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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (44 page)

BOOK: El Cid
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Era mediodía cuando salimos de Burgos por la glera del Arlanzón, como hiciéramos ocho años atrás, cuando don Alfonso condenó a Rodrigo a su primer exilio. En Cardeña recogimos a Jimena y a los niños y enfilamos camino hacia el sur. Vadeamos el Duero y seguimos la ruta por Medinaceli, Molina y Albarracín. En invierno, el frío y la nieve la hacen más difícil y peligrosa que la del Jalón y el Jiloca, pero no quise atravesar el reino de Zaragoza, pues no confiaba en su rey al-Mustain, ahora aliado del conde de Barcelona.

El alcaide de Molina nos recibió muy bien y nos trató como si fuéramos su propia familia; incluso puso a nuestro servicio una escolta de seis soldados que nos acompañó hasta cerca de Albarracín.

—En esta época del año estas tierras están atestadas de lobos. No dejéis de vigilar en ningún momento vuestras monturas —nos aconsejó.

Y tenía razón el alcaide. Durante las tres agotadoras jornadas de camino entre Molina y Albarracín estuvimos acompañados por una manada de lobos que nos seguía a cierta distancia. De vez en cuando alguno de ellos se dejaba ver en lo alto de una loma, aunque desaparecía de inmediato entre los árboles. Por fortuna pasamos las dos noches en sendas aldeas muradas con tapias, en donde pudimos dejar las caballerías a buen recaudo, aunque ordené a los soldados que durmieran con las botas puestas y las espadas al alcance de la mano.

Desde Albarracín seguimos por la ruta interior de Requena y Villena hasta Elche, donde nos aguardaba Rodrigo con el campamento ya casi desmantelado. Nuestros helados huesos se reconfortaron con el clima dulce y suave de Elche, donde el sol calienta con fuerza incluso en los días más cortos y fríos del invierno.

El Cid se abrazó a su esposa y a sus hijos y después lo hizo conmigo.

—Pocas veces me he alegrado tanto de verte —me dijo.

—No pude convencer al rey…

—No importa. ¿Proclamaste mi reto en Burgos? —me preguntó.

—Lo hice en todas las esquinas y en todas las puertas. Y durante doce semanas un sayón lo pregonará a todas las gentes que acudan al mercado de los jueves.

—Eso es suficiente.

Sólo permanecimos tres días en Elche, porque Rodrigo nos ordenó avanzar hacia el norte, siguiendo la línea de la costa.

A una jornada de marcha se encuentra el castillo de Polop, una de las principales fortalezas del reino de Denia, donde el rey al-Mundir guardaba un extraordinario tesoro. Rodrigo se había enterado por unos espías que en una cueva de este castillo estaba depositado el más prodigioso tesoro de cuantos poseían los reyes de taifas. Se decía que un rey de Denia lo había amasado gracias al comercio con Egipto.

Pusimos sitio al castillo de Polop y combatimos sus murallas con nuestras máquinas de guerra, lanzando sin cesar flechas y piedras sobre las almenas. Tras varios días de asedio, los sitiados sintieron desfallecer sus fuerzas, y aprovechamos esa situación para lanzarnos al asalto de los muros. Rodrigo fue uno de los primeros en alcanzar la muralla por unas grandes escalas de madera que habíamos construido para esta ocasión. Lo vi pelear entre el fragor del combate, repartiendo mandobles con sus poderosos brazos, tajando brazos y cabezas, abriéndose paso hacia la puerta de la fortaleza, que abrió con sus propias manos para que entráramos en tropel los que esperábamos fuera sobre nuestros caballos.

El alcaide rindió el castillo a Rodrigo, que le requirió por el tesoro.

—Aquí no guardamos ningún tesoro —aseguró el alcaide.

—Mientes; sé que en alguna cueva bajo el castillo se oculta toda la fortuna del reino de Denia. Confiesa dónde está escondida o te juro que no vivirás para ver cómo no dejo piedra sobre piedra en este maldito lugar.

—Os repito, señor, que no hay ningún tesoro.

El Cid levantó su espada sobre la cabeza del aterrorizado alcaide dispuesto a partirlo en dos, y el hombrecillo cayó entonces de rodillas y se puso a llorar.

—No me matéis, os lo suplico, no me matéis. Os mostraré dónde está el tesoro.

El alcaide nos condujo por un pasillo hasta una pared de roca; con la ayuda de una palanca forzamos una enorme losa, que se abrió como si de una puerta se tratara, y entramos en una cueva excavada bajo el castillo por un pasadizo oscuro tallado en las entrañas de la tierra.

Tras caminar un par de docenas de pasos nos encontramos en una pequeña cámara abovedada en cuyo centro se amontonaban cofres llenos de monedas, joyas, vajillas preciosas, oro, plata, paños bordados en oro y lienzos de la más fina seda.

Rodrigo alzó la antorcha que portaba para iluminar mejor el lugar y exclamó:

—¡Dios Santo, jamás había visto tanta riqueza!

Y no creo que nadie en el mundo lo hubiera hecho antes, pues la fortuna allí acumulada era inmensa.

Durante unos largos instantes nos quedamos atorados, contemplando aquellas maravillas que brillaban a la luz de las antorchas como fulgurantes estrellas doradas en una noche sin luna. Después, lentamente, nos acercamos a los cofres y tocamos despacio cada una de aquellas riquezas, como si fueran algo mágico que pudiera desvanecerse al contacto con nuestras manos.

Vi el fulgor dorado del precioso metal reflejarse en los asombrados ojos de Rodrigo y el gesto encantado de sus labios entreabiertos, y la codicia de sus dedos acariciando cada uno de los objetos con la delicadeza de la mano del enamorado sobre el cabello de su amada.

—Dime que no es un sueño, Diego, dime que no lo es —me reiteró.

—No estoy seguro, señor, no sé si pueden existir sueños tan hermosos —repuse.

Aquel día todos los que formábamos la hueste de Rodrigo fuimos ricos. Durante toda la noche festejamos nuestra fortuna con cánticos, vino y mujeres; algunas también se hicieron ricas esa noche gracias a las generosas dádivas de los soldados. Rodrigo les dejó emborracharse y divertirse cuanto quisieron, salvo a los hombres del turno de guardia, a quienes arengó para que mantuvieran los ojos más abiertos y los oídos más atentos que nunca.

El Campeador, sin duda seguro de su éxito con tan gran cantidad de riquezas, nos reunió en la sala del castillo de Polop a todos los capitanes y por primera vez nos manifestó sus intenciones:

—Hace más de veinte años que luchamos para otros señores: para el rey de Castilla, para el de León, para el de Zaragoza…, siempre a las órdenes de soberanos ajenos, a veces sin otros méritos para serlo que el haber nacido en una regia cuna. Es hora de que nosotros seamos nuestros propios señores, y tenemos la oportunidad de conseguirlo y los medios para hacerlo. Desde ahora a nadie obedeceremos, sólo atenderemos a nuestros propios intereses y a nuestra razón.

Nos dirigimos hacia Denia atravesando la sierra costera por el puerto de Teulada y fortificamos un lugar llamado Ondara, apenas a seis millas de la ciudad de Denia. Al-Mundir de Lérida, rey también de Denia, nos envió unos mensajeros que portaban un principio de acuerdo. Al-Mundir le recordaba a Rodrigo la amistad trabada el año anterior durante el asedio a Valencia, y le proponía la entrega de una enorme cantidad de dinero a cambio de salir de su reino y le decía que renunciaba al dominio de Valencia y que ayudaría al Campeador a poseer esta ciudad si así lo deseaba.

Creo que ése fue el momento en el que el Cid decidió que Valencia sería suya algún día. Había roto sus relaciones con el rey de León y de Castilla y se había convertido en señor independiente con sus propios vasallos, sin otra obediencia que a sí mismo, con miles de soldados a sus órdenes a los que mantener y pagar. Pero le faltaba la tierra, porque en estos tiempos un hombre no es nadie si no posee la tierra que lo sustenta.

Pasamos la Cuaresma en Ondara, festejando la fiesta de Pascua como hacía años que no la disfrutábamos. Corrieron la carne y los pescados asados, los pasteles de almendras y miel y la fruta y el vino. Hasta unos cuantos soldados improvisaron una orquestina con codófonos de tres cuerdas, flautas, dulzainas y crótalos.

Constituíamos un ejército formidable, pero éramos demasiadas bocas para alimentar y los recursos de una comarca no tardaban en agotarse en cuanto permanecíamos más de tres o cuatro meses en el mismo lugar. Por eso teníamos que movernos de manera constante, yendo de un sitio para otro, como los nómadas que recorren enormes distancias para proveer a sus rebaños de los mejores y más frescos pastos. En nuestro caso éramos a la vez los pastores y nuestro propio ganado.

Salimos del reino de Denia, cumpliendo el acuerdo con al-Mundir, y entramos en tierras de Valencia. Antes de llegar a Cullera al-Qádir envió a unos mensajeros para que nos dieran la bienvenida con ricos regalos y presentes. Nos establecimos en las afueras de la ciudad y el propio al-Qádir, cada día más cobarde y rastrero, se acercó a nuestro campamento para reiterar su amistad al Campeador.

Me parece que Rodrigo disfrutaba viendo a un rey arrastrarse a sus pies, y ese dominio sobre al-Qádir le complacía. El rey de Valencia adulaba al Campeador de tal modo que si le hubiera quedado algo de la dignidad que nunca tuvo, la habría perdido allí mismo. Era un ser despreciable, pero todavía conservaba cierta astucia, pues sin ella no hubiera logrado salvaguardar su reino por tanto tiempo. Hizo correr el rumor de que el Campeador estaba de su parte y que lo protegía, y así lo hizo saber a al-Mundir, que se mantenía a la expectativa en el castillo de Murviedro. Pero en cuanto llegaron a los oídos del rey de Lérida las noticias propagadas por al-Qádir, al-Mundir creyó que el Cid estaba pactando con el valenciano en su contra y abandonó Murviedro, y al-Qádir aprovechó para recuperar este castillo tan importante para la defensa de la frontera norte de Valencia.

Nosotros vendimos parte del botín conseguido en Polop y Ondara a mercaderes valencianos, que enseguida lo sacaron a la venta en sus zocos, y avanzamos por la comarca de la Plana adelante, hasta Burriana, donde nos fortificamos para pasar otra temporada. Nos pagaban parias la ciudad de Valencia y todos sus castillos y los reinos de Albarracín y Alpuente, cuyo rey Abdalá ibn Cazin al fin se había sometido; poseíamos grandes cantidades de oro y plata y nos temían musulmanes y cristianos; éramos dueños de nuestro destino y no obedecíamos a otro señor que a Rodrigo, pero no poseíamos tierra, ni un solo palmo de tierra.

En la mente de Rodrigo se había asentado la idea de que un día Valencia sería suya, y todas las maniobras que realizamos en esos meses tenían como fin ese objetivo. La defensa de la frontera norte del reino, en Burriana, no sólo pretendía alejar a al-Mundir de Valencia, sino también sentar unos límites claros y precisos para fijar el señorío sobre ese reino. Si Rodrigo quería mantener a toda costa la integridad territorial de Valencia no era por agradar a al-Qádir ni por prestarle ayuda, sino para definir unas tierras que quería para sí.

El rey de Lérida quiso rehacer sus alianzas y a fines de aquel verano, angustiado por el avance del Cid hacia el norte, buscó de nuevo la ayuda del rey de Aragón y del conde de Barcelona, sus antiguos socios. Pero el rey de Aragón estaba empeñado en conquistar Huesca, Barbastro y Monzón, y bajar por fin de las montañas a la tierra llana; el aguerrido Sancho Ramírez sabía que sin los graneros de Huesca su pequeño reino pirenaico estaba condenado al colapso y a la miseria. El conde Berenguer Ramón de Barcelona también rechazó la petición de ayuda de al-Mundir, pues el taimado conde catalán ambicionaba Tortosa y aun la propia Lérida. Al-Mundir estaba solo frente a Rodrigo, y sin la ayuda de sus antiguos aliados ese enfrentamiento era muy desigual.

A fines de otoño, en la comarca de Burriana apenas quedaban provisiones con las que mantenernos. Surgía de nuevo el problema que desde hacía algún tiempo nos amenazaba cada pocos meses: miles de soldados y cuantas personas los siguen no pueden vivir de las rentas de una pequeña región, por lo que de nuevo nos vimos obligados a buscar sustento en otro lugar.

Rodrigo recordó que en la región montañosa de Morella el invierno era frío y húmedo, pero también abundante en caza y en ganado. Morella está enriscada en una posición inaccesible para cualquier ejército y su defensa es muy fácil. Hacia allá fuimos antes de que cayeran las primeras nevadas, lo que no produjo sino más desazón en al-Mundir, que contemplaba aterrado cómo nos acercábamos a Lérida paso a paso.

Nos instalamos en Morella, donde se acantonó la mayoría de la hueste, aunque varios escuadrones fueron distribuidos por los castillos de la comarca. Las aldeas de estas sierras son pequeñas y con poca población, pero gozan de altas rentas debido a la gran cantidad de ganados que poseen merced a los ricos y frescos pastos y a la madera que les proporcionan sus frondosos bosques. Son gentes trabajadoras y aprovechadas que saben utilizar sus humildes recursos como no he visto en ningún otro sitio. Riegan las huertas más minúsculas que se pueda imaginar con complejos sistemas de canales, cultivan las laderas más escarpadas, explotan los bosques de los que extraen madera, frutos silvestres, miel y resina que venden a mercaderes de Tortosa, y con la abundante y fina lana de sus rebaños elaboran unos paños de buena calidad que venden en los mercados de las tierras bajas.

Diego, el hijo de Rodrigo, ya nos acompañaba en las incursiones que realizábamos desde Morella para recaudar tributos y parias por las aldeas de las montañas. Su padre le había regalado un alazán blanco que requisó en Denia cuando el muchacho cumplió los catorce años, y casi todos los días el Cid le dedicaba algún tiempo para practicar el manejo de la lanza y la espada. Cuando anochecía, en aquellas largas veladas invernales en Morella, yo repasaba algunos ejercicios de escritura y le hacía estudiar el libro del
Fuero Juzgo
para que se fuera habituando al conocimiento del derecho, y le mandaba leer algunas crónicas; otros días un gramático de Morella le enseñaba la lengua árabe, que para entonces ya hablaba con fluidez la mayoría de los hombres de la mesnada del Campeador, tanto que en algunos momentos más parecíamos moros renegados que cristianos viejos.

Pese a todo, no habíamos perdido nuestra fe ni nuestras raíces: seguíamos rezando a Cristo y celebrando la eucaristía, y a nuestro lado siempre había clérigos que impartían los sacramentos y mantenían vivas nuestras creencias. Desde que asediamos Valencia se nos había unido un clérigo que había sido el obispo de la comunidad mozárabe, un personaje extraño, del que apenas sabíamos nada, al que le gustaba rodearse de un aire de misterio y a quien llamábamos con el nombre de «obispo del rey Alfonso».

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