El Cid (54 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El Cid
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Recogimos las armas y los caballos de los muertos y nos llevamos los cadáveres de los cristianos para darles sepultura junto a nuestro campamento del poyo de Cebolla. Nuestros auxiliares musulmanes se encargaron de enterrar según su rito a los sarracenos muertos.

Pese a ser un gobernante cercado y cautivo en su ciudad, Ibn Yahhaf se daba aires de gran soberano; gobernaba la Valencia asediada como si nada ocurriera fuera de sus muros, se reunía en consejo con los visires, alfaquíes, generales y altos dignatarios, recorría las calles sobre un caballo blanco al que rodeaba una guardia de soldados negros que le abrían camino entre la multitud mientras él repartía saludos y bendiciones como si se tratara de un santo profeta.

A mediados del año 1093 nuestro cerco sobre Valencia era asfixiante. Algunos musulmanes intentaban animar a los suyos diciéndoles que los almorávides no tardarían en aparecer y que los liberarían del yugo del Campeador. Pero los alcaides de los castillos de la comarca habían comprobado nuestras fuerzas y sabían que estábamos dispuestos a hacer frente a cualquier ejército que viniera a auxiliar a los valencianos, y los propios valencianos estaban comenzando a cansarse de la actitud de Ibn Yahhaf y de la de los soldados almorávides que lo apoyaban.

Fue el propio Ibn Yahhaf quien se hartó de que los almorávides le reclamaran dinero para organizar un ejército de socorro. La demanda de ayuda del cadí valenciano a los generales almorávides establecidos en Denia y Játiva recibía siempre la misma respuesta: el auxilio llegaría siempre que Ibn Yahhaf entregara el tesoro que guardaba en el alcázar para pagar a los soldados.

El cadí decidió, tras consultar a una asamblea de notables, que entregaría una parte del tesoro a los almorávides a cambio de que éstos se presentaran en Valencia con un ejército, pero escondió la parte más valiosa. Los valencianos mantuvieron en secreto cómo se haría el envío del dinero, para evitar que nos enteráramos y pudiéramos interceptarlo, pero no sabían que Ibn al-Faray, un enemigo de Ibn Yahhaf, logró averiguar cuándo se produciría el envío.

Estábamos desayunando en la tienda del Campeador, en nuestro campamento al pie del cerro de Cebolla, cuando una de nuestras patrullas nos trajo a un individuo que preguntaba por Rodrigo como un desesperado.

—Señor —se presentó el jefe de la patrulla—, este valenciano dice que tiene algo muy importante que deciros. Ha salido de la ciudad esta misma noche y se ha entregado sin ofrecer resistencia. No parece que quisiera huir de nosotros. Lo hemos registrado y no lleva nada encima.

El Cid se levantó de la mesa y se acercó hasta aquel hombrecillo que temblaba de miedo ante Rodrigo.

—Traigo una noticia que puede interesaros, señor.

El valenciano nos contó que era un criado de Ibn al-Faray, cuya familia estaba enemistada con al-Yahhaf, y nos describió el plan del cadí para ganarse la ayuda almorávide.

Los emisarios de Ibn Yahhaf que portaban el dinero para los almorávides salieron de Valencia por un portillo del lado sur de la muralla. Aprovecharon la oscuridad de la noche para eludir nuestras patrullas, pero no sabían que unas cuantas millas al sur, en el camino de Denia, les aguardaban doscientos de nuestros hombres, que con Rodrigo al frente habían cabalgado durante toda la noche para rodear Valencia y tenderles una emboscada.

A media mañana Rodrigo estaba de vuelta en el campamento con un cofre lleno de monedas de plata y oro. Los emisarios valencianos habían caído en la trampa que les habíamos tendido y la ayuda almorávide no llegaría, al menos por el momento.

A mediados del verano, el alcaide del castillo de Cebolla se rindió. Ya hacía semanas que habíamos pactado con él la entrega del castillo a cambio de un saquillo con un buen puñado de monedas, pero había que dar la impresión de que el alcaide resistía a nuestra presión y por eso aguardamos cierto tiempo hasta hacernos con la fortaleza.

En cuanto tomamos posesión de Cebolla, supimos que ya nada podría evitar que Valencia cayera en nuestras manos. Para reforzar nuestra presencia y demostrar a los valencianos que nuestra intención de conquistar su ciudad era irrenunciable, fundamos una villa junto al poyo de Cebolla y la rodeamos de una muralla con torreones, mejorando mucho la defensa de este lugar. Con ello gritábamos a los cuatro vientos que allí estábamos y que teníamos la intención de quedarnos para siempre.

Con Cebolla en nuestras manos, era hora de sellar el cerco definitivo sobre Valencia. Trasladamos el campamento de operaciones militares al lado mismo de las murallas, a un lugar llamado Mestalla, cerca del arrabal de la Alcudia, donde años atrás habíamos tenido nuestras moradas.

Derribamos cuantas casas había alrededor de las murallas, quemamos alquerías, talamos árboles y asolamos las cosechas. Todo cuanto había en dos millas alrededor de la ciudad quedó yermo y desierto. Valencia estaba en nuestra mano y Rodrigo ordenó apretar el puño sobre sus pobladores hasta obtener su rendición o su muerte.

Capítulo
XXIII

E
stábamos cerrando el sitio a Valencia cuando se presentó un emisario del rey al-Mustain de Zaragoza al que acompañaban sesenta caballeros. Nos dijo que venía en misión caritativa, como corresponde a cualquier buen musulmán, y que sólo pretendía pagar rescate para liberar a los súbditos del rey de Zaragoza que habían sido apresados por nuestras patrullas o que habían quedado retenidos en Valencia.

Creímos en su buena voluntad y le dejamos entrar en la ciudad, pero lo que pretendía el emisario de al-Mustain era lograr que Ibn Yahhaf le entregara Valencia a su rey a cambio de la protección contra el Cid e incluso contra los almorávides. Cuando Rodrigo se enteró del plan maquinado por su antiguo aliado, mostró su disgusto, pero al cabo de un rato me dijo:

—Bien por ese cachorro de al-Mutamin. No tiene fuerzas que oponerme, pero ha intentado ganarme por la mano usando la astucia.

—Algo le queda del valor de su padre.

—Si tuviera el mismo valor que al-Mutamin se hubiera presentado aquí con cuantos soldados hubiera podido reunir y nos hubiera hecho frente.

—Al-Mutamin nunca fue un gran estratega militar.

—Tal vez tengas razón, aunque no tuvo tiempo para demostrarlo; pero fue el hombre más valiente que he conocido. En cualquier caso, ahora es su hijo quien gobierna Zaragoza y no voy a darle la oportunidad de enfrentarse conmigo. Mañana mismo atacaremos los arrabales con todas nuestras fuerzas.

Además de en la medina, los valencianos se habían hecho fuertes en dos arrabales, el de la Alcudia y el de Villanueva, ambos protegidos por murallas de ladrillo y tapial, menos sólidas que las de piedra de la medina.

Recuerdo aquellos dos días como los más cruentos y terribles de cuantos me ha tocado vivir. Al amanecer estábamos preparados más de dos mil hombres, con todo nuestro equipo de combate dispuesto y armados hasta los dientes. A una orden de Rodrigo avanzamos desde nuestro campamento en Mestalla hasta el arrabal de Villanueva, que asaltamos causando una gran mortandad entre sus defensores. Irrumpimos en la calle principal, donde se alineaban la mayoría de los comercios del barrio, arrasando todo cuanto encontramos a nuestro paso. Algunos comerciantes que intentaban defender sus tiendas con espadas y dagas fueron degollados a las puertas de sus comercios, que saqueamos requisando cualquier cosa que tuviera algo de valor. A media mañana la resistencia había acabado y todos sus habitantes o estaban muertos o eran nuestros prisioneros.

Al día siguiente caímos sobre el arrabal de la Alcudia. Mientras acosábamos sus muros, más altos y fuertes que los del de Villanueva, una parte de nuestra mesnada atacó la puerta de Alcántara de la medina, que había quedado un tanto desprotegida pues algunos de sus guardianes habían acudido a la defensa del arrabal de la Alcudia, donde, sin duda, tenían parientes, amigos y propiedades. Nuestros hombres casi habían ganado las almenas, trepando con cuerdas y escalas, cuando desde lo alto de la muralla comenzó a caer sobre ellos una lluvia de piedras que los hizo desistir del ataque. Al levantar la vista contemplaron asombrados que no eran soldados los que con tanta energía se defendían, sino mujeres y jovencitos que se habían encaramado a las almenas para rechazar el asalto de nuestros mejores guerreros.

Repuestos de la sorpresa, ya estaban los nuestros preparando un segundo asalto cuando la puerta de Alcántara se abrió y salió al exterior una turba de jinetes que gritaba «Dios es grande, Dios es grande» en tanto cargaban sobre los nuestros.

En la misma puerta del puente se libró una de las batallas más sangrientas que recuerdo. Los defensores, desesperados porque, si cedían, la ciudad quedaría desprotegida y en nuestras manos, se afanaban por luchar con todas sus fuerzas y nuestros hombres empujaban sabedores de que la toma de aquella puerta significaba la conquista de Valencia con todas sus riquezas. Unos y otros se empleaban con tal contundencia que el suelo estaba lleno de cadáveres por todas partes y la sangre corría por la vereda en tal cantidad que las orillas del río Turia comenzaron a teñirse de rojo. La batalla de la puerta de Alcántara duró hasta mediodía. La mayor parte de los defensores cayeron muertos defendiendo su ciudad y también entre nosotros hubo bastantes bajas, pero con su sacrificio lograron su objetivo de evitar que nuestra vanguardia entrara en Valencia por aquel lugar.

Los musulmanes creyeron que había pasado el peligro: se equivocaban una vez más. Rodrigo volvió a dar buena muestra de su espíritu indómito y, aunque estábamos casi muertos de cansancio tras dos días de lucha, ordenó una nueva carga contra la Alcudia esa misma tarde.

Nos repusimos de la fatiga comiendo un poco de carne asada y tortas de harina y aceite, y volvimos a caer sobre los muros de la Alcudia como un león sobre su presa confiada tras haberse librado del primer ataque.

Pasmados ante nuestro ímpetu, los pobladores del arrabal, que ya sabían lo que les había pasado a sus vecinos de Villanueva, salieron ante nosotros desarmados, reclamando el
amán
, que es como los musulmanes denominan una petición de paz.

Al oírlos, Rodrigo se alegró mucho (hasta un hombre de su fiereza estaba cansado de tanta sangre) y nos ordenó a gritos que no causáramos más mortandad.

—Cortaré la cabeza de aquel que cause el menor daño a cualquiera de estos hombres —dijo el Cid.

Ocupado el arrabal, el Campeador reunió a todos sus pobladores en la mezquita y les dijo que podían seguir realizando su vida normal, y que si se sometían les garantizaba su vida y sus bienes. Todos los hombres allí reunidos se comprometieron a acatar el dominio de Rodrigo y le juraron fidelidad como señor.

Ahora ya no había nada que se interpusiera entre nosotros y los muros de la medina de Valencia. La conquista de la ciudad parecía sólo cuestión de tiempo.

Dentro de las murallas de Valencia cundió el desánimo y algunos notables valencianos insistieron ante Ibn Yahhaf para que pactara con el Cid.

Una delegación de ellos se presentó en nuestro campamento de Mestalla; la encabezaba un visir de mediana edad, de aspecto circunspecto y ademanes nobles.

—Don Rodrigo, vengo en nombre de los ciudadanos de Valencia a ofreceros la paz.

—No estáis en condiciones de ofrecer nada —respondió el Cid.

—Este asedio está causando demasiados problemas a todos. Si os retiráis, estamos dispuestos a ofreceros una buena compensación.

—Hablad.

—Os pagaríamos el dinero que valía cuanto teníais en vuestros almacenes antes de que fuera…, antes de la muerte de al-Qádir, y os pagaríamos mil dinares mensuales a partir de vuestra retirada.

—Añadid mil dinares mensuales desde que comenzó el asedio, la propiedad del arrabal de la Alcudia y del poyo de Cebolla.

—Es demasiado, no podremos…

—Claro que podréis. ¡Ah!, y además los soldados almorávides que permanecen dentro de la ciudad deberán marcharse inmediatamente. Yo les garantizo que podrán irse en paz.

El visir frunció el ceño y salió de la tienda del Campeador cabizbajo. Al día siguiente regresó para decirnos que se aceptaban todas las condiciones impuestas por el Cid.

Firmamos el acuerdo, dejamos salir a los almorávides, que estaban cansados de permanecer dentro de aquellos muros tanto como los valencianos de soportarlos, y nos retiramos al poyo de Cebolla. Enviamos un correo para decirle a Ibn Yahhaf que si nos entregaba la ciudad lo protegeríamos de los almorávides, pues de ellos sólo podía esperarse rudeza y nepotismo si algún día llegaban a gobernar Valencia.

Aprovechamos aquellos días de tregua para organizar el gobierno del arrabal de la Alcudia. El Cid nombró a un musulmán su administrador y lo dotó de poderes para recaudar los impuestos y las rentas sobre las tierras, las industrias y los comercios. Cuanto habíamos aprendido en Zaragoza sobre la forma de llevar las cuentas nos sirvió de mucho, pues los musulmanes sabían organizar la recogida de impuestos mejor que nosotros.

Entre tanto, algunos de nuestros capitanes recorrieron las tierras de las montañas de Albarracín y de Morella en busca de nuevos guerreros para reemplazar a los que habían muerto durante la larga campaña ante Valencia. Les prometíamos una buena soldada, tierras y casas en Valencia o en sus arrabales y el orgullo de formar parte del mejor ejército del mundo.

Fueron bastantes los jóvenes que bajaron de las sierras para integrarse en nuestra hueste. En aquellas desoladas planicies no tenían más futuro que la miseria y el olvido ni más horizonte que las crestas de sus serranías, sus famélicos ganados y sus chozas de barro y paja. Con nosotros podían alcanzar fama y riqueza, ricas heredades y espléndidas casas y, sobre todo, aventuras y horizontes abiertos. ¿Qué joven que se precie renunciaría a ganar esa gloria a pesar del peligro que conlleva cualquier batalla?

Organizamos el gobierno de la Alcudia, construimos una ciudad en lo que hasta entonces había sido tan solo el castillo de Cebolla, reclutamos tropas de refresco y las entrenamos, pactamos con Ibn Yahhaf para que no entregara Valencia a los almorávides y aún tuvimos tiempo para reforzar nuestro castillo de Peña Cadiella e ir hasta Alcira, unas cuantas millas al sur de Valencia, y saquear sus campos por haber pactado su alcaide con los almorávides.

Todos ambicionaban Valencia: el Cid, el rey de Zaragoza, los almorávides, don Alfonso de León… y el rey de Albarracín. Este curioso personaje, que gobernaba ese pequeño reino desde hacía casi cincuenta años, le ofreció al rey de Aragón un castillo y la promesa de grandes sumas de dinero a cambio de su ayuda militar. Los aragoneses, que se habían establecido en Oropesa y Castellón, en la costa entre Tortosa y Murviedro, ambicionaban también Valencia, y vieron en este ofrecimiento de Abd al-Malik de Albarracín la ocasión para intervenir en los asuntos valencianos. El rey de Albarracín ya poseía Murviedro y había firmado un pacto de amistad con el Cid, quien, ante las noticias de que Ibn Razin anhelaba ganar Valencia, consideró esta iniciativa como un acto de traición.

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