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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (55 page)

BOOK: El Cid
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Nada nos había dicho Rodrigo sobre sus intenciones. Aguardó a que toda la cosecha estuviera recogida y a buen recaudo en los almacenes que habíamos construido al abrigo de las murallas del poyo de Cebolla y me mandó llamar a la estancia que ocupaba en ese castillo.

—Diego, prepara un escuadrón de dos centenares de hombres, los mejores, con todo el equipo militar y con provisiones para siete días. Que estén listos mañana al amanecer.

—¡Doscientos hombres…! Puedo preguntar adónde vamos.

—Mañana, Diego, mañana.

Tal y como había ordenado Rodrigo, los doscientos mejores caballeros de nuestra mesnada formaban con su equipo de combate completo y dos caballos cada uno en la explanada que se extiende a las puertas del recinto murado que habíamos construido alrededor del poyo de Cebolla.

Corrían los primeros días de septiembre y el sol calentaba con fuerza. Pedro Bermúdez quedaba al mando en Cebolla en tanto Martín Antolínez y yo acompañamos al Cid a una misión de la que nada sabíamos.

Nos pusimos en marcha a una orden de Rodrigo y me sorprendí bastante cuando vi que nos dirigíamos hacia el norte.

—Valencia queda al sur —le dije a Rodrigo adelantándome a su altura.

—Sé bien dónde queda Valencia, Diego.

—¿Puedo saber ahora adónde vamos? —le pregunté.

—A Albarracín —me contestó lacónico.

—Pero estamos equipados para librar una batalla.

—Ese reyezuelo engreído se cree que puede tramar una traición a mis espaldas y que voy a quedarme de brazos cruzados. Va a comprobar en sus propias carnes qué significa traicionar a Rodrigo Díaz.

Subimos por el camino de Valencia a Zaragoza hasta las tierras del reino de Albarracín y fortificamos un campamento en un lugar llamado la Fuente Llana, desde donde dominábamos la ruta hacia la capital de ese reino.

—Formaremos cuatro batallones de cincuenta jinetes cada uno. Tú, Diego, y tú, Antolínez, mandaréis dos de ellos, yo lo haré con el tercero y el cuarto se quedará guardando el campamento. Mañana nos desplegaremos uno en cada dirección y asolaremos cuanto encontremos a nuestro paso. Avanzad en la dirección señalada hasta mediodía, predando y capturando cuanto ganado y otros bienes podáis conseguir, y justo a mediodía regresad aquí, donde nos encontraremos a la caída del sol.

Y así lo hicimos. Aquellas gentes estaban desprevenidas, pues nadie les había informado sobre nuestras intenciones, que en realidad ni nosotros mismos conocíamos hasta que la mañana de nuestra partida nos las comunicó Rodrigo.

Yo recorrí varias millas hacia el norte, hasta la villa de Cella, que saqueamos llevándonos con nosotros todo el ganado, mujeres y niños cautivos y todo el cereal que encontramos; aquellas gentes acababan de cosechar y tenían los silos y graneros repletos.

Algunos de los soldados de mi batallón violaron a las mujeres que no pudieron esconderse en los bosques de las montañas y otros lo hicieron con los niños. He visto el dolor y la angustia reflejados en demasiados rostros, y muchos de ellos se han borrado de mi memoria, pero todavía quedan en ella las caras aterrorizadas de unas muchachitas que gemían de pánico mientras contemplaban cómo nuestros soldados cortaban las cabezas de sus padres y las paseaban por la calle de su aldea, todavía chorreando sangre, clavadas en la punta de las picas.

Aquello no fue ninguna hazaña de la que considerarnos orgullosos, aunque nadie se avergüenza en nuestros tiempos de acciones como éstas, que se estiman como normales en tiempos de guerra, pero sin otro esfuerzo que el que supone levantar una espada para rebanar un cuello, conseguimos un enorme botín en ganado, cereales y cautivos que enviamos al poyo de Cebolla custodiado por la mitad de los hombres que habíamos participado en aquella algara.

El rey de Albarracín, aterrorizado por nuestra acción tan cruenta como inesperada, se refugió tras las murallas de su inexpugnable fortaleza, ante la cual nos instalamos los que habíamos quedado junto a Rodrigo.

La ciudad de Albarracín, que los musulmanes llaman Santa María de Oriente, está construida sobre un espolón rocoso que el río Guadalaviar corta a pico entre farallones de piedra gris. En el centro de la ciudad hay una enriscada alcazaba desde la que se domina el curso del río y donde tienen sus casas el rey Abd al-Malik y su familia. La alcazaba está rodeada de una muralla de piedra con torreones circulares y se alza poderosa sobre las casas de la medina, que se amontonan escalonadas a su alrededor como las celdillas de un panal de miel.

El Cid reclamó a gritos la presencia del reyezuelo, pero éste no dio señales de vida. Confiado en que no se atreverían a salir de su refugio enriscado, Rodrigo se acercó hasta el pie de las murallas acompañado por sólo tres caballeros, entre ellos Martín Antolínez. Yo me había quedado con el resto de la hueste en un amplio llano donde el valle del río se ensancha tras abrirse camino entre las paredes de roca.

Desde la distancia pude avistar cómo salían por un portillo de la muralla una docena de caballeros equipados con corazas que atacaron al Campeador. Eran doce contra cuatro, y otro que no hubiera sido Rodrigo habría intentado huir, pero el Cid cargó contra los que le atacaban y derribó a dos de ellos.

Sorprendido por la salida de los de Albarracín y sin tiempo para pensar otra cosa, ordené a todos los hombres que arrearan los caballos para acudir a la defensa del Campeador.

Mientras nos acercábamos a todo galope, vi cómo Rodrigo se enfrentaba a otros tres jinetes, que lo acosaban por ambos flancos sin que ninguno de los que lo acompañaban pudiera ayudarlo. El Cid pudo esquivar con su escudo la lanzada de uno de ellos, pero otro aprovechó la ocasión para clavar su lanza en el cuello de Rodrigo. El Campeador cayó del caballo y cuando el jinete que lo había derribado se aprestaba a rematarlo, apareció Martín Antolínez, que se interpuso y con su escudo desvió el golpe que pretendía ser definitivo. Pero Antolínez nada pudo hacer para evitar que el primero de los jinetes, que había recuperado su posición tras ser rechazado por el Cid, clavara su pica en la espalda del burgalés, que cayó de bruces. La acción de Antolínez nos dio el tiempo suficiente para llegar hasta Rodrigo y evitar que lo remataran. Todos los de Albarracín murieron atravesados por nuestras lanzas; nosotros dejamos tres muertos sobre el campo.

Nos retiramos llevándonos el cuerpo palpitante de Rodrigo con la garganta abierta y los cadáveres de Martín Antolínez, de un burgalés y de un joven riojano que se había unido a nosotros hacía un par de años en Zaragoza. El Cid estaba empapado en sangre y, aunque mantenía los ojos abiertos, creo que no era consciente de lo que le estaba pasando: la vida se le iba a borbotones con la sangre que perdía.

Lo tumbé sobre unas hierbas y le tapé la herida con un pañuelo, intentando detener la hemorragia como tantas veces había visto hacer a algunos médicos tras las batallas. Le quité la loriga de cuero y la cota de malla, y le lavé el cuello y el rostro con agua de una fuente cercana; después le cubrí la herida de nuevo con paños de lino y le hice un vendaje lo mejor que supe.

Salimos de allí a toda prisa y nos dirigimos hacia el campamento de la Fuente Llana, donde nos refugiamos. Creí que Rodrigo moriría, pues durante varias horas deliró y sufrió un acceso de fiebre muy alta. Le apliqué paños fríos en la frente y le lavé varias veces la herida, que no cesaba de sangrar.

«No hay más remedio que cauterizarla, o perderá toda la sangre», pensé. Y eso hice. Ordené a uno de mis hombres que pusiera al fuego un cuchillo de hoja ancha hasta que estuviera rusiente y se la apliqué a Rodrigo sobre la herida. Su cuerpo dio entonces un tremendo espasmo y pareció sumirse en un profundo sueño. La cauterización de la herida había conseguido que dejara de sangrar, pero había perdido tanta sangre que temíamos que no pudiera recuperarse.

Envié a dos mensajeros al castillo de Cebolla para que informaran a Pedro Bermúdez sobre cuál era nuestra situación, y enseguida vinieron a nuestro encuentro dos centenares de hombres con una enorme carreta llena de almohadones de seda. Colocamos a Rodrigo sobre los almohadones y lo llevamos de vuelta a Cebolla. Allí estaba Jimena, que lloró desconsolada ante el cuerpo inane de su esposo, al que todos creíamos a punto de morir.

—¿Qué haremos si muere, Diego, qué haremos? —me preguntó desesperado Pedro Bermúdez.

—No morirá, no antes de que Valencia sea nuestra —le aseguré.

Pero la muerte rondaba nuestras cabezas. En la iglesia del poyo enterramos a Martín Antolínez, a su escudero burgalés y al joven caballero riojano, cuyos cadáveres habíamos traído desde las tierras de Albarracín sobre unas parihuelas. Cuando las últimas paladas de tierra cubrieron la caja de madera que contenía el cuerpo de Antolínez, recordé su rostro siempre alegre y burlón, su descaro ante la vida y su vitalidad, y me pareció como si todos aquellos años no hubieran sido sino un sueño y que no tardaría en despertarme en mi catre de la celda del monasterio de Cardeña, con la campana de la iglesia tocando a maitines.

Rodrigo tardó cinco días en abrir los ojos. Estaba tan débil que apenas podía sostener los párpados, pero sus pupilas parecieron alegrarse cuando vio a su esposa a su lado. Habíamos hecho venir desde Valencia al que decían que era el mejor médico de la ciudad, el cual limpió la cicatriz cauterizada del cuello de Rodrigo con bálsamos y aceites y me felicitó por haber actuado de esa forma. Me dijo que al cortar la hemorragia le había salvado la vida, pues si hubiera seguido sangrando le habría sobrevenido una muerte segura.

—No hables, esposo, no hables —le dijo Jimena.

—Tiene que alimentarse, o lo que no ha podido lograr esa lanzada lo hará la falta de alimento.

—¿Qué le podemos dar? —me preguntó Jimena.

—El médico ha dicho que debe ingerir mucho líquido; sobre todo caldo de carne y vino con miel. Tiene que hacer sangre y por lo visto ese remedio es el mejor.

Durante toda una semana Rodrigo no ingirió otra cosa que esos nutritivos líquidos; claro que, con la garganta tan dolorida como la tenía, no hubiera podido comer nada sólido, pues aun tragar líquidos le provocaba unos terribles dolores.

A las tres semanas ya podía comer alguna papilla de cereales y algunas verduras bien cocidas y, aunque con dificultades, pronunció las primeras palabras más o menos inteligibles.

—¿Qué… ha… sido… de… Antolínez? —fue lo primero que me preguntó todavía balbuceante.

—Murió a las puertas de Albarracín —le confesé.

—¿Cuántos… más?

—Sólo su escudero burgalés y el muchacho riojano. Aquellos jinetes de Albarracín iban a por vos.

Dos meses fue el tiempo que tardó Rodrigo en recuperarse por completo. Se acercaba a cumplir los cincuenta años y no había perdido el espíritu con el que salió de Vivar aquella lejana mañana en la que el rey Alfonso lo condenó al exilio.

—Tantos años de batallas, de caminos polvorientos, de sangre derramada, de amigos muertos… y al final, la recompensa por tanto sufrimiento está al alcance de mi mano. No quiero morir sin poseer Valencia —me dijo desde lo alto del torreón del castillo de Cebolla, intuyéndose ya en la lejanía las torres de la ciudad soñada, cerca del mar, unas cuantas millas hacia el sur.

Sabíamos que algún día llegaría y nuestros oteadores destacados en Peña Cadiella lo confirmaron. Un gran ejército almorávide que mandaba Abú Bakr al-Lamtuni, un yerno del emir Ibn Tasufín, se acercaba hacia Valencia desde el sur. El ejército había sido convocado por el emir en persona, pero éste no había podido venir encabezándolo porque se encontraba enfermo.

Las intenciones de los almorávides no eran precisamente las de liberar Valencia del acoso del Cid, sino ganar la ciudad para su Imperio. Fue por ello que Ibn Yahhaf se mostró muy inquieto y demandó la ayuda de Rodrigo.

—Pero qué pretende este individuo —dijo Rodrigo un tanto malhumorado y ya repuesto de su herida en el cuello.

—Desea mantener su dominio sobre Valencia, o sobre lo que le queda de ella, a toda costa. Y sabe que para hacerlo necesita ahora de nuestra ayuda. Los andalusíes creyeron que los almorávides les ayudarían a liberarse de las parias a que los tenía sometidos don Alfonso y que después de eso se marcharían, pero ahora saben que han llegado como conquistadores. Han cambiado sus miserables jaimas de piel de camello y su arenoso desierto por los palacios y los jardines de al-Andalus, y han decidido quedarse para siempre. Ibn Yahhaf lo sabe, y sabe que si los almorávides entran en Valencia, sus días al frente de esta ciudad habrán terminado —le dije.

—Valencia ha de ser mía. No renunciaré a esta ciudad jamás.

—El ejército almorávide está compuesto por diez mil hombres, y tal vez venga otro de otros diez mil.

—Qué importa. Ya hemos batallado en más de una ocasión con enemigos que casi nos doblaban en número. Volveremos a hacerlo y volveremos a vencer.

—Nunca nos hemos enfrentado con los almorávides; son mucho más poderosos que los andalusíes y su espíritu todavía no está corrompido por los placeres de al-Andalus. Ellos vencieron a don Alfonso en Sagrajas.

—Don Alfonso planteó esa batalla sin inteligencia. Nunca ha sido un buen estratega y jamás ha tenido a su lado generales capacitados para dirigir el ejército con éxito. En Sagrajas se lanzó a una alocada e insensata carga sin tener en cuenta las consecuencias de su precipitación. Nosotros no cometeremos ese error. Los almorávides no son invencibles, encontraremos la manera de derrotarlos.

Como siempre, el Campeador estaba muy seguro de lo que hacía. Consideraba a los musulmanes unos buenos soldados, pero decía que su afán por morir en el combate para ganar el paraíso los hacía muy vulnerables.

«Un hombre que cree en viajar inmediatamente al paraíso si le sobreviene la muerte en la batalla suele luchar descuidado. Prefiero a aquellos que aman tanto su vida que hacen todo lo posible por no perderla. Esos son los mejores soldados, los que yo quiero en mi mesnada», me dijo en más de una ocasión.

Ibn Yahhaf nos envió un mensajero solicitando una entrevista para tratar el asunto de nuestro apoyo frente a los almorávides. El usurpador del trono de Valencia estaba aterrorizado ante lo que le podían hacer los africanos si ocupaban la ciudad y proponía al Cid aunar las fuerzas de ambos para derrotarlos.

Rodrigo aprovechó aquella circunstancia para reclamar de Ibn Yahhaf la entrega de una lujosa almunia que había pertenecido a los reyes de Valencia y que se extendía junto al arrabal de Villanueva. El cadí accedió y se la entregó a Rodrigo equipada con los más lujosos muebles que pudo encontrar y decorada con los más finos tapices y las más mullidas alfombras.

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