El Cid (21 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Jimena corrió a abrazar a Rodrigo con lágrimas en los ojos; junto a ella estaban Diego, que correteaba alrededor de su padre tirándole de la sobreveste, y Cristina, que de la mano de su madre ya daba los primeros pasos.

—Hemos recogido las cosechas de trigo, ordio y cebada, hemos vendimiado las vides, las ovejas están esquiladas y hemos sacrificado seis cerdos para ponerlos en conserva —explicó Jimena.

Rodrigo la miró a los ojos y volvió a besarla. Jimena tendría entonces más de treinta años, pero su aspecto era el de una muchacha de veinte.

Me acerqué a saludarla y le dije:

—Señora, es estupendo regresar de nuevo a casa.

—Sé bienvenido, Diego.

Y me ofreció su mano que besé levemente.

Aquel invierno fue largo y muy frío, tanto que durante al menos dos meses no pudimos siquiera salir a cazar. La nieve cayó en tan gran cantidad que los lobos merodeaban de día en día cerca de las aldeas del llano. Una gélida mañana, poco antes del alba, oí unos ruidos al otro lado del patio. Era muy pronto y me extrañó que con semejante frío alguien se hubiera levantado a realizar las primeras tareas del día. Salté de la cama, me vestí con la túnica, me calcé las botas de cuero, cogí mi espada y salí afuera. Pese a que el cielo estaba nublado, el frío era intensísimo. Atravesé el patio y me dirigí hacia el lugar de donde procedían los ruidos. Me acerqué con sigilo y por encima de la tapia vi a tres lobos que escarbaban la nieve y la tierra en la base del muro; a este lado estaba el establo repleto de ovejas. Las tres bestias estaban tan hambrientas y tan afanadas en excavar bajo el muro que ni siquiera advirtieron mi presencia. Ya habían hecho un buen agujero y seguían escarbando la tierra como si les fuera, y tal vez así era, la vida en ello.

Por un instante dudé: si los ahuyentaba con gritos y pedradas, volverían en otra ocasión, y sin otra arma que la espada no estaba seguro de poder hacerles frente a los tres; en mi precipitación había olvidado coger una adarga y una lanza.

Una mano se apoyó en mi hombro; me volví asustado y vi los ojos de Rodrigo, que traía dos arcos y una aljaba con flechas. Me indicó con la mano en los labios que guardara silencio y me entregó uno de los arcos; colocó el carcaj entre ambos y cada uno de nosotros cogió una flecha. Señaló al lobo de la derecha y me puso su dedo en el pecho, en tanto él se reservaba el de la izquierda.

—¿Y el del centro? —le pregunté en susurros.

—Cuando huya, le tiramos los dos, y tal vez uno lo alcance.

Asentí con la cabeza y cargué mi arco. Dos saetas silbaron al unísono y ensartaron a los dos lobos. El tercero se detuvo por un momento y en cuanto se dio cuenta de la situación intentó huir. Aquel instante de vacilación de la bestia nos proporcionó el tiempo suficiente como para cargar una segunda saeta. La mía se le clavó en los cuartos traseros pero el lobo siguió adelante arrastrándose cinco o seis pasos, hasta que la de Rodrigo le atravesó el cuello y tumbó al animal agonizante sobre la nieve.

Rápido como una centella, el señor de Vivar saltó la tapia y con el cuchillo que llevaba al cinto degolló a los tres lobos de un certero tajo en la garganta.

—Bien, Diego, aquí tienes tu abrigo de pieles para este invierno.

—Si me lo permitís, señor, me gustaría ofrecérselo a doña Jimena; creo que en su estado lo necesitará más que yo.

—Como quieras, aunque tal vez sean necesarios otro par de lobos para completar una buena capa.

Doña Jimena estaba embarazada de nuevo. Es el destino inevitable de toda mujer casada: tener un hijo, criarlo con el pecho propio y en cuanto se desteta quedar de nuevo embarazada y volver a parir un nuevo hijo, y rezar a Dios para que no muera; y así año tras año, embarazo tras embarazo hasta que un mal parto le causa la muerte o la muerte sobreviene por el cansancio, la enfermedad o el desgaste de una vida de trabajos y fatigas.

A fines de 1079 llegó a Castilla la que iba a ser su nueva reina, doña Constanza de Borgoña. Con ella viajaron una dama de compañía de una belleza sin igual y un monje cluniacense, su confesor y secretario a la vez. Don Alfonso convocó a la nobleza castellana en Burgos a principios de mayo, dos meses antes lo había hecho con la leonesa en Sahagún, para presentarle a la que iba a ser su nueva esposa y reina. Constanza era hermosa, pero al lado de su dama, la hija del duque de Borgoña parecía poca cosa.

—Quien haya decidido que esa espléndida dama sea la acompañante de la joven reina está loco —me susurró Rodrigo al oído en la sala de audiencias del palacio real de Burgos.

Y en verdad que debía de estarlo, porque era ya conocido en toda la corte que desde que la embajada borgoñona se presentara ante el rey, éste sólo había tenido ojos, y lecho, para la sensual dama de compañía de su futura reina; tan prendado quedó de ella que se olvidó de Jimena Muñoz, a la que obligó a abandonar la corte tras dos años de relaciones. Recuerdo que alguien comentó que el rey había dotado a su anterior amante con copiosas rentas en un apartado rincón en el norte de Galicia con la orden de que no volviera a aparecer por la corte.

Don Alfonso estaba tan ensimismado con la belleza de su nueva amante borgoñona, y sin duda también con sus artes amatorias de las que se dice que las borgoñonas y las aquitanas no tienen igual, que algunos de los obispos le hicieron saber al rey que su conducta no era digna de un monarca.

«Soy un rey, pero también un hombre, y además ¡todavía no estoy casado!», dijeron algunos que exclamó don Alfonso cuando los obispos le recomendaron que pusiera fin a sus amoríos con la dama de doña Constanza.

La futura reina era una joven viuda que había estado casada con el conde de Châlon, y además de hija del duque de Borgoña era nieta del rey de Francia; era por tanto una esposa que convenía mucho a los intereses políticos de don Alfonso. Su aspecto parecía enfermizo a causa de su delicada piel, blanca como la nieve y a la vez transparente como el cristal, tanto que a su través se apreciaban sus venas azules en las sienes y en el cuello. Durante trece años fue la reina de León y de Castilla y parió una hija, doña Urraca, que ahora es la soberana de estos reinos.

El escándalo de las relaciones de don Alfonso con la dama de compañía de doña Constanza a punto estuvieron de acabar con el proyecto de matrimonio real, pero don Alfonso estaba muy interesado en emparentar con la nieta del rey de Francia y permitió que entrara en sus reinos una enorme cantidad de monjes cluniacenses, que enseguida se dedicaron a organizar las iglesias leonesa y castellana. En apenas un año, los monjes franceses controlaban las más importantes abadías y la mayoría de los obispados; se resarcieron así del fracaso de unos años antes y ya no les fue nada difícil imponer el nuevo rito romano, que sustituyó definitivamente al hispano en las iglesias castellanas y leonesas. La sanción real para estos cambios se fraguó en un concilio celebrado en Burgos en el que se reiteró la adopción del rito romano y en el que los monjes de Sahagún, el monasterio más influyente del reino leonés, eligieron como abad al cluniacense Bernardo.

El rey nos presentó a su nueva reina, pero los ojos de los nobles estaban más pendientes de la insinuante figura de la dama borgoñona.

En el lado de los magnates y de la alta nobleza destacaba el conde García Ordóñez, que había regresado de Granada derrotado por Rodrigo y humillado al tener que pedir prestados al rey Abdalá caballos y dinero para el viaje de vuelta y para hacer frente al pago del rescate exigido por el Campeador. Nos miraba con un odio contenido, intentando aparentar a la vez desprecio e indiferencia.

Acabada la vista real, el conde de Nájera se acercó hacia nosotros rodeado de otros condes.

—Vaya, vaya, el infanzón en la corte. Te creía ordeñando ovejas y moliendo trigo —espetó García Ordóñez interrumpiendo nuestro paso.

—Señor conde —dijo Rodrigo—, os agradecería que nos dejaseis pasar.

—En Cabra tuviste suerte; esos cobardes moros granadinos huyeron en plena batalla, pero la próxima vez no será tan fácil.

—Si hubierais aceptado mis condiciones, nada de eso hubiera pasado. Os repito que nos dejéis pasar.

—Te comportaste como un traidor —lo provocó el conde.

—Yo tenía órdenes del rey de defender el reino de Sevilla y vos atacasteis sin atender mis requerimientos.

—¡Pero quién eres tú para decirme lo que debo hacer! —clamó el conde de Nájera encarándose con Rodrigo.

—Os ruego que nos dejéis pasar —reiteró Rodrigo.

—Sólo por encima de mí.

García Ordóñez se puso manos en jarras y adelantó el rostro desafiante. El señor de Vivar alzó el brazo y descargó su puño con fuerza en el rostro del conde de Nájera, que cayó al suelo desplomado como una talega de harina. Los nobles que lo acompañaban echaron mano a sus dagas, pero Rodrigo se plantó ante ellos y con voz calmada y tono sosegado les dijo:

—Señores, habéis sido testigos del desafío del conde de Nájera. Por tres veces le he pedido y rogado que nos dejara paso libre. No me gustaría protagonizar una pelea en el palacio del rey, pues sería una acción detestable, pero os aseguro que si no envaináis esos puñales, no tendré ningún reparo en que vuestra sangre empape estas losas.

El Campeador habló con tal contundencia que los nobles castellanos retrocedieron dos pasos y envainaron sus dagas, a la vez que se abrían a los lados para dejarnos pasar. Dos de ellos se agacharon para recoger el cuerpo desmadejado del conde García Ordóñez a quien el puñetazo de Rodrigo había dejado sin sentido.

—Buen golpe, señor, buen golpe —le dije al atravesar la puerta del palacio real.

—Ha debido de ser bueno, porque creo que me he roto la mano —me respondió con una sonrisa.

El tercer hijo de Jimena y Rodrigo nació al final de la cosecha; fue una niña a la que bautizaron con el nombre de María.

El señor de Vivar era más rico y poderoso que nunca y había logrado ganarse la amistad del rey don Alfonso pese a las reticencias y a las injurias. Nada me había dicho, pero sé que en aquellos meses Rodrigo confiaba en ver uno de sus sueños convertido en realidad: ser elevado por el rey a la categoría condal y entrar así a formar parte de la alta nobleza castellana.

Pero Rodrigo no había previsto que sus enemigos estaban conspirando en su contra para horadar la confianza que el rey había depositado en el Campeador. El conde de Nájera, doblemente ridiculizado, no cesaba de lanzar calumnias contra Rodrigo en presencia del mismo rey. La reina Constanza parecía estar del lado de mi señor, pero la dama borgoñona, que aunque con más discreción que meses atrás seguía siendo amante del rey, apoyaba al grupo de García Ordóñez, cuya influencia en la corte iba en aumento; Rodrigo Ordóñez, el hermano del conde de Nájera, fue nombrado además alférez del ejército.

Las constantes acusaciones del conde de Nájera, a quien algunos comenzaron a llamar «boca torcida» por la maldad de sus palabras, hicieron mella en el rey sobre todo cuando García Ordóñez acusó a Rodrigo de quedarse con parte de las parias que le había entregado el rey de Sevilla. Fue entonces cuando don Alfonso comenzó a recelar de Rodrigo, que entre tanto atendía a su hacienda y a su familia desde Vivar. Fueron meses relajados, aunque sin dejar de practicar un solo día con el caballo, la lanza y el arco, mientras los enemigos del Campeador seguían carcomiendo la opinión del rey mediante calumnias y embustes. Rodrigo permanecía ajeno a aquellas conjuras que en la corte se estaban levantando contra él, fiel en la creencia de que su valía personal y sus servicios a la Corona serían garantías más que suficientes para mantener el favor de don Alfonso y la concesión de un condado para él o al menos para su hijo.

Entre tanto, don Alfonso había repuesto a al-Qádir como monarca en Toledo, expulsando hasta Badajoz a al-Mutawákkil. A cambio de esa ayuda, el toledano entregó a don Alfonso las fortalezas de Zorita, Brihuega y Canales; imperceptiblemente, sin que los toledanos pudieran evitarlo, el cerco sobre Toledo se iba cerrando sobre ellos como las pinzas de una tenaza.

Don Alfonso estaba empeñado en repoblar con castellanos las comarcas al sur del Duero, entre Gormaz, Sepúlveda y la sierra de Atienza. Tras haber ganado varios castillos en el Tajo por cesión de al-Qádir, estas tierras estaban algo más seguras de posibles incursiones musulmanas. Rodrigo también recibió heredades al sur de Gormaz, con lo que aumentó su riqueza gracias a las rentas que le proporcionaron los collazos que allí se asentaron para cultivar las nuevas propiedades del Campeador. La repoblación la dirigía nominalmente el rey, pero la encargaba a señores que, a su vez, entregaban tierras a otros señores o a campesinos para su cultivo. Don Alfonso había decidido conquistar Toledo y la estrategia pasaba antes por repoblar todas las tierras al norte de esta ciudad.

Pasamos el invierno entre Gormaz y Vivar, yendo en varias ocasiones de un lugar a otro, supervisando el asentamiento de nuevos colonos al sur del Duero y observando con cuidado la construcción de nuevas fortalezas y la reparación de las ya levantadas. Rodrigo se había convertido en el señor más poderoso de la frontera suroriental de Castilla, pero sus enemigos en la corte eran muchos. En aquellos años, como ahora, la envidia por los triunfos ajenos era una enfermedad que aniquilaba conciencias y destruía lealtades. Y los enemigos que envidiaban a Rodrigo eran muchos en la corte; ninguno de aquellos engreídos nobles pudo asimilar que un simple infanzón hubiera alcanzado el más alto puesto junto al rey Sancho y que estuviera a punto de lograrlo de nuevo, pese a tantas dificultades, al lado de don Alfonso.

Una tarde regresábamos de una jornada de caza; eran los últimos días del invierno, pero el sol brillaba con fuerza y hacía algo de calor en las horas centrales del día. Rodrigo había perseguido durante un buen trecho y con gran esfuerzo a un jabalí; la pelea con el animal le había hecho sudar copiosamente. El señor de Vivar se quitó un grueso chaleco de piel que solía usar en invierno durante las cacerías y bebió abundante agua de un arroyo.

Esa misma noche Jimena me llamó sobresaltada. Rodrigo estaba empapado de un sudor frío que perlaba su frente y sus labios, tenía una elevada calentura, un color amarillento y sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.

—¿Qué le pasa, Diego? Me ha dicho que se encontraba mal en cuanto acabó la cena; se ha acostado y al poco rato ha comenzado a sudar y a jadear de una manera tal que me ha sobresaltado —me dijo Jimena.

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