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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (24 page)

BOOK: El Cid
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Unos pocos nos dirigimos hacia la catedral de Santa María, donde Rodrigo quería rezar antes de partir. En la plaza, delante de la portada de figuras esculpidas en piedra, una niña se acercó hasta Rodrigo.

—¿Tú eres el Campeador? —le preguntó.

—Sí, por ese apodo me conocen algunos —respondió Rodrigo.

—Mi madre me ha dicho que el rey no quiere que vivas en Castilla, y que quien te ayude perderá su casa y sus ojos.

—En ese caso, obedece a tu madre.

La madre de la niña apareció en la plaza y la cogió de la mano llevándosela de allí en volandas.

—Parece que esta gente teme más al rey que al diablo —asentó Rodrigo—. Esperadme aquí, quiero rezar solo.

Rodrigo me alargó las riendas de su caballo y entró en la catedral, afuera nos quedamos la media docena de caballeros que lo habíamos acompañado al interior de la ciudad; los demás habían ido a comer a orillas del Arlanzón. No recuerdo bien cuánto tiempo permaneció Rodrigo dentro de los muros de la catedral, pero debió de ser un buen rato, porque cuando salió nuestros estómagos reclamaban su ración diaria.

En el arenal, a orillas del Arlanzón, todos los hombres habían almorzado ya. Álvar Fáñez había ordenado levantar una tienda en la cual se habían colocado una mesa y varias banquetas para que comiera Rodrigo y los que lo habíamos acompañado hasta la catedral. Estábamos despachando un poco de queso, pan y carne seca y frita cuando anunciaron que un caballero burgalés quería hablar con el Campeador. El señor de Vivar lo hizo pasar.

—Mi nombre es Martín Antolínez. Soy un infanzón de Burgos que he seguido por boca de los juglares todas vuestras hazañas. Hace unos días, cuando los pregoneros del rey vocearon el bando en el que se os condenaba al destierro, creí oportuno ir hasta Vivar para ofreceros mis servicios, pero yo solo os hubiera sido de poca ayuda. Por eso he empeñado toda mi fortuna en reclutar una pequeña mesnada que pongo a vuestro servicio…, si así me lo permitís.

—¿Sabéis en qué lío os estáis metiendo? —le preguntó Rodrigo.

—No me importa el riesgo: no tengo familia, y ya no poseo nada aquí. Sólo me alienta el deseo de seguiros hasta donde vos vayáis. Mis hombres y yo mismo estamos a vuestras órdenes. Dejadnos ir con vos.

—¿Cuantos sois? —inquirió Rodrigo.

—Ciento quince.

—¡Ciento quince! ¿Estáis de broma? Apenas disponemos de comida para alimentarnos nosotros; no podemos hacernos cargo de ciento quince más. Ni siquiera tenemos permiso para comprar comida aquí en Castilla, el rey castigaría a quien nos la vendiera.

—Eso no supone ningún problema; yo os proporcionaré la comida.

—El rey os perseguiría por ello, y además no podríamos comprarla.

—No se trata de una venta, sino de un regalo. La orden del rey dice que nadie puede venderos alimentos, pero nada dice si se trata de un regalo. Aguardad un momento.

Martín Antolínez salió de la tienda y regresó al instante con cuatro de sus hombres, que portaban dos enormes cofres.

—Ésta será mi aportación a esta empresa —anunció el burgalés.

Se acercó a uno de los cofres que los porteadores habían dejado en el suelo y lo abrió, y al instante hizo lo mismo con el segundo.

Nos quedamos atónitos cuando vimos su contenido: en los dos cofres había varios saquillos que contenían miles de monedas de plata.

—¿De dónde habéis sacado semejante fortuna? —le pregunté.

—Es un regalo de los judíos de Burgos. Digamos que es un préstamo a muy bajo interés que he avalado con mis propiedades. Ya veis, hasta los judíos confían en que a vuestro lado puede obtenerse una buena ganancia.

—¿Cuánto dinero hay en esos dos cofres? —inquirió Rodrigo.

—Exactamente seiscientos marcos de plata, trescientos en cada uno de ellos.

—¡Eso son trescientas libras de plata! —exclamé asombrado.

—Exactamente, don…

—Diego, mi nombre es Diego de Ubierna.

—Pues exactamente eso, don Diego, trescientas libras —aseveró el burgalés.

Había tanta plata en esas dos arcas que eran necesarios dos hombres para manejar cada una de ellas.

—¿Y bien?

Martín Antolínez nos había dejado helados. Rodrigo estaba tan pasmado como los seis caballeros que compartíamos la comida con él.

—¿Saben luchar vuestros hombres? —le preguntó Rodrigo.

—Por supuesto. En más de una ocasión han tenido que defenderse de algaradas musulmanas y muchos de ellos han participado en las campañas militares de don Alfonso contra Badajoz. Son esforzados y valientes, no desmerecerán de los vuestros.

—Una cosa ha de quedar clara para vos; si os admito en mi mesnada, vuestros hombres dejarán de ser vuestros para ser míos. ¿Entendido?

—Ni por un momento he pensado que pudiera ser de otra manera.

—¿Dónde están esos hombres?

—A unas dos millas de aquí, esperando en el camino hacia el monasterio de Cardeña.

—¿Cómo sabíais que íbamos a San Pedro? —le interrogué.

—¡A qué otro lugar ibais a ir después de Burgos! —aseveró Martín Antolínez.

Rodrigo invitó al caballero burgalés a sentarse junto a él y éste lo hizo encantado; pocas veces he visto a un hombre más feliz.

Desde Burgos nos dirigimos al monasterio de San Pedro de Cardeña. Había cambiado bastante desde que yo saliera de él, de eso hacía entonces dieciocho años. En los últimos tiempos el rey, condes, magnates y nobles de Castilla habían realizado numerosas donaciones, y por ello la riqueza de los monjes había aumentado de tal modo que el de Cardeña era el segundo monasterio más rico del reino, sólo superado por el de Arlanza.

Allí nos dirigimos. Doscientos hombres habíamos salido de Vivar, más de trescientos llegamos a Cardeña. Nuestra marcha a través de Castilla se comentaba por todos los pueblos y aldeas, y acudían a nosotros multitud de jóvenes solicitando unirse a la hueste de Rodrigo. Muchos eran hijos segundones de infanzones pobres que veían en Rodrigo la solución a su miseria. Eran hijos de nobles, pero de unos nobles tan pobres que no podían hacerse cargo de ellos, por lo que se veían abocados a buscar fortuna fuera de su tierra. Rodrigo significaba para todos ellos la esperanza de una vida de aventuras y de un servicio de armas para el que creían haber nacido.

En Cardeña visitamos a su abad. Rodrigo le hizo una generosa donación en moneda de plata de los seiscientos marcos de Martín Antolínez y le encomendó, si se hiciera necesaria, la custodia de su mujer y sus hijos. Le pidió al abad que permitiera a Jimena y a los tres niños pasar ya el próximo invierno en el monasterio, y el abad, ante la generosa bolsa de monedas de plata, aceptó encantado.

—Ciento cincuenta marcos son demasiados —le dije a Rodrigo. Ésa era la cantidad que me había ordenado que entregara a los monjes.

—Cien de ellos servirán para alimentar a mi esposa y a mis hijos durante todo el invierno —me advirtió.

—Pese a todo, creo que habéis sido demasiado generoso, hubiera bastado con diez libras.

—Por los otros cincuenta rezarán todas las mañanas, en los maitines, una oración por nosotros; además, le he dicho al abad que cuando muera deseo ser enterrado en este monasterio, por eso quiero que esté lo más adecentado posible —zanjó la cuestión Rodrigo.

Yo seguí pensando que con ciento cincuenta marcos, eso son setenta y cinco libras, podríamos haber equipado a medio ejército, pero cuando Rodrigo había tomado una decisión era inútil discutir sobre ello.

Desde Cardeña partimos hacia el sur, atravesando valles y collados, hasta que llegamos al río Duero en la ciudad de San Esteban. Pasamos por Alcubilla y cruzamos el Duero por el vado de Navapalos. Desde allí seguimos la ruta que habíamos recorrido meses atrás, cuando asolamos las tierras de Guadalajara, Alcalá y Madrid como venganza por la algara que los moros renegados realizaron contra Gormaz.

Pasamos la última noche en tierras de Castilla al pie de la sierra de Miedes. Era una noche cálida de luna nueva y el cielo estaba estrellado como si lo hubieran iluminado con centenares de minúsculas bujías. Pese a estar en la falda de los montes, no hacía nada de frío y optamos por no montar las tiendas y dormir bajo la tenue luz de las titilantes estrellas.

A la mañana siguiente, Rodrigo me confesó que había tenido un sueño:

—He visto al arcángel san Gabriel. Me hablaba y me decía que cabalgara sin miedo, que todo saldría bien. ¿Crees que es una premonición?

—No entiendo nada de sueños…, salvo algunas cosas que he leído en un códice de Aristóteles que nos enseñaban en el monasterio, pero que apenas recuerdo. Sin embargo, si era el arcángel san Gabriel quien os hablaba, sin duda que parece un buen augurio.

—Algunos hombres andan un tanto desconfiados. Dicen que al salir de Burgos, una corneja voló a nuestra izquierda, y ya sabes que eso se interpreta como una señal poco halagüeña.

—No creo que esas cuestiones tengan mayor importancia. Yo he visto a varios cuervos volar a nuestra derecha poco antes de acampar esta tarde.

—Estos hombres necesitan confianza, y muchos creen que el cielo envía señales de aviso. Considero que será mejor para todos que esas señales indiquen que Dios está de nuestra parte, ¿no te parece?

Levantamos el campamento y nos pusimos en marcha de nuevo hacia el sur. La sierra de Miedes era entonces la frontera entre cristianos y musulmanes. Atravesamos aquellos agrestes y boscosos parajes abriéndonos paso por la vieja calzada de Guinea, que según dicen construyeron los romanos y que baja hasta el Duero. Esa ruta, empedrada todavía en muchos tramos, es la única posible por la que una hueste como la nuestra puede atravesar la sierra de Miedes. Fuera de la calzada, el paisaje es enriscado y la vegetación tan tupida que un hombre hubiera necesitado una jornada entera para avanzar una milla.

El acuerdo a que habíamos llegado con los hombres del príncipe de Zaragoza era que deberíamos esperar en Atienza para encontrarnos con ellos. Así lo hicimos. Rodrigo dejó a la mayoría de los hombres acampados cerca de Miedes, fortificados en lo alto de un cerro, y con una escolta de veinte caballeros se dirigió a Atienza. Allí nos aguardaba un enviado del príncipe Abú Amir.

Atienza es una fortaleza extraordinaria, con un castillo fortísimo sobre unas rocas inexpugnables. La guarnición estaba al corriente de nuestra llegada, pues un jinete se acercó hasta nosotros y nos acompañó hasta las puertas abiertas invitándonos a entrar. Nos disponíamos a hacerlo, pero Rodrigo ordenó que nos detuviéramos a unos cincuenta pasos de las murallas.

—Informa a tu señor que nos entrevistaremos aquí fuera —le dijo Rodrigo al jinete que nos había acompañado y que hablaba nuestra lengua.

—¿Acaso desconfiáis?

—No, pero prefiero discutir este asunto al aire libre.

—Como gustéis.

El jinete musulmán espoleó a su caballo y ascendió por el camino hacia la fortaleza de Atienza. Nosotros aguardamos cerca de unos robles hasta que vimos salir por la puerta a cinco jinetes que se acercaron al trote hacia donde nos encontrábamos.

—¿Don Rodrigo Díaz? —preguntó uno de ellos, un personaje muy alto y de tez muy clara que vestía una túnica negra festoneada con bordados de hojas de acanto, que hablaba nuestra lengua aunque introducía muchas palabras del latín culto.

—Yo soy —dijo el Campeador.

—Mi nombre es Yahya. Soy consejero de su alteza el príncipe heredero de Zaragoza Abú Amir, que Dios guarde. Sed bienvenidos a estas tierras.

—Me ha dicho el correo que envié… —Rodrigo me miró y rectificó—, que enviamos a Zaragoza, que tal vez necesitéis nuestros servicios.

—Así es. Sé por nuestros espías y agentes en Castilla que sois un hombre de honor, por eso os seré franco. Mi señor Abú Amir ha sido designado por su padre, el rey al-Muqtádir, al que creo que conocéis…

—Compartimos una jornada de caza a orillas del Ebro hace casi veinte años —le interrumpió Rodrigo.

—Como os decía —prosiguió Yahya—, mi señor ha sido designado como heredero al trono, pero sólo al de Zaragoza; los de Tortosa, Denia y Lérida han sido entregados a su hermano al-Mundir. Los dos hermanos no se llevan bien y Abú Amir está convencido de que su hermano le disputará también el trono de Zaragoza. Vos sois un caballero de gran fama, hasta Zaragoza han llegado vuestras hazañas en el campo de batalla, y si lo deseáis, podríais prestar vuestros servicios al nuevo rey de Zaragoza; os recompensaría espléndidamente.

—Pero el rey al-Muqtádir sigue vivo… —alegó Rodrigo.

—No importa, no está en condiciones de gobernar. Si apoyáis a Abú Amir, el príncipe se hará con el trono antes de que su hermano al-Mundir actúe en su contra.

—¿Se atreverá a deponer a su propio padre?

—Sólo si es necesario para el buen gobierno del reino —asentó Yahya.

—Parecéis sincero.

—Lo soy.

—Quiero creeros, pero mi intención era ofrecer mis servicios al conde de Barcelona.

—¿A cuál de ellos? —inquirió Yahya.

—No entiendo esa pregunta dijo Rodrigo.

—No os recomiendo que entabléis tratos con Barcelona. Ese condado está gobernado por dos condes que son hermanos gemelos, Ramón Berenguer y Berenguer Ramón son sus nombres. Dos soberanos para un mismo Estado no es aconsejable; más pronto o más tarde estallarán disensiones entre ellos y es probable que los dos hermanos se vean abocados a luchar entre sí.

Rodrigo descendió de su caballo y el musulmán llamado Yahya hizo lo mismo.

—Creo que tenéis un plan —aventuró Rodrigo.

—En efecto —ratificó Yahya.

—Bien, contadme.

—Permaneceréis en los límites orientales del reino de Zaragoza hasta que estemos preparados para que entréis en la ciudad.

—¿Y entre tanto?

Yahya se atusó su rubia barba, miró a Rodrigo con ironía y le dijo:

—Los reyes de Toledo y de Valencia nos están incordiando en los valles del alto Henares y del alto Jalón; tal vez podríais comenzar por poner en orden esas dos comarcas. Os dejaré a unos guías y vos mismo sabréis qué hacer. Yo haré correr en Zaragoza la voz de que estáis intentando llegar hasta Barcelona para poneros al servicio de los condes gemelos; será una buena excusa para que entréis en Zaragoza después de haber dado un escarmiento a los reyes de Valencia y Toledo. Así, nuestro rey al-Muqtádir y los partidarios de su hijo al-Mundir no sospecharán que en realidad vais a estar al servicio del príncipe Abú Amir.

—Sois muy astuto.

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