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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (50 page)

BOOK: El Cid
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La sala comenzó a llenarse de jadeos y balbuceos, y entre las gasas y tules de la muchacha que me había correspondido, atisbé cómo algunos caballeros ya habían sido desnudados por las jóvenes que ahora se afanaban en lamerlos.

Sin que apenas me diera cuenta, tanta era su habilidad, mi muchacha me había quitado el jubón, las botas y las calzas, dejándome sólo con la ropilla de algodón que cubre la carne. Tumbada entre mis piernas, sus labios chupaban los dedos de mis pies y luego lamía mis tobillos provocándome una sensación de placer nunca antes conocida. Muy despacio, la muchacha fue subiendo su cabeza mordisqueándome las piernas y las rodillas, y por fin enterró su cabeza entre mis muslos, debajo de la camisa, y juro que si hubiera estado muerto, hubiera resucitado allí mismo.

Envueltos entre los almohadones, nos amamos como si mil demonios nos hubieran poseído, y no sé qué hicieron los demás, pues con aquella joven entre mis brazos tenía los cinco sentidos pendientes de su cuerpo y ninguna otra cosa me ocupó en esos momentos que disfrutar de aquel regalo de al-Qádir.

Me desperté abrazado a la cintura de la muchacha y contemplé a mi alrededor cuerpos desnudos, gasas y túnicas aventadas por toda la sala y bandejas y copas derramadas. El aire olía a una mezcolanza de dulzones aromas aceitosos y acres, y tras una celosía sonaba una dulce música de laúd, una melodía que rasgaba el aire como el lamento de dos enamorados a punto de separarse.

Me incorporé y miré hacia el lugar que había ocupado Rodrigo y vi que ya no estaba. Al-Qádir seguía con su estúpida sonrisa esculpida en sus labios, dormitando abrazado a las piernas de dos jóvenes rubias y Martín Antolínez cabalgaba poderoso sobre la grupa dorada de una hermosa mujer.

Salí de la sala y atravesé un pasillo hasta salir a uno de los patios de palacio. Vi a Rodrigo apoyado en una de las pilastras que sostenían unas arcadas de yeserías floreadas. Parecía sereno pero enojado. Me acerqué hasta él y me preguntó:

—¿Recuerdas el jabalí?

—No sé a qué os referís —le contesté.

—El jabalí de los bosques de Ubierna…, hace muchos años.

—Sí, claro, me salvasteis la vida.

—Hoy te has equivocado de nuevo. Si al-Qádir hubiera querido tendernos una trampa, ni siquiera te hubieras dado cuenta, pero ese idiota es incapaz de pensar más allá de lo que atañe a la conveniencia de su estómago o de su polla. Y vosotros, mis valientes capitanes, no estáis lejos de seguir su ejemplo. Es suficiente una buena comida, un vino de frutas, un poco de humo de cáñamo y las piernas de una jovencita para que olvidéis mantener la guardia y permanecer atentos. Debería echaros a todos. ¡Vamos!, despierta a esa cuadrilla de inútiles —me ordenó.

—Martín Antolínez está despierto, o al menos así lo he dejado ahora mismo.

—Pues despierta a los demás, nos marchamos.

Entré en la sala y uno a uno fui llamando a los capitanes de la hueste del Campeador. Por sus rostros risueños y aterciopelados, parecían mesoneros borrachos y no los fieros soldados que en realidad eran. Uno a uno fueron saliendo al patio, donde Rodrigo permanecía como una estatua, con los ojos fijos en el cielo que comenzaba a oscurecerse y en el que brillaban los luceros.

Cuando hubimos salido los seis, nos miró fijamente, con esa mirada de halcón, intensa y glacial a la vez, carente de sentimientos, tan fría que de sólo mirarla podía helarte la sangre, y simplemente dijo:

—Mañana, al amanecer, presentaos los seis con el equipo completo de combate en el llano de la Alcudia; no faltéis ninguno.

Y se marchó dando grandes zancadas, como si quisiera alejarse de nosotros poniendo una insalvable distancia de por medio.

Sentía la cabeza como si me la hubieran pateado cien caballos desbocados. Los efluvios de los licores de frutas y el humo del cáñamo se habían agarrado a mis sesos como la arena a la cal en la argamasa. Tenía la boca seca y los labios ardientes como brasas, y mi corazón latía desacompasado, tal vez herido por la etérea mordedura amorosa de la muchacha o quizá palpitando por el recuerdo de viejos amores perdidos.

El sol rayaba el horizonte sobre el mar Mediterráneo y una brisa ligera y fresca batía los palmerales del arrabal de la Alcudia. Los seis capitanes que habíamos participado en el banquete de al-Qádir la noche anterior estábamos formados con nuestros caballos en el campo de entrenamiento, donde nos había ordenado Rodrigo.

—Estaba muy enfadado ayer; nunca lo había visto así —comentó Martín Antolínez.

—Tal vez se le haya olvidado, no lo veo por aquí —adujo Bermúdez.

—Os equivocáis, ahí viene —les avisé.

Atravesando el arenal al trote se acercaba Rodrigo; su figura se recortaba sobre el sol del amanecer como un espectro negro sobre un fondo dorado. Venía hacia nosotros con la lanza en ristre y el casco de combate calado, y la punta de su lanza nos señalaba amenazadora y firme.

—¡Está loco! ¡Carga contra nosotros! —dijo Bermúdez.

—Nunca haría eso, simplemente viene al trote —alegó Antolínez.

Pero conforme se aproximaba más y más, Rodrigo le exigía mayor velocidad a su caballo y su cuerpo se arrebujaba sobre su montura como si en verdad estuviera realizando una carga contra un enemigo real.

—¡Nos va a embestir! —volvió a insistir Bermúdez muy alterado.

—No, no lo hará —dije.

Clavé mi lanza en el suelo, arrojé sobre la arena mi escudo, mi espada y mi daga y me dirigí al encuentro de Rodrigo con los brazos abiertos en forma de cruz. El campeador había vadeado un suave declive del terreno y cargaba al galope con la lanza apuntando mortalmente hacia mi pecho.

«Detente, maldito cabrón, tienes que pararte» dije para mí intentando darme fuerzas para superar el miedo que me estaba atenazando.

Pero no parecía que Rodrigo tuviera intención de detenerse. Estaba apenas a veinte pasos de mí y el extremo de su lanza, acerado y mortal, apuntaba a mi garganta. Cuando esperaba la irremediable lanzada, el Cid tiró bruscamente de las riendas con la mano izquierda, donde además sujetaba el escudo, y su caballo se frenó justo a tiempo para que la punta de acero quedara a un palmo de mi garganta. Fue entonces cuando me di cuenta de que un sudor frío recorría todo mi cuerpo y mi corazón latía con tal fuerza y tan deprisa que parecía a punto de reventar entre mis costillas.

—Has cometido un nuevo error, Diego. Nunca te dejes matar sin luchar.

—Vos no me mataríais.

—¿Estás seguro? —me preguntó. De nuevo contemplé su mirada firme y serena, aquella que siempre tenía antes de entrar en batalla.

—Lo estoy.

—¿Y ésos? —me preguntó señalando a sus capitanes.

—También os seguirían hasta la muerte. No creo que merezcan que los matéis, pues ellos morirían por vos.

—El error que cometisteis ayer nos pudo causar la muerte a todos si hubieran sido otras las circunstancias.

—Somos seres humanos, Rodrigo, no podéis pedirnos más de lo que somos capaces de dar. Nuestras vidas son vuestras, ¿qué otra cosa queréis de nosotros?

El Campeador bajó su lanza, que seguía apuntando a mi garganta, y la apoyó en una faltriquera de la cincha de su silla de montar. Me miró reflexivo, tiró de las riendas de su caballo y dio media vuelta. Se alejó unos pasos al trote y de repente espoleó al caballo y se perdió entre las palmeras con la misma celeridad con la que había aparecido.

Los capitanes, que habían quedado a mi espalda, se acercaron a mi altura.

—Creí que te iba a ensartar. ¿Qué te ha dicho? —me preguntó Martín Antolínez.

—Que estemos más atentos.

—¡Sólo eso! ¿Para eso nos ha hecho venir aquí con todas nuestras armas?

—Tal vez haya querido comprobar nuestra disciplina, o quizás esté buscándose a sí mismo, ¿quién sabe?

—¿Qué quieres decir?, no te entiendo —dijo Antolínez.

—No importa.

El incidente del arrabal de la Alcudia había quedado zanjado, pero yo no acababa de sentirme bien. No podía imaginar que Rodrigo hubiera estado a punto de atravesarme el cuello con su lanza; varios días después todavía no estaba seguro de si había sido tan sólo una pesadilla. Rodrigo estaba taciturno; algo en su interior bullía y no lo dejaba tranquilo.

Un día recibimos una buena noticia. Hasta la Alcudia se acercó un mensajero para anunciarnos que el rey de Aragón enviaba cuarenta caballeros, que no tardarían en arribar a Valencia, para ayudarnos en la defensa contra la invasión almorávide.

Y tal como se había anunciado, los cuarenta caballeros aragoneses, magníficos sobre sus caballos percherones, entraron en Valencia. El Cid los recibió en su finca de la Alcudia. El capitán que los mandaba le dijo que el rey don Sancho Ramírez de Aragón ofrecía su ayuda al Cid y que le brindaba su amistad eterna.

El Campeador saludó uno a uno a los cuarenta caballeros, que parecían formidables luchadores, y les proporcionó varias casas para que se asentaran. Aquella noche celebramos un banquete durante el cual los aragoneses dieron buena cuenta de un tonel de vino y de varios corderos.

Antes de que acabara el año recorrimos la frontera norte del reino de Valencia, acercándonos hasta Morella, donde manteníamos una guarnición. Con las fortalezas de Morella al norte y la nueva de Peña Cadiella al sur, Valencia estaba bien protegida. La ciudad quedaba en nuestras manos y, cuando decidiéramos ocuparla, nada podría impedírnoslo. Entre tanto, los almorávides seguían sometiendo a los reinos de taifas, pero no había ningún indicio de que prepararan un ataque a Valencia.

Don Alfonso había roto todas las relaciones con el Campeador, y había ido todavía más allá al asegurar a sus consejeros que estaba planeando la conquista de Valencia. Supimos de ello por un comerciante musulmán que viajaba con frecuencia a Toledo.

—El rey Alfonso quiere ahogarnos. Sabe que dependemos de este reino para nuestro sustento y que no tenemos otro lugar adonde ir, y pretende echarnos de aquí —se lamentaba Rodrigo en el palmeral de la Alcudia.

—Podemos ir a Zaragoza, a Barcelona o a Aragón; los tres soberanos de esos Estados son ahora nuestros amigos y aliados —aduje.

—No he luchado tantos años para volver a ser el paladín de otro. Te lo dije hace algún tiempo y te lo repito: necesitamos nuestra propia tierra, o seguiremos siendo almas errantes en busca de pan. Nos hace falta un puñado de tierra donde nuestros hijos crezcan seguros y donde nuestros cuerpos sean sepultados y reposen en paz.

—¿Queréis ser rey? —le pregunté.

—La realeza no es una cuestión de deseo, sino de linaje y de derecho.

Rodrigo me contestó como si hace tiempo que esperara a que alguien le hiciera esa pregunta.

—Sin duda, vos habéis ganado el derecho a ser rey.

—Todavía no he conquistado ningún reino y no sé si valdría para reinar.

—Al-Qádir es rey y vos tenéis mil veces su capacidad. Si os lo propusierais, todos vuestros caballeros os seguiríamos.

—No estés tan seguro de ello; en no pocas ocasiones algunos me han abandonado.

—Siempre han sido los menos.

Rodrigo se cubrió con el capote. Un frío viento se había levantado desde levante y barría el arrabal de la Alcudia con fuerza.

De nuevo estábamos en una encrucijada. Don Alfonso preparaba la conquista de Valencia, los almorávides habían iniciado la marcha hacia levante y el rey de Aragón recorría los campos cercanos a Zaragoza inspeccionando sus defensas en espera de desbaratarlas. Y nosotros otra vez en medio de todo aquel embrollo.

Apenas habían acabado las fiestas de Navidad, que celebramos en la Alcudia, cuando acudió desde el reino de Zaragoza un extraño personaje con una oferta para Rodrigo. Decía ser hijo del señor de Borja, una de las principales fortalezas del reino de Zaragoza, cerca del Moncayo, y que había sido expulsado de ella por un usurpador. Le ofrecía a Rodrigo el dominio del castillo de Borja a cambio de que lo repusiera al frente del mismo.

Rodrigo pareció no fiarse de ese individuo, pero aquélla era una oportunidad rodada para salir de Valencia antes de que en primavera aparecieran las tropas del rey de León.

Nos convocó a todos los que integrábamos su hueste y nos expuso su plan:

—Nos ofrecen el castillo de Borja, una poderosa fortaleza que algunos conocéis, si ayudamos a su dueño a recuperarla.

—Borja pertenece al reino de Zaragoza —le recordé—. Podríamos entrar en conflicto con al-Mundir.

—Tal vez, aunque no creo que al-Mundir esté en condiciones de oponérsenos; bastante tiene con soportar la presión de los aragoneses.

Rodrigo hubiera aceptado cualquier cosa con tal de no estar en Valencia cuando se presentara ante sus murallas Alfonso de León y de Castilla. No es que le tuviera miedo, pero no estaba seguro de qué haría la mayoría de su hueste en caso de que sus soldados se vieran obligados a enfrentarse a sus parientes y amigos castellanos en un campo de batalla y frente a unas tropas mandadas por el mismo rey que había jurado defender los fueros y leyes de Castilla en Burgos. El Cid no quería tentar a la suerte y la invitación para tomar el castillo de Borja fue vista por todos como un verdadero alivio. Estábamos preparando nuestro equipo para partir hacia Borja cuando se presentó en Valencia un emisario del rey de Zaragoza. Al-Mundir reclamaba la ayuda de Rodrigo ante los ataques de que estaba siendo objeto por parte del rey de Aragón.

—El rey Sancho Ramírez ha construido una fortaleza que llama El Castelar a muy pocas millas de Zaragoza. Su majestad al-Mundir os pide vuestra mediación para que hagáis desistir al aragonés de su empeño —dijo el mensajero zaragozano.

—Ambos reyes son amigos y aliados míos. El rey de Aragón me ha enviado cuarenta caballeros para reforzar mi mesnada y el de Zaragoza me ofrece su amistad si yo lo ayudo a desembarazarse del aragonés. ¿Cómo puedo optar por uno de los dos si a ambos estimo por igual? —se preguntó el Cid.

—Su majestad dice que os acordéis de su padre, el rey al-Mutamin; él fue vuestro mejor amigo. Ahora su hijo os reclama y os pide ayuda en su nombre.

—Yo estuve al servicio de al-Mutamin mientras vivió, y tal vez hubiera seguido toda mi vida a su lado si no hubiera muerto. También serví a al-Mundir, pero jamás me comprometí a hacerlo hasta la muerte.

—El recuerdo de al-Mutamin…

—Los recuerdos pasan y cambian —cortó Rodrigo al mensajero zaragozano—. Dos hombres que hayan presenciado la misma escena la recordarán de forma distinta tiempo después, e incluso el mismo hombre la recreará de manera bien diferente con el paso del tiempo. Los recuerdos no permanecen en la cabeza de los hombres estables como las montañas, sino que cambian conforme cambiamos nosotros mismos.

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