastos de iluminación y alojamiento de los peregrinos que se hospedaban en este monasterio camino de Compostela. El rey volvía de nuevo a dignificar a su vasallo, pero un acontecimiento inesperado trastornó las cosas.

A principios de junio el rey Sancho de Pamplona fue arrojado a un precipicio en Peñalén. Un mensajero atravesó la Rioja y media Castilla reventando varios caballos para comunicar la noticia a don Alfonso.

—El rey de Pamplona ha sido despeñado por su hermano Ramón; el fratricida no ha logrado ganarse la lealtad de los nobles navarros y ha huido con su hermana a Zaragoza, donde su rey al-Muqtádir los ha acogido. ¡Pamplona está sin rey!

—Entonces, ésta es la ocasión que esperábamos —clamó don Alfonso.

En una semana organizó al ejército y desde Burgos invadió la Rioja. En apenas un mes ocupamos toda la Rioja, hasta Calahorra, y además las tierras de Álava, Vizcaya y casi toda Guipúzcoa, que don Alfonso declaró incorporadas a Castilla como parte de la herencia de su padre don Fernando. Pero no pudimos ganar Navarra. Don Sancho Ramírez, el intrépido y astuto monarca del pequeño reino de Aragón, se nos adelantó y a mediados de junio ya había entrado en Pamplona, donde fue coronado rey.

Ganamos todas esas tierras sin luchar, sin lanzar una sola flecha, enarbolar una lanza o desenvainar una espada. Rodrigo y yo mismo cabalgamos por las boscosas tierras de los vascos y obtuvimos el juramento de lealtad de sus fieros nobles para nuestro rey, pero en la curia celebrada en Calahorra todos los honores fueron para García Ordóñez, a quien el rey don Alfonso proclamó «el primer caballero de Castilla».

El rey de Aragón y el de León y de Castilla se entrevistaron en Nájera y acordaron el reparto del reino de Pamplona tal y como estaban ocupadas sus tierras en esos momentos. Castilla incorporó Álava, Vizcaya y La Rioja, con las ciudades de Nájera, Logroño y Calahorra, en tanto Aragón se quedó con las tierras de Pamplona y parte de Guipúzcoa.

Para desagraviar a Rodrigo, don Alfonso le pidió que lo acompañara hasta la nueva villa de la Calzada. Allí se había establecido un varón llamado Domingo, a quien muchos comenzaban a considerar santo. Era este Domingo el hombretón más grande que jamás había visto, con unas espaldas capaces de soportar el peso de un buey y unos brazos tan recios como troncos. Su fama se había extendido por toda la Rioja desde que con sus propias manos levantara un puente sobre el río Oja para facilitar el paso de los peregrinos hacia la tumba de Santiago. Al lado de ese puente fundó después una hospedería y a su vera había ido creciendo una pequeña ciudad sin nombre a la que pronto se la llamó simplemente la Calzada.

Cuando fuimos a visitar a Domingo, éste acarreaba piedras para levantar los muros de una iglesia que se estaba construyendo en la Calzada.

—¡Domingo! —gritó uno de los sayones—, el rey desea conocerte.

El hombretón dejó en el suelo los dos grandes bloques de piedra que portaba bajo cada uno de sus brazos y se acercó hasta la comitiva real. Don Alfonso descendió del caballo y cogió por los hombros a Domingo.

—He oído hablar mucho de ti y de cuánto estás haciendo para que la ruta de los peregrinos sea más segura y propicia. Pídeme lo que desees, y si está en mi mano concedértelo, lo haré. Es mi voluntad que el camino a Compostela se dote de hospitales, iglesias, puentes y castillos que permitan una ruta segura.

—Mi vida está ligada a este camino. Dios me ha encomendado la tarea de favorecer a los peregrinos, sólo os pido que me ayudéis en ello.

—Así será —concluyó el rey.

Ese mismo día don Alfonso concedió terrenos y edificios a Domingo para que continuara con su labor y le prometió que destinaría una buena parte de las parias que cobraba a los musulmanes para mejorar el camino y para levantar hospitales y puentes y sobre todo nuevas iglesias en las que los peregrinos pudieran rezar a Dios y preparar su alma en su marcha hacia Compostela.

—Es difícil creer que tanta gente se mueva por una idea —me comentó Rodrigo a la vista de un grupo de peregrinos que atravesaban el puente sobre el Oja.

—Ganan la eternidad del paraíso —le dije—, y esa recompensa bien vale el riesgo que emprenden al iniciar el camino.

Ese año acompañamos al rey a Nájera y a Sepúlveda. A ambas villas don Alfonso les concedió fueros y dictó una serie de normas para que acudieran a ellas nuevos pobladores. En Sepúlveda fue el propio Rodrigo el encargado de repartir tierras y solares a los colonos recién venidos del norte e incluso a algunos mozárabes del sur; allí se unió a nosotros Álvar Fáñez, sobrino de Rodrigo por el linaje de su madre.

Creo recordar que fue en Sepúlveda donde nos enteramos de que en el lejano condado de Barcelona habían subido al trono dos hermanos gemelos, los condes Ramón Berenguer y Berenguer Ramón, que compartirían el gobierno del condado durante varios años hasta que estalló entre ambos la tragedia.

Don Alfonso había ganado la mitad occidental del viejo reino de Pamplona, había repoblado las tierras del sur de Castilla, en el somontano de la cordillera que separaba entonces a la Hispania cristiana de al-Andalus, sus arcas estaban rebosantes de oro musulmán que ahora llegaba con puntualidad y sus obras en el camino de Compostela habían hecho que el número de peregrinos creciera de tal modo que eran muchas las ciudades, villas y aldeas que florecían a lo largo del mismo. Gobernaba sobre más de dos tercios de las tierras cristianas, y no dudó en titularse a partir de entonces como «emperador»; todo era favorable, pero su esposa, la joven reina doña Inés, no quedaba embarazada. Don Alfonso tramó repudiarla por estéril y así se lo comunicó al papa Gregorio, pero el enérgico pontífice se opuso tajantemente y el rey de León y de Castilla cedió al fin a las presiones del papa, manteniendo a doña Inés a su lado, aunque su fogosidad varonil lo llevó a mantener relaciones con una bella dama llamada Jimena Muñoz, a quien se vio junto al rey en alguna de las ceremonias de la corte.

En el año de 1077 llegaron de Roma unos embajadores con cartas del papa Gregorio. Este pontífice se había propuesto devolver a la Iglesia la dignidad que había perdido tras varios siglos de simonía y sometimiento al poder de la nobleza romana, que ponía y deponía papas a su antojo. La Iglesia atravesaba momentos muy delicados: no hacía demasiados años que los cristianos orientales se habían separado de Roma provocando un gran cisma en la cristiandad.

Gregorio quería acabar con aquella situación y devolverle el prestigio al papado, y por supuesto que para ello hacía falta dinero. Procedente de las parias musulmanas, don Alfonso lo tenía y además estaba dispuesto a entregarlo con generosidad a la Iglesia, no en vano ese mismo año había duplicado la cantidad anual que donaba al monasterio francés de Cluny.

El papa debió de ser informado de la riqueza que se atesoraba en las arcas del rey de León y envió esa embajada reclamando tributos para la sede romana. Para ello aducía una ancestral costumbre llamada «el óbolo de San Pedro», según la cual, los monarcas de la cristiandad tenían la obligación de contribuir a mantener los gastos de la Santa Sede.

Don Alfonso convocó una curia real en Burgos y, por primera vez desde que jurara como rey de Castilla, invitó a Rodrigo a participar en la reunión de los notables del reino.

La sala mayor del castillo de Burgos estaba a rebosar; Rodrigo, que había esperado asistir a una reunión más exclusiva, se sintió defraudado. Aunque convocada como una curia, aquella era una asamblea a la que habían sido llamadas gentes de muy diversa condición. Por supuesto que estaban los condes y magnates, pero también había muchos infanzones, merinos, sayones e incluso mercaderes.

El rey apareció en la sala tras ser anunciado por un heraldo. Vestía solemne, con la corona real de oro y piedras preciosas ceñida en las sienes, el báculo dorado de cabeza de león con ojos de rubí, la túnica larga de color azul con las mangas orladas en oro y las chinelas púrpuras. Tras él, sorprendidos por la maniobra del rey, venían los delegados pontificios, sin duda engañados a tenor de las caras que pusieron cuando vieron a tanta gente reunida.

—¡Nobles y pueblo de Castilla! —gritó el rey—. Os he citado aquí, en esta curia extraordinaria, para daros a conocer un asunto principal. Me acompañan los embajadores de su santidad el papa Gregorio, que rige desde Roma los destinos de nuestra amada Santa Iglesia, y que han venido hasta nuestro reino reclamando el pago de dinero para mantener los gastos del papado. ¿Qué tenéis que decir?

La pregunta del rey quedó flotando en el aire. Los legados pontificios miraban a los asistentes y los asistentes los miraban a ellos, pero nadie decía una sola palabra. Tras unos instantes eternos, de entre el grupo de los infanzones se adelantó unos pasos una figura formidable hasta quedar solo en medio de la sala: era el señor de Vivar.

—Majestad, señores: todos me conocéis y sabéis que soy un buen cristiano. Cumplo con mis obligaciones con la Iglesia y he contribuido con mis rentas a construir templos donde rezar a Dios y a los santos. Todos vosotros estáis ayudando a que la Iglesia sea más grande y más poderosa; en Castilla abundan los monasterios, las iglesias prosperan gracias a las donaciones de los fieles y nuestras catedrales son día a día más altas, más largas y más anchas. La mitad al menos de nuestras rentas va a parar a manos de la Iglesia o se dedica a la mayor gloria de Dios. Muchos de vuestros antepasados han muerto en los campos de batalla luchando por Dios y por su Iglesia para que sobre las murallas de castillos y ciudades brille la cruz de Cristo. Roma debería reconocer lo que hemos hecho los castellanos por la Iglesia antes de pedirnos dinero.

»Mi espada está al servicio de Dios y de su Iglesia pero también lo está al de mi rey. Nosotros también necesitamos dinero: dinero para construir nuevas iglesias, dinero para levantar hospitales, dinero para atender a las necesidades de los peregrinos, dinero para la mayor gloria de Dios… en Castilla.

Rodrigo inclinó la cabeza en señal de respeto hacia el rey y regresó al lugar que ocupaba entre los infanzones. Los rostros de la mayoría de los presentes denotaban satisfacción: allí todos éramos buenos cristianos, pero nuestras bolsas no tenían por qué serlo.

—¡Rodrigo de Vivar tiene razón!, ayudemos a la Iglesia, pero en Castilla —gritó Álvar Fáñez, el joven pariente de Rodrigo.

—¡Sí, en Castilla, en Castilla! —clamaron a coro varias voces.

La delegación pontificia se marchó con las manos vacías, pero obtuvo del rey la promesa de cambiar el tradicional rito hispano de la liturgia por el nuevo rito romano.

Hasta esa visita, en toda Castilla se celebraba la misa según el rito ancestral de la Iglesia goda. Pero el papa había decidido que era hora de adecuar la liturgia a los nuevos vientos reformadores que corrían en la Iglesia, y dio orden a toda la cristiandad de que se aplicara el nuevo rito romano, que unificaría la liturgia en todos los reinos y Estados. Los encargados de hacerlo eran los monjes cluniacenses, y en Aragón ya hacía algún tiempo que lo habían conseguido. Los clérigos castellanos se resistían a introducir el nuevo rito, lo que produjo no pocos problemas. La cuestión del tipo de rito a seguir se convirtió en el principal tema de debate en Castilla, y no sólo entre los clérigos, sino también entre los caballeros. En el mes de abril se enfrentaron en duelo dos caballeros: uno castellano que defendía el rito tradicional hispano y otro mozárabe toledano que lidiaba en defensa del nuevo rito romano. Venció el castellano, pero nada cambió pues los partidarios del rito romano, entre los que la reina doña Inés era valedora principal, consideraron que el castellano había ganado con malas artes.

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