Authors: Nick Hornby
La Nochevieja tiene dos variantes: alegría dionisíaca ante un nuevo comienzo o caída en picado por el inventario de los proyectos abandonados. ¿Que la Nochevieja y la vida merecen ser pensadas con mayor sutileza? Cierto, pero eso es algo que las cuatro personas que coinciden en la terraza del edificio conocido como «la torre de los suicidas», deberán aprender por sí mismos, en tanto resistan el impulso de lanzarse al vacío. Martin era un famoso presentador de televisión hasta que lo descubrieron liado con una chica de quince años. Maureen, católica devotísima, ya no soporta su vida de madre soltera con un hijo incapacitado. A Jess, en plena angustia adolescente, la ha dejado su novio. Y JJ es un joven americano con pinta de estrella del rock, e iba camino de serlo hasta que su grupo estalló. Pero como suicidarse es un acto íntimo, y cuatro son multitud, postergan matarse hasta el día de San Valentín. Y para matar el tiempo crean un imprevisible grupo de ayuda mutua.
Nick Hornby
En picado
ePUB v1.0
Bercebus16.03.12
Traducción de Jesús Zulaika
Título de la edición original: A Long Way Down
Viking
Londres, 2005
Diseño de la colección: Julio Vivas
Ilustración de Guido Scarabottolo, montaje de Julio Vivas
Primera edición: noviembre 2006
Segunda edición: enero 2007
© Nick Hornby, 2005
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2007
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-7194-2
Depósito Legal: B. 2218-2007
Printed in Spain
A Amanda
La cura de la infelicidad es la felicidad, y me tiene sin cuidado lo que puedan decir al respecto.
Niagara Falls All Over Again
, Elizabeth McCracken
MARTIN
¿Puedo explicar por qué quería saltar desde lo alto de un edificio? Pues claro que puedo explicar por qué quería saltar desde lo alto de un edificio. No soy ningún maldito idiota. Puedo explicarlo porque no era inexplicable: era una decisión lógica, producto de un razonamiento correcto. Y ni siquiera era un pensamiento serio. No me refiero a que fuera un pensamiento caprichoso; me refiero a que no era terriblemente complicado, o desesperado. Podríamos formularlo así: pongamos que eres..., no sé, subdirector de una sucursal bancaria de Guildford. Y que has estado pensando en emigrar, y que te ofrecen un empleo de director de una sucursal bancaria de Sidney. Bien, aunque se trata de una decisión nada problemática, sigues sopesando el asunto, ¿no crees? Al menos tienes que decidir si serás capaz de mudarte de país, si serás capaz de dejar atrás a amigos y colegas, si serás capaz de desarraigar a tu mujer y a tus hijas. Lo que harás será sentarte con un papel y ponerte a escribir una lista con los pros y los contras. Ya sabes:
CONTRAS: padres ancianos, amigos, club de golf.
PROS: más dinero, mejor calidad de vida (casa con piscina, barbacoa, etc.), mar, sol, nada de ayuntamientos de izquierdas que prohiban «La oveja negra»
[1]
nada de directivas comunitarias prohibiendo las salchichas británicas, etc.
No hay color, ¿eh? ¡El club de golf! Qué memez. Obviamente tus ancianos padres te hacen hacer una pausa y pensártelo dos veces, pero eso es todo (una pausa muy breve, además). Y en menos de diez minutos estás al teléfono hablando con una agencia de viajes.
Bien, ése soy yo. No tenía suficientes pros, y montones de motivos para saltar. Lo único en mi lista de los contras eran las niñas, pero no podía imaginar a Cindy dejándome volver a verlas ni una vez más. No tengo padres ancianos, y no juego al golf. El suicidio era mi Sidney. Y lo digo sin ningún ánimo de ofensa a la buena gente de esa ciudad.
MAUREEN
Le dije que iba a una fiesta de Nochevieja. Se lo dije en octubre. No sé si la gente manda o no las invitaciones para la fiesta de Nochevieja en octubre. Probablemente no. (¿Cómo voy a saberlo? No he estado en ninguna desde 1984. June y Brian, que vivían al otro lado de la carretera, dieron una justo antes de mudarse. E incluso entonces fue sólo una escapadita de una hora o algo así, después de que él se durmiera.) Pero ya no podía esperar más. Llevaba pensando en ello desde mayo o junio, y me moría de ganas de decírselo. Qué estupidez. El no entiende; estoy segura de que no entiende. Me dicen que siga hablándole, pero ves claramente que no le entra nada en la cabeza. ¡Vaya bobada estar muriéndome de ganas de decírselo! Y no era más que un botón de muestra de lo que podía aguardarme en la vida.
En cuanto se lo dije, me entraron ganas de ir directamente a confesarme. Había mentido, ¿no? Le había mentido a mi propio hijo. Ya, no había sido más que una mentira tonta, una mentirijilla: le había dicho con meses de antelación que iba a ir a una fiesta, una fiesta inventada. Me la había inventado como Dios manda: le había dicho de quién era la fiesta, y por qué me había invitado, y por qué quería ir, y quiénes más irían. (Era una fiesta que daba Bridgid, la Bridgid de la iglesia. Y me había invitado porque su hermana iba a venir de Cork, y le había preguntado por mí en un par de cartas que le había escrito. Y yo quería ir porque la hermana de Bridgid había llevado a su suegra a Lourdes, y quería que me lo contara todo acerca del viaje, con vistas a llevarle un día también a él, a mi hijo Matty.) Pero la confesión no era posible en este caso, porque sabía que tendría que repetir el pecado, la mentira, una y otra vez, hasta fin de año. No sólo a Matty, sino también a la gente de la residencia, ya... Bueno, en realidad no hay nadie más. Quizá alguien de la iglesia, o alguien de alguna tienda. Es casi cómico, si se piensa en ello. Si te pasas día y noche cuidando de un hijo enfermo, te queda poco margen para pecar, y no había hecho nada que mereciera confesarse durante un buen porrón de años. Y de eso pasé a pecar tan terriblemente que ni siquiera podía hablarlo con el cura, porque iba a seguir pecando y pecando hasta el día de mi muerte, en que cometería el mayor de todos los pecados. (¿Y por qué habría de ser el mayor de los pecados? Llevan toda la vida diciéndote que, cuando mueras, vas a ir a un sitio maravilloso. Y la única cosa que puedes hacer para ir a ese sitio un poco más rápido es algo que te impide por completo llegar a él. Ya, entiendo que hacerlo es algo así como saltarse una cola. Pero si alguien se salta la cola en Correos la gente lo abuchea. O a veces te dicen: «Perdone, yo estaba antes.» No dicen: «Se va a consumir en el fuego del infierno por toda la eternidad.» Sería un poco duro.) Ello no me hizo dejar de ir a la iglesia, pero sólo seguí yendo porque la gente pensaría que algo no marchaba bien si veían que no iba.
A medida que nos acercábamos a la fecha le seguía pasando pequeñas y jugosas informaciones que —según le decía— iba recogiendo. Cada domingo hacía como que había aprendido algo, porque los domingos eran los días en que veía a Bridgid. «Bridgid dice que habrá baile.» «Bridgid está preocupada porque no a todo el mundo le gusta el vino o la cerveza, así que tendrá que poner también licores.» «Bridgid no sabe cuánta gente vendrá ya cenada.» Si Matty hubiera sido capaz de entender algo de lo que le decía, habría pensado que la tal Bridgid era una lunática: preocuparse de ese modo por una pequeña reunión. Cada vez que veía a Bridgid en la iglesia me ponía como un tomate. Y, por supuesto, quería saber lo que iba a hacer de verdad en Nochevieja, pero jamás se lo pregunté. Si planeaba dar una fiesta, a lo mejor pensaba que tenía que invitarme.
Me avergüenzo cuando lo recuerdo. No de las mentiras —ahora estoy acostumbrada a decirlas—. No, me avergüenzo de lo patético que fue todo. Un domingo me sorprendí diciéndole a Matty dónde iba a comprar Bridgid el jamón para los sándwiches. Pero la cosa estaba en mi mente, por supuesto; la Noche-vieja siguiente la llevaba en la cabeza, y era una manera de hablar de ella, sin llegar a decir nada de importancia. Y supongo que también yo llegué a creer un poco en aquella fiesta, del mismo modo en que llegas a creerte la historia que se cuenta en un libro. De cuando en cuando imaginaba la ropa que iba a ponerme, cuánto bebería, a qué hora me iría. Si volvería a casa en taxi. Ese tipo de cosas. Al final era como si en realidad ya hubiera estado en la fiesta. Aunque ni siquiera en la imaginación logré verme hablando con ninguno de los invitados. Siempre me alegraba tener que irme.
JESS
Estuve en una fiesta ahí abajo, donde los okupas. Era una mierda de fiestorro, lleno de viejos cascarrabias sentados en el suelo bebiendo sidra y fumando enormes porros y escuchando un reggae rarísimo, totalmente ido. A medianoche, uno de ellos se puso a aplaudir sarcásticamente, y un par de ellos rieron, y eso fue todo: Feliz Año Nuevo a todo el mundo. Podías haber aparecido en esa fiesta como la persona más feliz de Londres, y a las doce y cinco te habrían entrado unas increíbles ganas de tirarte de la azotea del edificio. Y yo no era la persona más feliz de Londres. Obviamente.
Fui únicamente porque alguien de la facultad me dijo que Chas iba a estar en ella, pero no estaba. Intenté llamarle al móvil tropecientas veces, pero no estaba encendido. Cuando rompimos la primera vez, me llamó acosadora, pero ésa es una palabra como emotiva, «acosadora», ¿no? No creo que se pueda llamar «acoso» cuando no es más que llamadas telefónicas y cartas y correos electrónicos y llamadas a la puerta. Y sólo aparecí en su trabajo dos veces. Tres, si contamos su fiesta de Navidad, y para mí ésa no cuenta, porque me dijo que iba a llevarme, de todas formas. «Acoso» es cuando les persigues a las tiendas y en sus vacaciones y todo eso, ¿no? Bien, yo nunca me acerqué a ninguna tienda. Y, además, yo nunca lo llamaría acoso cuando alguien te debe una explicación. Que te deban una explicación es como que te deban dinero, y no sólo cinco libras, no. Quinientas o seiscientas, más bien. Si te debieran quinientas o seiscientas, mínimo, y la persona que te las debe te estuviera dando esquinazo, entonces lo que te ves obligado a hacer es llamar a su puerta por la noche, tarde, cuando sabes que tiene que estar dentro. La gente se pone muy seria con esas cantidades de dinero. Llaman a cobradores de morosos, le rompen las piernas al deudor, pero yo nunca he llegado a eso. Guardé bastante la compostura.
Así que aunque nada más llegar vi que no estaba en esta fiesta, me quedé un rato. ¿Adonde iba a ir, si no? Sentía lástima de mí misma. ¿Cómo es posible tener dieciocho años y no tener adonde ir en Nochevieja, aparte de alguna fiesta de mierda en alguna mierda de casa de okupas donde no conoces a nadie? Bien, me las arreglé. Parece que me las arreglo año tras año. Hago amigos con facilidad, pero luego se hartan de mí y me mandan a la mierda, no hay duda, aunque no estoy muy segura de por qué o cómo. La gente y las fiestas desaparecen de mi vida.
También Jen me mandó a la mierda, estoy segura. Y desapareció, como todos los demás.
MARTIN
Me he pasado el último par de meses mirando casos de suicidios en Internet, por mera curiosidad. Y, casi todas las veces, el
coroner
[2]
dice lo mismo: «Se quitó la vida cuando atravesaba un estado de trastorno mental.» Y acto seguido lees la historia del pobre diablo: su mujer se acostaba con su mejor amigo (de él), había perdido el trabajo, su hija había muerto unos meses antes en un accidente de tráfico... ¿Hola, señor
coroner
? ¿Hay alguien en casa? Lo siento, pero en el caso que nos ocupa no hay trastorno mental alguno, amigo mío. Diría que hizo lo que debía. Una cosa mala tras otra cosa mala tras otra cosa mala hasta que no puedes aguantar más y compras un trozo largo de tubo de goma y te subes a un aparcamiento público de varias plantas en el coche familiar de cinco puertas... ¿No es una decisión razonablemente correcta? Entonces el
coroner
debería decir en su informe: «Se quitó la vida tras una seria y cuidadosa contemplación del puto bodrio en que ésta se había convertido.»