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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (45 page)

BOOK: El Cid
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Y es que en aquellos años la iglesia hispana andaba muy revuelta: todavía coexistían los dos cultos, el hispano mozárabe y el romano, había obispos sin diócesis y diócesis sin obispo. El nuevo obispo de Toledo había logrado, tras un viaje a Roma, ser nombrado metropolitano por el papa Urbano II y reclamaba para sí como sufragáneas las antiguas diócesis que habían quedado bajo dominio musulmán y que ahora comenzaban a dotarse con nuevos prelados.

La situación de los Estados peninsulares no era mucho mejor. Los aragoneses seguían empeñados, no he visto gente más terca en mi vida que esos toscos montañeses, en conquistar Huesca y la tierra llana; los condes catalanes temían la hegemonía del condado de Barcelona y pugnaban por mantener su independencia ante la avidez de nuevos dominios de Berenguer Ramón; don Alfonso, que tras la conquista de Toledo se había sentido con fuerzas como para dominar en poco tiempo toda la Península, se mostraba ahora dubitativo ante la pujanza de los almorávides, que no acababan de definir su papel con respecto a los andalusíes; y por fin, los reinos de taifas, una extraña amalgama de dos o tres caudillos militares valerosos pero irresolutos, de reyezuelos tiranos que apenas gobernaban sobre media docena de aldeas y de ciudades dirigidas por autócratas que esquilmaban las rentas de las gentes con la excusa de mantener una libertad nunca alcanzada.

Y entre tanta confusión, en medio de aquel caos de soberanos sin corona, señores sin vasallos, falsos y verdaderos clérigos, mercaderes de fortuna y soldados de alquiler, estábamos nosotros, los guerreros de la hueste del Cid, hombres de espada y coraza, de caballo y camino, sin otro horizonte que el horizonte mismo y sin otro anhelo que seguir vivos día tras día labrando nuestro propio destino.

El invierno se nos echó encima como un manto helado, pero estábamos preparados para soportarlo. Rodrigo pasaba las largas veladas a la lumbre de la chimenea de la sala mayor del castillo de Morella en compañía de Jimena, de su hijo Diego y de sus dos hijas. Algunos días cenábamos juntos y aprovechábamos para repasar las rentas que yo seguía anotando en un códice de hojas de pergamino. Durante los años pasados en Zaragoza había aprendido una técnica que usaban ciertos comerciantes y que consistía en copiar en la hoja de la derecha del códice los ingresos y en la hoja izquierda los pagos; yo lo hice al revés que ellos, pues es bien sabido que los musulmanes escriben de derecha a izquierda y que sus libros se abren por lo que para los nuestros es el último folio. Al final de cada hoja sumaba todas las cantidades ingresadas o las gastadas, y así siempre sabía a cuánto ascendía nuestro tesoro.

Las largas veladas de Morella solían ser amenizadas por juglares y rapsodas que se acercaban hasta nosotros en busca de alguna dádiva del Cid. Sus canciones versaban casi siempre sobre el mismo tema: las hazañas del Campeador y sus victorias, o las de los héroes de la Antigüedad o de Francia. La mayoría de los juglares eran aduladores que pretendían obtener una buena cantidad de monedas por sus alabanzas a Rodrigo y cuyas dotes para la poesía y la música eran muy escasas; aunque de vez en cuando aparecía alguno verdaderamente bueno, sobre todo los que procedían del condado de Barcelona, de Provenza y del Languedoc.

En ningún caso descuidábamos la guardia de los castillos, la vigilancia de los caminos y la intendencia de los almacenes. Los hombres que no estaban de guardia o en alguna misión concreta realizaban ejercicios físicos a pie o a caballo, siempre bajo la mirada atenta de Rodrigo, que corregía los errores y daba las instrucciones pertinentes para que todos mejoraran su instrucción y su actitud en el combate.

No había semana en la que algún nuevo caballero no viniera hasta nosotros para solicitar formar parte de la mesnada del Campeador. Casi siempre eran caballeros sin tierras, hijos segundones que habían tenido que dejar los dominios familiares a la muerte del padre; la mayoría no poseía otra cosa que el orgullo de pertenecer a un linaje más o menos noble y no podían alardear de otra cosa que de los orígenes aristocráticos de su familia.

Todos, sin excepción, decían saber pelear y manejar la espada y la lanza con habilidad, pero tras un simple examen descubríamos que su experiencia con las armas de combate se limitaba a perseguir jabalíes y corzos, asaetear perdices y faisanes y pelear con los muchachos de su aldea en riñas y pendencias domésticas. De vez en cuando se presentaba algún caballero experimentado, curtido en batallas, razias y algaras, pero ésos casi nunca alardeaban de su destreza, se limitaban a demostrarla en el palenque.

Venían de todas partes: francos del otro lado de los Pirineos atraídos por las riquezas sin cuento y las maravillas que en algunos romances y cantares se decía que podían ganar en la Península; otros eran navarros de las montañas, hijos segundones de pobres infanzones nacidos al abrigo de los umbrosos bosques de castaños y de robles, fuertes y enhiestos como sus troncos pero pobres y desposeídos como las ramas de las acacias en invierno; muchos procedían de Castilla y buscaban la sombra del Campeador por los dulces relatos que los juglares declamaban por las aldeas y ciudades castellanas, ávidos de fortuna, de fama y de dinero; los había aragoneses que se habían enemistado con su rey y catalanes enfrentados con sus condes; todos ellos hombres necesitados de un lugar donde vivir, donde ganarse el pan y donde soñar con casas de paredes cubiertas de ricos tapices, camas con dosel y cálidas estancias con chimeneas en las que arden gruesos leños mientras una bella mujer sirve una copa de vino aromatizado con canela y miel. Al fin y al cabo, ¿qué mejor cosa puede esperar un hombre?

Nuestros espías en Lérida nos hicieron saber que al-Mundir estaba desesperado; suponía que esa misma primavera el Cid avanzaría hacia Lérida para conquistar su reino. Desde luego que nada de eso pensaba Rodrigo, o al menos nada nos había dicho, y creo que su intención seguía siendo la de someter a Valencia a su protectorado. Le interesaba una Lérida independiente, con sus propios reyes, que sirviera como una especie de almohada protectora frente al ímpetu conquistador de aragoneses y catalanes. A fines de 1089 todo estaba muy confuso. Las alianzas y pactos se habían complicado de tal forma que era difícil saber quién era aliado de quién, pues de mes en mes cambiaban las alianzas como mudan las nubes tras la tormenta.

El rey Alfonso había enviado a Álvar Fáñez quien, desde que nos dejara para irse tras el rey después del desastre de Rueda, era uno de los principales caballeros de la corte, a cobrar las parias de Granada, cuyo rey Abdalá debía treinta mil meticales por los tres años de retraso que acumulaba desde que dejara de pagar animado por la victoria de los almorávides en Sagrajas. Este rey, que ha sido el último de Granada, creía mucho en los horóscopos y mandó hacerse uno en el que se revelaron augurios funestos: su vida estaba regida por los planetas Saturno y Marte, señores de la oscuridad y la desgracia para quienes creen en estas cosas, pero su signo era Tauro, donde radica la fraternidad y el parentesco, bajo el influjo de Venus, el planeta dador de la vida. Estas contradicciones suelen estar presentes en el horóscopo de cualquiera de nosotros, por eso los astrólogos afirman que acertar en el pronóstico es cuestión de interpretación, pero que nuestro futuro siempre está escrito en las estrellas.

Al-Mundir de Lérida también creía en las predicciones de los astrólogos, pero debía de confiar todavía más en las armas de sus aliados catalanes, pues envió una carta a Berenguer Ramón en la que, olvidando sus anteriores acuerdos, le ofrecía una enorme suma de dinero si éste se decidía a encabezar un ejército que atacara al Cid. Ramón Berenguer aceptó el trato, pero exigió el dinero por adelantado. Pronto supimos que el conde barcelonés estaba reclutando tropas por las comarcas pirenaicas y que agentes suyos habían viajado hasta Aragón y Navarra demandando soldados para la guerra.

Capítulo
XIX

A
finales del invierno murió al-Mundir de Lérida; le sucedió su hijo Sulaymán, que adoptó el apodo de Said ad-Dawla, «la espada de la dinastía». El conde de Barcelona aprovechó esa circunstancia para avanzar hacia nosotros con un gran ejército que había reclutado durante el invierno con el dinero que le había pagado al-Mundir. Atravesó el reino de Zaragoza y fue a acampar cerca de Calamocha.

El Cid optó por abandonar Morella y ordenó que nos trasladáramos hacia el este. Nos fortificamos en un lugar al que llamamos Iber, una formidable posición desde la que dominábamos los caminos hacia Zaragoza, Morella y el río Jiloca.

El conde de Barcelona encabezaba un ejército formidable, pero ni aun así estaba seguro de su victoria, pues buscó la alianza del rey de Zaragoza. Nuestros espías nos informaron que los dos soberanos se entrevistaron en Daroca. Berenguer Ramón y al-Mustain habían sido enemigos, pero en aquella entrevista trataron de acabar con las inveteradas disensiones entre ambos. Berenguer Ramón era un gobernante ambicioso y ávido de riquezas y al-Mustain no estaba en condiciones de enfrentarse con él. Pactaron que Zaragoza pagaría a Barcelona parias a cambio de la paz y la amistad y que ambos se ayudarían mutuamente contra cualquier enemigo que los atacase.

Esta alianza jugaba en nuestra contra, y Berenguer Ramón quiso aprovechar la ventaja para convencer a al-Mustain de encabezar juntos un ataque contra Rodrigo. El zaragozano nos conocía bien y sabía de nuestra capacidad para el combate, por eso frenó el ímpetu del barcelonés y lo convenció para ir a ver al rey de León y de Castilla; si don Alfonso se aliaba con ellos, daban por segura nuestra derrota.

Entre tanto, nosotros seguíamos a la espera de lo que pudiera suceder. En ningún momento bajábamos la guardia y cada semana enviábamos patrullas para vigilar los caminos; Rodrigo demandaba constante información y nuestro campamento era un permanente trajín de idas y venidas en todas las direcciones. Jimena y los niños habían quedado a resguardo en el castillo de Morella, donde habíamos dejado a un centenar de hombres, suficientes para defender la fortaleza hasta que acudiéramos en su ayuda si era necesario.

Aguardábamos con impaciencia, y no sin cierto temor, la decisión que tomara don Alfonso cuando Berenguer Ramón le propuso venir contra nosotros, y respiramos aliviados al conocer que el rey de León había rechazado la alianza con el barcelonés. Don Alfonso sabía que si el Cid desaparecía de esta región, todas las tierras entre Tortosa y Denia caerían en manos de Barcelona, y tal vez también Zaragoza, y el monarca leonés no quería renunciar a incorporar ambos reinos a su corona.

Nuestra situación era peor que nunca. Estábamos rodeados de enemigos por todas partes y nada teníamos para apoyarnos. Berenguer Ramón disponía de un ejército que, según nuestros informadores, nos doblaba en número de efectivos y la mayor parte de sus componentes estaba curtida en sangrientas batallas y luchas fronterizas.

—Estamos acosados, Diego, y no tenemos a quién acudir. Dependemos de nosotros mismos y por primera vez luchamos para sobrevivir.

—Podríamos pedir ayuda a don Alfonso —le dije.

—El rey sigue muy enojado conmigo; no ha hecho nada para liquidarme, pero tampoco moverá un sólo dedo para salvarme. El conde de Barcelona no ha olvidado la afrenta de Almenar, y una bestia herida es más peligrosa que una sana. Y Berenguer Ramón está herido en su orgullo, que es donde más le duele.

—Sí, un jabalí herido es muy peligroso, lo recuerdo muy bien, pero en esa situación su ataque suele ser ciego. Carga de frente contra lo primero que ve pero no se fija en lo que está pasando a sus flancos.

—Pese a todo deberemos emplear toda nuestra fuerza y toda nuestra astucia, y además contar con que la suerte y la fortuna nos sean propicias.

Rodrigo seguía creyendo en las señales, por eso se alegraron sus ojos cuando al acabar de hablar de la suerte y la fortuna cruzaron volando ante nosotros dos palomas blancas.

El ejército barcelonés, con nuevos efectivos, se desplegó por los alrededores de Calamocha, instalando un puesto de observación en el que había sido nuestro castillo del Poyo. El conde había regresado de su entrevista con el rey de León con las manos vacías y eso había sembrado algunas dudas entre los nuevos aliados.

Al-Mustain había pactado un acuerdo con Berenguer Ramón confiado en que don Alfonso también lo haría, pero cuando el leonés rechazó la alianza, al-Mustain tuvo serias dudas. Quizá temiera a nuestras fuerzas, o tal vez se arrepintiera de su alianza prematura con el barcelonés, o probablemente recordara los tiempos en que siendo príncipe de Zaragoza, durante el reinado de su padre el gran al-Mutamin, Rodrigo le enseñara a montar a caballo y a manejar la lanza y la espada.

Rodrigo escribió una carta al rey de Zaragoza en la que insultaba a los guerreros del conde de Barcelona: los llamaba débiles y recomendaba a al-Mundir que se buscara una mejor y más valerosa compañía.

Estábamos comiendo en el campamento de Iber después de haber revisado, como todos los días, el estado de las tropas. Uno de los guardias entró en la tienda, donde dábamos buena cuenta de un guiso de cordero, y nos anunció que aguardaba un correo del rey al-Mustain con un mensaje del soberano de Zaragoza para el Cid.

Martín Antolínez, siempre desconfiado, le preguntó al soldado de guardia si habían cacheado al mensajero, y éste le respondió que lo habían desarmado.

Rodrigo ordenó que lo condujeran a su presencia y poco después entró en la tienda un hombre joven, de tez morena y pelo pajizo.

—Señor don Rodrigo —dijo—, me envía mi soberano al-Mustain billah, a quien Dios guarde, señor de Zaragoza…

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Qué quiere mi viejo amigo? —Rodrigo pronunció la palabra «viejo» remarcando cada una de las sílabas, como si las acompañara con el toque de una campana.

—Su majestad está apenado por haber pactado una alianza en contra vuestra; cometió un error y desea resarciros.

—¿Me envía tropas para ayudarme contra su nuevo aliado? —Rodrigo volvió a emplear el mismo tono con la palabra «nuevo».

—Me temo que eso no es posible, pero os traigo una información que os será muy útil.

—Habla.

—Su majestad quiere que sepáis cuáles son las intenciones del conde de Barcelona.

—Eso no es ninguna novedad —intervino Rodrigo.

—El conde os atacará con todas sus fuerzas. Os quiere sorprender en vuestro campamento y caer sobre vos como el azor sobre la paloma desprevenida.

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