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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (13 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—Cerca del
ryokan
hay un río donde pescan las truchas. Y las verduras de la región son exquisitas —me explicó. Se había dado cuenta de que yo estaba esquivando su pregunta, pero no parecía desquiciado, sino todo lo contrario. No perdió la calma en ningún momento.

—Piensa en pepinos recién cogidos con pulpa de ciruelas saladas, imagínate unas rodajas de berenjena fresca con jengibre y salsa de soja, o un repollo condimentado con salvado de arroz. Las verduras cultivadas en los huertos caseros tienen un sabor mucho más intenso —intentaba convencerme Takashi—. Los productos se recogen en los huertos cercanos y se comen el mismo día. El miso y la salsa de soja también son de elaboración casera. Es el lugar perfecto para una sibarita como tú —bromeó riendo.

Me gustaba la risa de Takashi. Estuve a punto de aceptar la invitación, pero seguí esquivando la respuesta.

—Así que truchas… y verduras, ¿eh? —musité, indecisa.

—Cuando te hayas decidido, dime algo y llamaré para hacer la reserva —dijo, y pidió otra copa.

Estábamos sentados en la barra del Bar Maeda. Debía de ser la quinta vez que quedábamos. Takashi masticaba ruidosamente las pipas que nos habían traído en un pequeño plato. Yo también picaba alguna de vez en cuando. Maeda dejó discretamente un vaso de Four Roses con soda frente a Takashi. Siempre que iba al Bar Maeda con Takashi me sentía fuera de lugar. De fondo se oía música de jazz. La barra estaba limpia y reluciente y los vasos, impolutos. El ambiente olía ligeramente a tabaco. El murmullo de voces era prácticamente inaudible. No había nada que llamara la atención, y me sentía incómoda.

—Qué ricas están las pipas —dije, y cogí unas cuantas más. Takashi saboreaba su Bourbon con soda. Me acerqué el vaso a los labios y bebí un sorbo de mi Martini, que era tan perfecto como todo lo demás. Dejé el vaso en la barra con un suspiro. El cristal estaba frío y ligeramente empañado.

—Pronto empezará la estación lluviosa —comentó el maestro.

—Así es —gruñó Satoru. Su sobrino también asintió. Estaba completamente adaptado a su nuevo trabajo.

El maestro se volvió hacia el chico y le pidió una trucha.

—Entendido —respondió el sobrino de Satoru. Acto seguido, desapareció hacia el interior del local. Pronto nos llegó el olor a pescado asado.

—¿Le gusta la trucha, maestro? —le pregunté.

—Me gustan todos los peces, tanto de mar como de río —respondió.

—Entonces, le gusta la trucha.

El maestro me miró fijamente.

—¿Tienes algo en contra de las truchas, Tsukiko? —inquirió, sin dejar de mirarme.

—No, al contrario —respondí precipitadamente, agachando la cabeza. El maestro siguió mirándome durante un rato, con las cejas enarcadas.

El sobrino de Satoru salió de la cocina con la trucha en un plato. La había aliñado con vino de bistorta.

—El color verde del vino de bistorta es muy adecuado a la estación lluviosa —musitó el maestro mientras observaba la trucha.

Satoru se echó a reír.

—Profesor, es usted todo un poeta —comentó.

—No era ningún poema, sólo una impresión —puntualizó el maestro.

Desmenuzó delicadamente la trucha con los palillos y empezó a comer. Sus modales eran exquisitos.

—Maestro, veo que le gusta la trucha. ¿Por qué no va a algún balneario de esos donde las cocinan bien? —sugerí.

Él arrugó la frente.

—Jamás iría a un balneario expresamente para comer truchas —repuso, recuperando su expresión normal—. ¿Qué te pasa, Tsukiko? Hoy te noto un poco rara.

Estuve a punto de explicarle que Takashi Kojima me había invitado a ir de viaje con él, pero guardé silencio. El maestro bebía a la velocidad ideal. Daba un traguito, hacía una breve pausa, seguía bebiendo y descansaba de nuevo.

Yo, en cambio, vaciaba mi vaso mucho más rápido que de costumbre. Lo llenaba, me lo bebía de un trago y volvía a llenarlo. Ya llevaba tres botellas de sake.

—¿Qué te preocupa, Tsukiko? —insistió el maestro.

Yo sacudí la cabeza.

—Nada. No es nada. ¿Qué iba a preocuparme?

—Si realmente no te pasara nada, no te esforzarías tanto en negarlo.

En el plato del maestro sólo quedaba la espina de la trucha. La pinchó con los palillos. Estaba intacta.

—Estaba deliciosa —le dijo el maestro a Satoru.

—Gracias —respondió el tabernero.

Apuré mi vaso a toda prisa. El maestro me miraba con una mueca de reproche.

—Estás bebiendo demasiado, Tsukiko —me reprendió con suavidad.

—Déjeme en paz —le espeté, y llené mi vaso de nuevo. Lo apuré de un trago. Era la tercera botella que caía en una noche.

—Otra —le pedí a Satoru.

—¡Sake! —gritó brevemente hacia la cocina.

—Tsukiko… —intentó detenerme el maestro.

Esquivé su mirada.

—Ahora ya la has pedido, pero procura no acabártela —me advirtió.

En su voz había un deje amenazante que no era propio de él. Mientras hablaba, me daba palmaditas en la espalda.

—De acuerdo —respondí con un hilo de voz. Pronto empecé a notar los efectos del sake.

—Deme unas palmaditas más, maestro —farfullé.

—Hoy te estás comportando como una niña caprichosa, Tsukiko —rió el maestro, y siguió dándome palmaditas en la espalda.

—Es que lo soy. Siempre lo he sido —dije.

Mientras tanto, acariciaba la espina de la trucha que el maestro había dejado en el plato. Era tan blanda, que se encorvaba. El maestro apartó la mano de mi espalda y se llevó el vaso a los labios muy despacio. Apoyé la cabeza en su hombro durante un breve instante, pero la aparté enseguida. Él no dio muestras de haberse percatado de mi gesto. Siguió bebiendo en silencio.

Cuando abrí los ojos, me encontraba en casa del maestro.

Estaba tumbada en el tatami. Encima de mí había una mesita, y justo enfrente vi los pies del maestro. Me incorporé con un sobresalto.

—¿Ya te has despertado? —me preguntó.

La puerta corrediza y el ventanal estaban abiertos, y la brisa nocturna invadía la estancia. Hacía un poco de frío. En el cielo la luna brillaba entre las nubes, rodeada por un grueso halo.

—¿Me he dormido? —pregunté.

—Sí, has estado durmiendo —rió el maestro.

—He dormido como un tronco.

Comprobé el reloj. Eran cerca de las doce de la noche.

—Pero no he estado dormida mucho rato, ¿verdad? Una horita más o menos.

—Teniendo en cuenta que estás en una casa ajena, considero que una hora es suficiente —repuso el maestro, con una sonrisa burlona.

Tenía las mejillas más coloradas que de costumbre. Supuse que había estado bebiendo mientras yo dormía.

—¿Qué estoy haciendo aquí? —pregunté.

El maestro abrió los ojos, sorprendido.

—¿No te acuerdas? Empezaste a gritar pidiéndome que te llevara a mi casa.

—¿En serio? —dije, y me dejé caer de nuevo en el suelo.

Apreté la mejilla contra el tatami. Mi melena se esparció por el suelo, enredada. Contemplé las nubes que surcaban el cielo nocturno. En ese momento supe que no quería ir de viaje con Takashi Kojima. Tumbada en el suelo, con la mejilla apoyada en el tatami, evoqué la vaga incomodidad que sentía cada vez que estaba con él. Era una molestia casi imperceptible, pero que nunca se desvanecía del todo.

—Tengo la marca del tatami en la cara —le dije al maestro desde el suelo.

—¿Dónde? —preguntó. Rodeó la mesita y se me acercó—. Es verdad, está perfectamente marcado.

Me acarició suavemente la mejilla. Tenía los dedos fríos. Parecía más alto, quizás porque lo veía desde el suelo.

—Tienes la mejilla ardiendo, Tsukiko.

Siguió acariciándome. Las nubes pasaban rápidamente. Ocultaban la luna por completo y la descubrían un instante más tarde.

—Es por el alcohol —le respondí.

El maestro se tambaleó ligeramente. Él también parecía ebrio.

—¿Quiere que vayamos juntos de viaje, maestro? —propuse.

—¿Adónde quieres ir?

—A algún lugar donde podamos comer unas buenas truchas.

—Con las truchas de Satoru tengo más que suficiente —replicó él, y apartó la mano de mi cara.

—Pues vayamos a un balneario de montaña.

—No tenemos por qué ir tan lejos. Cerca de aquí hay balnearios que no están nada mal —protestó.

Se sentó en el suelo sobre los talones, a mi lado. Ya no se tambaleaba. Estaba tan tieso como siempre.

—Quiero que vayamos juntos a algún lugar —insistí.

Me incorporé y lo miré directamente a los ojos.

—No iremos a ningún sitio —respondió él, aguantándome la mirada.

—¡Yo quiero ir de viaje con usted!

Por culpa del alcohol, no era consciente de todo lo que decía. En realidad sabía perfectamente de qué estaba hablando, pero mi cerebro sólo quería comprenderlo a medias.

—¿Adónde iríamos tú y yo solos, Tsukiko?

—Con usted iría al fin del mundo, maestro —grité.

El viento soplaba con más intensidad, y las nubes cruzaban el cielo rápidamente. El ambiente estaba cargado de humedad.

—Tranquilízate, Tsukiko —me advirtió el maestro.

—Estoy muy tranquila.

—Deberías volver a casa y descansar.

—No quiero volver a casa.

—No seas cabezota.

—No soy cabezota, lo que pasa es que estoy enamorada de usted.

Tan pronto lo hube dicho, me invadió una oleada de turbación.

Había metido la pata. Un adulto debe evitar palabras que puedan desconcertar a los demás, y nunca debe decir nada de lo que pueda avergonzarse a la mañana siguiente.

Pero ya era tarde. Quizás se me había escapado por falta de madurez. Yo nunca sería tan adulta como Takashi Kojima.

—Estoy enamorada de usted —repetí, como si quisiera asegurarme la victoria.

El maestro me miraba perplejo.

Un trueno retumbó cerca de allí, y el destello fugaz de un relámpago iluminó las nubes. Unos segundos más tarde, se oyó otro trueno.

—El cielo se ha vuelto loco porque tú te has vuelto loca, Tsukiko —musitó el maestro, asomándose al balcón.

—No me he vuelto loca —protesté.

Él rió amargamente.

—El temporal está a punto de empezar.

Cerró la puerta corrediza, que se deslizó con un chirrido. Los relámpagos caían con más frecuencia y los truenos retumbaban muy cerca de allí.

—Tengo miedo, maestro —dije, y me acerqué a él.

—No tengas miedo. Sólo es una tormenta con mucho aparato eléctrico —respondió con calma, mientras trataba de esquivarme. De rodillas, hice un nuevo intento de aproximación. Mi miedo a los truenos era auténtico.

—Diga lo que diga, yo estoy muerta de miedo —repetí, con los dientes fuertemente apretados.

El estruendo de los truenos era cada vez más intenso. El fulgor de un relámpago iluminó el cielo, y justo después un fuerte chasquido resquebrajó el silencio nocturno. Había empezado a llover. La lluvia caía oblicuamente y repiqueteaba con fuerza contra los cristales del ventanal.

—Tsukiko —dijo el maestro, observándome. Yo me tapaba los oídos con las manos. Estaba sentada a su lado, con el cuerpo tenso—. Veo que estás pasando miedo de verdad.

Afirmé con la cabeza, sin despegar los labios. El maestro asintió con aire grave. Luego se echó a reír.

—Eres una chica peculiar —observó intrigado—. Ven aquí. Te abrazaré.

El maestro me atrajo hacia sí. Su aliento olía a alcohol, y su pecho rezumaba el aroma dulzón del sake. Acomodó la parte superior de mi cuerpo en su regazo y me estrechó firmemente.

—Maestro —susurré.

Mi voz sonó tan débil como un suspiro.

—Tsukiko —respondió él. Pronunció mi nombre con claridad, como suelen hacerlo los profesores—. Las niñas no deben decir cosas raras. Y alguien como tú, que teme a los truenos, no es más que una niña.

Soltó una sonora carcajada que se mezcló con el estruendo del temporal.

—Pero yo le quiero de verdad, maestro —intenté defenderme, pero mi voz quedó sofocada por el ruido de la tormenta y las carcajadas del maestro.

Los truenos eran cada vez más intensos. Estaba lloviendo a cántaros. El maestro reía. Yo permanecía en su regazo sin saber qué hacer. ¿Qué diría Takashi Kojima si se encontrara en mi situación?

Nada tenía sentido. Era absurdo que yo le hubiera dicho al maestro que estaba enamorada de él, y que él estuviera tan tranquilo a pesar de que aún no me había dado una respuesta. Aquellos truenos repentinos también eran irreales, así como la asfixiante humedad que se había instalado en la salita desde que el maestro había cerrado la ventana. Todo parecía un sueño.

—¿Estoy soñando, maestro? —le pregunté.

—Sí, es probable. Podría ser un sueño —me respondió con aire divertido.

—¿Cuándo me despertaré?

—Quién sabe.

—Yo no quiero despertarme.

—Pero si es un sueño, tarde o temprano te despertarás.

Los relámpagos centelleaban y los truenos retumbaban. Tenía los músculos de todo el cuerpo agarrotados. El maestro me acariciaba la espalda.

—No quiero despertar —repetí.

—Yo tampoco —dijo él.

La lluvia repiqueteaba contra el techo. Yo estaba en el regazo del maestro, tensa. Él me acariciaba la espalda dulcemente.

EN LA ISLA (I)

P
or fin habíamos llegado.

El maestro había dejado su inseparable maletín en una esquina de la habitación.

—¿Ahí dentro lleva todo su equipaje? —le pregunté en el tren.

Él asintió.

—Sólo necesito ropa para dos días. En el maletín hay espacio suficiente.

—Ya —respondí, escéptica.

Con las manos encima del maletín, el maestro se dejaba llevar por el vaivén del tren. Él y su equipaje se balanceaban al compás del traqueteo.

Cogimos juntos el tren, subimos juntos al transbordador, remontamos juntos la cuesta de la isla y llegamos juntos a la pequeña pensión.

Aquella noche, cuando llegaron las lluvias y los truenos retumbaban, debí de insistir tanto que el maestro no tuvo más remedio que claudicar y aceptar mi invitación. O quizás cambió de opinión más tarde, cuando la tormenta ya se había disipado, mientras yo estaba sola tumbada en el futón que me había preparado en la habitación de invitados y él estaba en su propia habitación, también solo. Pero también era probable que, de repente y sin motivo alguno, al maestro le hubiera apetecido ir de viaje.

—¿Quieres ir de viaje a una isla el próximo fin de semana, Tsukiko? —me propuso el maestro sin previo aviso, cuando volvíamos de la taberna de Satoru.

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