—No es mérito mío; aprendí las artes de la política en Bizancio, donde se ejerce la mejor diplomacia del mundo.
El plan de Yahya consistía en que nos dirigiéramos hacia el valle del alto Henares, a la comarca de las Alcarrias, tierras fronterizas en permanente disputa entre los reinos de Toledo y Zaragoza, más por su posición estratégica que por cualquier otro interés, pues son terrenos altos y áridos de muy poco valor.
Era evidente que el príncipe quería poner a prueba nuestra capacidad como mesnada antes de arriesgarse a contratarnos a su servicio. Todos éramos conscientes de ello y de ninguna manera queríamos defraudarlo.
Dormimos acampados junto a una enorme montaña, ocultos en una vaguada entre pinares, y allí pasamos el día preparando nuestras armas y aparejando nuestras monturas. Teníamos que estar descansados, pues Rodrigo había planeado cabalgar durante toda la noche siguiente hacia el Henares. El propio Rodrigo, al mando de cien hombres, caería sobre Castejón de Henares, donde nos haríamos fuertes, mientras Álvar Fáñez, con doscientos, asolaría como un relámpago Hita, Guadalajara y Alcalá.
Nos apostamos ocultos entre unas rocas frente a Castejón cuando al alba despuntaban las primeras luces. Habíamos viajado durante toda la noche deslizándonos en silencio como sombras. Los primeros rayos del sol lamían los muros de Castejón y los campesinos salían con sus aperos de labranza camino de sus campos; la puerta estaba abierta y nadie la guardaba. Rodrigo desenvainó su espada y nos ordenó que cabalgáramos a toda prisa hacia la puerta. Así lo hicimos; los sorprendidos musulmanes apenas tuvieron tiempo de reaccionar ante nuestra maniobra, y tomamos la aldea con facilidad; sólo unos pocos se resistieron. Un joven de unos veinte años se encaró con Rodrigo y lo atacó con una horquilla. El Campeador lo desarmó con una finta de su espada, pero el joven insistió lanzándose hacia adelante como un poseso; el señor de Vivar lo despachó de un tajo que le seccionó parte del cuello. Fue suficiente para que ningún otro intentara nada semejante.
Tomamos posesión de Castejón y de su castillo y reunimos todo cuanto de valor encontramos. Rodrigo me ordenó inventariar todo aquello y dispuso guardias en las murallas y en la puerta en espera de su pariente Álvar Fáñez. Éste regresó al tercer día cargado de comida, dinero, joyas y ricas telas. En su cabalgada había llegado hasta Alcalá, ante cuyas poderosas murallas había tenido que resignarse y dar media vuelta.
—Hemos conseguido un gran botín —le anunció a Rodrigo, que lo recibió en la puerta de Castejón con un gran abrazo.
—Estas gentes son bastante ricas; apenas han tardado unos meses en reponerse de la algara que lanzamos contra ellos. Además, están acostumbrados a pagar a cambio de conservar sus tierras. Ahora son nuestras, pero como creo que las quieren de nuevo, nos pagarán bien por ellas —dijo Rodrigo.
Y así fue. Rodrigo le propuso al cadí de Castejón que a cambio de mil marcos de plata les devolveríamos su aldea, su castillo y su libertad. El anciano cadí objetó que nada tenían, pues todo lo había tomado el Campeador pero Rodrigo insistió y les dio su palabra de que nada les pasaría si lograban reunir esos mil marcos.
No sé cómo lo hicieron, tal vez tuvieran tesoros ocultos, o lo pidieran prestado a familiares y amigos de las aldeas cercanas, adonde Rodrigo dejó ir a algunos nuncios de los de Castejón, pero en tres días lograron reunir los mil marcos de plata.
Añadimos los mil marcos a lo requisado por Rodrigo en Castejón y a lo aportado por Álvar Fáñez y valoramos aquellas riquezas en más de tres mil marcos de plata. Rodrigo tomó su quinto del botín y me ordenó que distribuyera el resto a partes iguales entre todos los hombres. Cada uno de nosotros recibió plata, joyas y telas por valor de casi diez marcos de plata, unas cinco libras.
—¡Con este dinero podría comprarme una heredad en Riaza! —exclamó uno de los peones.
—Pues aguarda un poco más al lado del Campeador y tal vez puedas comprar toda Castilla —dijo otro entre las carcajadas de los hombres cargados de telas y enjoyados con cadenas de plata y aretes de oro.
Tal y como Rodrigo había prometido a los de Castejón, les entregó su aldea y su castillo y les devolvió la libertad. Nosotros nos pusimos en camino, ahora hacia el norte. Seguimos por el curso del Henares hasta las cuevas de Anguita, y atravesamos unas tierras yermas de tan frías que, pese a que estábamos en pleno verano, tuvimos que dormir bien tapados con nuestras mantas. Por las cuevas de Anguita cruzamos los desolados páramos de Taranz y dejamos la cuenca del Henares para pasar a la del Jalón. Este río discurre entre cerros blancos y rojos por una deliciosa vega donde abundan las huertas, los jardines y los frutales. Acampamos entre Ariza, una pequeña ciudad rodeada de una poderosa muralla de piedra, y Cetina, una aldea defendida por un poderoso castillo, y nos detuvimos en Alhama, donde el valle se estrecha en una profunda hoz de la que surgen unas fuentes de agua caliente a las que acuden los aristócratas del reino de Zaragoza a bañarse porque dicen que causan un extraordinario beneficio para la salud. Es bien sabido que los musulmanes están bañándose continuamente, sobre todo los más ricos, muchos de los cuales disponen en sus propias casas de un pequeño baño privado, pues, a diferencia de lo que nos han enseñado a nosotros los cristianos, ellos creen que el baño mejora la salud y previene algunas enfermedades, además de eliminar ciertos malos olores del cuerpo. Y creo que tienen razón, pues sólo por el olor cualquiera sería capaz de distinguir a un aristócrata musulmán de un magnate cristiano.
Continuamos Jalón abajo por Bubierca y Ateca y decidimos acampar en la cima de un otero a cuyo pie el río traza un amplio meandro, en la orilla derecha. Plantamos las tiendas y el Campeador dispuso las guardias nocturnas. A mí me tocó la jefatura de la primera.
El ruido de los hombres preparando el desayuno, tortas de harina con grasa de cerdo y tajadas de carne seca asadas a la brasa, me despertó en un radiante amanecer bajo un luminoso cielo azul.
El otero donde habíamos acampado ocupaba una excelente posición desde la que podíamos avistar todo el valle medio del Jalón. Frente a nosotros y al otro lado del río, agazapadas en una ladera de arcillas rojizas, se apiñaban varias decenas de casas de adobe y paja protegidas por unas tapias de barro en torno a un castillete de mampuesto y cal. Los guías que nos había dejado Yahya en Atienza dijeron que se trataba de la aldea de Alcocer. A su izquierda estaba la villa de Ateca, protegida con murallas de piedra y con un castillo mucho más poderoso, y a su derecha primero la aldea de Terrer y más allá la ciudad de Calatayud, de la que nos dijeron que era la segunda del reino tras Zaragoza.
Rodrigo decidió que aquel otero era un lugar idóneo para establecernos por algunos días y ordenó erigir una fortificación con piedras trabadas con barro. Nos pusimos manos a la obra de inmediato. Uno de los hombres que se nos había unido con Martín Antolínez había trabajado en la construcción de Santa María de Burgos, y él fue quien se encargó de dirigir las obras. En lo alto del cerro se levantó una torre de la altura de seis hombres y en su entorno se edificaron varias estancias, todo ello con paredes de piedra recogida en el mismo cerro y en sus laderas, más la que se extrajo de un foso que se excavó en el flanco sur, el más accesible por no tener allí el cerro casi pendiente, al estar pegado a los páramos que se extendían al pie de una sierra cubierta de carrascas.
Todos trabajamos en la construcción del castillo: unos excavaron el foso, otros acarrearon materiales, otros subieron agua desde el río para hacer el barro con el que trabar los muros y los más avezados colocaron piedra sobre piedra tal y como decía el maestro de obras. El propio Rodrigo formó en una de las cadenas de hombres que pasándose de mano en mano las piedras las hacían llegar hasta los muros que por momentos crecían y crecían hasta alcanzar la altura de casi tres hombres.
Pusimos tanto empeño y tanto trabajo que levantamos aquella fortificación en sólo seis días. Los musulmanes de Ateca y de Alcocer, que sin duda contemplaron nuestros progresos desde sus casas, no daban crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Las algaradas de cristianos y musulmanes no eran extrañas para ellos, pues seguramente habían presenciado varias, pero la construcción de un castillo de piedra por una mesnada de cristianos apenas a unos cuantos tiros de flecha de sus muros suponía una gran novedad en la relación que durante siglos ambas comunidades venían manteniendo. Creo que aquellas gentes debieron de pensar que ese amenazante castillo de piedras grises y negras surgido en seis días de la nada era el símbolo de que muchas cosas estaban comenzando a cambiar en al-Andalus.
Hasta el otero nos llegaron noticias de que el rey al-Muqtádir había empeorado y de que los aragoneses y los barceloneses no querían dejar pasar esa oportunidad para tratar de obtener algún bocado del reino de Zaragoza. El príncipe no podía esperar más tiempo y decidió que era hora de actuar. Pese a las enormes diferencias que lo separaban de su hermano, pactó con él el reparto del reino: Abú Amir se quedaría con Zaragoza a cambio de ceder a al-Mundir las tierras de Lérida, Tortosa y Denia.
Esas mismas noticias, aunque con el sesgo que cada mensajero les da según los intereses del señor a quien sirve, corrieron por todo el reino. Muy deformadas debieron de llegar a Valencia, pues su rey Abú Bakr, que viéndose rodeado por los dominios del rey de Zaragoza buscaba desesperadamente romper el cerco y ansiaba ganar para su Corona las tierras del Jalón y del Jiloca, decidió acudir con un ejército hacia donde nos encontrábamos acampados.
Nunca he podido averiguar qué es lo que ocurrió, pero creo que alguien de Calatayud, quizás algún alto funcionario con apetencias y ambiciones desmesuradas, hizo llegar a Abú Bakr la noticia de que, ante la enfermedad de al-Muqtádir y la falta de un soberano fuerte en Zaragoza, no sería difícil conquistar para Valencia las tierras del Jalón y del Jiloca. Abú Bakr debió de considerar que esa empresa sería fácil, pero no contaba con que acampada frente a Alcocer estaba la hueste del Campeador.
Por unos espías que Rodrigo había destacado en una atalaya en la confluencia del Jalón con el Jiloca, supimos que se acercaba un ejército valenciano compuesto por un millar de soldados. Rodrigo evaluó deprisa la situación y consideró que había que tomar Alcocer para tener aseguradas las dos orillas del río.
—Alcocer es del rey de Zaragoza —le dije.
—Si no actuamos deprisa, pronto será del de Valencia —me replicó.
—Si les decimos que estamos al servicio del rey de Zaragoza tal vez nos permitan ocupar ese castillejo sin necesidad de combatir.
Pero Rodrigo no quería perder un instante en negociaciones, y además nada sabíamos de las intenciones de los de Ateca, Calatayud y Alcocer sobre su lealtad a al-Muqtádir; no hubiera sido la primera ocasión en que unos súbditos mudaban de fidelidad en el último momento.
Conquistamos Alcocer con facilidad; no fue ninguna gran hazaña militar, como he oído hace muy poco relatar a un juglar en la puerta del monasterio de Cardeña, sino una ocupación rápida y certera. Aprovechamos que la mayoría de los campesinos estaban cultivando los campos para entrar en Alcocer. Sólo el alcaide del castillo se resistió a entregárnoslo, pese a que le aseguramos que estábamos de parte de su rey; pero al igual que nos ocurría a nosotros, él tampoco se fiaba de nadie. No obstante, tomamos al asalto el castillejo y el alcaide, que sólo tenía dos hombres más con él, rindió sus armas.
El ejército valenciano apareció ante Alcocer dos días después de que lo ocupáramos. Tal y como nos habían dicho nuestros hombres avanzados, los valencianos eran casi un millar y parecían bien pertrechados. No obstante, su moral no debía de ser la más propicia, pues si alguien les había asegurado que Calatayud se les entregaría, o estaba equivocado o los había traicionado, pues Calatayud los recibió con sus puertas cerradas y con las murallas repletas de hombres prestos a su defensa.
Los valencianos se desesperaron por la traición y la burla, y, quizás al enterarse de que unos cristianos habían levantado un castillo en un otero y se habían instalado en Alcocer, decidieron venir contra nosotros. De nuevo alguien los engañó o ellos mismos entendieron que si nos derrotaban serían vistos por los musulmanes de Ateca, Terrer y Alcocer, y aun del mismo Calatayud, como libertadores, y tal vez así lograran ganar su adhesión al rey de Valencia. Fuera como fuese, el ejército valenciano nos planteó batalla en una amplia llanada en medio del valle, a medio camino entre Alcocer y nuestra fortificación del otero.
Recuerdo muy bien que era un día de mediados de septiembre, con el verano casi cumplido. Por encima del valle y de las sierras se extendían varias capas de nubes blancas y grises, pero no parecía que amenazaran lluvia. El aire estaba en calma y sólo de vez en cuando una suave y cálida brisa recorría el valle ascendiendo río arriba; el ocre amarillento de los campos de cereal segado contrastaba con el verde esmeralda de los frutales y de las viñas.
—Míralos, Diego —me dijo Rodrigo desde lo alto del castillejo de Alcocer—, se dirigen a una muerte segura.
Y así parecía. El general que mandaba a los valencianos se había colocado en el centro del valle, entre nuestras dos firmes posiciones del otero y de Alcocer. De ninguna manera podían ofrecernos un único frente de batalla, pues nosotros teníamos controlados ambos márgenes del valle. Antes de iniciar la batalla, Rodrigo quiso asegurarse de que no hubiera en su retaguardia tropas de reserva, y envió a varios oteadores a comprobarlo. Cuando regresaron, nos informaron de que no había ningún movimiento de tropas en al menos dos jornadas de distancia. Fue entonces cuando Rodrigo ordenó actuar. Siguiendo sus instrucciones, nos colocamos en dos frentes, uno al pie de la ladera donde estaba Alcocer, con la espalda guardada por su castillo y sus muros de tapial, y otro en la base del otero, con la retaguardia protegida por la fortificación que habíamos levantado en la cima.
Cada uno de los dos frentes estaba dividido a su vez en dos alas: la hueste junto a Alcocer la mandaba Rodrigo, que encabezaba el ala izquierda, y yo lo hacía en la derecha; en tanto que la apostada al pie del otero la mandaba Álvar Fáñez, en el ala derecha, y Martín Antolínez lo secundaba en la izquierda.
Los valencianos parecieron darse cuenta de su error y comenzaron a inquietarse ante la perspectiva de ser atacados por dos flancos. El Campeador ordenó que todo el mundo permaneciera quieto hasta que los musulmanes iniciaran la primera carga, pero el joven caballero Pedro Bermúdez, a quien Rodrigo había encomendado portar el estandarte con sus colores como ya hiciera en la batalla de Cabra, enristró la lanza con el pendón e inició una carga a la que respondió como un solo hombre toda el ala derecha que encabezaba el propio Rodrigo.