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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (15 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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La rabia que sentía momentos antes se había esfumado por completo.

—Podemos ser amigos y compartir una copa o una taza de té de vez en cuando. Es lo único que necesito. Vuelva pronto —repetí en voz baja, escrutando la oscuridad.

Creí atisbar la silueta del maestro entre las tinieblas, fuera de la pensión, pero lo que me había parecido una figura humana sólo era oscuridad.

—Vuelva pronto, maestro —seguí susurrando.

EN LA ISLA (II)

—¿H
as visto cómo flota el pulpo, Tsukiko? —me dijo el maestro, señalando con el dedo.

Yo asentí.

Lo que estábamos comiendo se podría considerar una fondue de pulpo. Cortábamos el pulpo a rodajas muy finas, lo metíamos en un cazo con agua hirviendo y, cuando emergía a la superficie, lo pescábamos rápidamente con los palillos. Antes de comerlo, lo mojábamos en una salsa de naranjas amargas. El sabor dulzón del pulpo se mezclaba en la boca con la naranja amarga y dejaba un regusto muy especial.

—Cuando lo metes en agua hirviendo, la carne transparente del pulpo se vuelve blanca —me explicó el maestro, en el mismo tono reposado que utilizaba en la taberna de Satoru.

—Sí, se vuelve blanco —corroboré.

Me sentía insegura y desorientada, no sabía si sonreír o guardar silencio.

—Pero justo antes de volverse blanco adopta un ligero tono rosado. ¿Lo ves?

—Sí —respondí con un hilo de voz.

El maestro me dirigió una sonrisa y cogió tres rodajas de pulpo a la vez.

—Hoy estás muy callada, Tsukiko.

El maestro había tardado mucho en volver. Los alaridos de las gaviotas habían cesado y la oscuridad era absoluta. En realidad ni siquiera sé si tardó mucho o si sólo pasaron cinco minutos. Me quedé de pie en el vestíbulo de la pensión, esperándolo, hasta que oí el leve ruido de sus pisadas, que avanzaban firmes en la noche.

—¡Maestro! —exclamé.

—Ya estoy aquí, Tsukiko —me saludó.

—Hola —le respondí yo, y entramos juntos en la pensión.

—Estas orejas marinas están deliciosas —dijo el maestro con admiración, mientras bajaba el fuego del cazo.

Nos habían traído un plato con cuatro conchas. Dentro de cada concha había una oreja marina cruda.

—Pruébalas, Tsukiko.

El maestro mojó una oreja marina en salsa de soja con
wasabi y
la masticó lentamente. Su boca era la de un anciano. Probé una oreja marina y pensé que yo todavía tenía la boca de una persona joven. En ese instante, deseé con todas mis fuerzas tener también boca de anciana.

Nos sirvieron un plato tras otro: fondue de pulpo, orejas marinas, marisco, lenguado, cangrejo hervido y langosta frita. Después del lenguado, el maestro empezó a comer más despacio y a beber a pequeños sorbos. Yo engullía rápidamente todo lo que nos traían y me servía sake sin apenas despegar los labios.

—¿Te gusta, Tsukiko? —me preguntó el maestro en tono cariñoso, como si fuera mi abuelo y disfrutara viéndome comer.

—Mucho —respondí con brusquedad—. Está todo muy rico —añadí, para intentar suavizar mi respuesta anterior.

Cuando nos llegó el olor a verduras cocidas, tanto el maestro como yo estábamos llenos. Rechazamos el plato que nos servían y aceptamos sólo un tazón de sopa de miso, que estaba hecha con un delicioso caldo de pescado. Entre los dos nos acabamos el sake que había sobrado.

—¿Vamos?

El maestro cogió la llave de la habitación y se levantó. Yo también me levanté, pero el sake me había subido a la cabeza y las piernas me pesaban. Eché a andar a paso vacilante, pero perdí el equilibrio y tuve que apoyar la mano en el tatami para no caerme de bruces al suelo.

—¡Cuidado! —dijo el maestro, mirándome desde arriba.

—¡No intente sermonearme y ayúdeme! —grité.

Él se echó a reír.

—Por fin vuelves a ser la misma de siempre —suspiró mientras me tendía una mano.

Me ayudó a subir las escaleras y nos detuvimos a medio pasillo, frente a su habitación. Introdujo la llave en la cerradura, que giró con un chasquido. Yo me quedé en el pasillo, tambaleándome detrás de él.

—Dicen que el balneario de esta pensión está muy bien, Tsukiko —me dijo el maestro volviéndose hacia mí.

—Vale —repuse en un tono distraído.

Las piernas me flaqueaban.

—¿Por qué no vas a bañarte y descansas un rato?

—Vale.

—Te vendrá bien despejarte.

—Vale.

—Cuando salgas del balneario, si todavía no es de noche, ven a mi habitación.

Abrí la boca para responderle con otro «vale», pero reaccioné a tiempo.

—¿Eh? —exclamé, sorprendida—. ¿A qué se refiere?

—A nada en concreto —repuso el maestro.

Acto seguido, entró en la habitación y cerró la puerta delante de mis narices. Me quedé plantada en el pasillo. Todavía me sentía mareada. Con la cabeza nublada, empecé a reflexionar sobre las palabras del maestro. «Ven a mi habitación», había dicho. Estaba segura de haberlo oído bien, pero… ¿qué haríamos en su habitación? Estaba claro que no íbamos a jugar a las cartas. A lo mejor quería seguir bebiendo. También era probable que, una vez allí, me propusiera recitar poesías.

—No te hagas ilusiones, Tsukiko —me dije a mí misma mientras me dirigía a mi dormitorio.

Abrí con la llave y encendí la luz. Me habían preparado un futón individual. Mi maleta estaba arrinconada en un hueco de la habitación.

Mientras me desnudaba y me ponía un kimono de verano para ir al balneario, me repetí varias veces:

—No te hagas ilusiones… No te hagas ilusiones.

Las aguas termales me ablandaron la piel. Me lavé el pelo, entré y salí unas cuantas veces de la piscina de agua caliente y, al final, me sequé el pelo a conciencia con el secador del vestuario. Había estado una hora en el balneario, pero me había parecido mucho menos.

Cuando volví a la habitación, abrí la ventana para dejar entrar la brisa nocturna. El murmullo de las olas se oía más cerca. Estuve un rato apoyada en el alféizar.

Intenté recordar cuándo el maestro y yo empezamos a hacernos amigos. Al principio era sólo un conocido, un anciano que había sido mi profesor en el instituto. Aparte de las escasas palabras que intercambiábamos, apenas me fijaba en él. Era una vaga presencia que bebía en silencio en la barra, sentado a mi lado. Lo único que me llamó la atención desde el primer momento fue su voz. No era muy grave, pero tenía un matiz profundo y vibrante. Al oír aquella voz, me fijé en el hombre del que procedía.

En algún momento, más adelante, al sentarme a su lado empecé a notar la calidez que desprendía. Su presencia dulce y afectuosa se filtraba a través de la tela de su camisa almidonada. Era caballeroso y tierno a la vez. Nunca he sido capaz de describir la presencia que irradiaba el maestro. Cuando intentaba capturarla, se esfumaba para aparecer de nuevo en otra ocasión.

Me preguntaba si aquella presencia se convertiría en algo palpable en el caso de que el maestro y yo nos acostáramos juntos. Pero su misteriosa presencia siempre se me acababa escurriendo de las manos.

Una polilla entró atraída por la luz y dio una vuelta alrededor de la habitación. Tiré de la cadenita de la pequeña lámpara naranja y la apagué. La polilla se quedó revoloteando desorientada, hasta que salió por la ventana. Aguardé unos instantes, pero no volvió. Cerré la ventana y me apreté el cinturón del kimono. Me pinté con un pintalabios discreto y cogí un pañuelo. Intentando no hacer ruido, abrí la puerta de mi habitación y salí. Las lámparas del pasillo estaban cubiertas de polillas. Antes de llamar a la puerta del maestro, hice una profunda inspiración. Me froté el labio superior con el inferior, me alisé el pelo con la palma de la mano y cogí aire de nuevo.

—Maestro —llamé.

—Está abierto —me respondió desde dentro. Hice girar suavemente el pomo de la puerta.

El maestro estaba bebiendo cerveza con los codos apoyados en la mesita.

—¿No tiene sake? —le pregunté.

—Sí, en la nevera hay, pero no me apetecía —me dijo mientras inclinaba la botella de cerveza y llenaba el vaso.

Se formó una capa de espuma perfecta. Encima de la nevera había una bandeja con un vaso boca abajo. Lo cogí y se lo tendí al maestro. Sonriendo, vertió un poco de cerveza y obtuvo una capa de espuma idéntica a la suya. Encima de la mesa quedaban unos cuantos triángulos de queso.

—¿Lo ha traído usted? —pregunté. Él asintió—. Es un hombre precavido.

—Se me ocurrió meterlo en el maletín cuando iba a salir de casa.

Era una noche tranquila. A través del cristal de la ventana se oía el lejano murmullo de las olas. El maestro abrió dos botellas de cerveza. El ruido metálico del abridor resonó en la habitación. Vaciamos las botellas y nos quedamos callados. El ruido del oleaje llenaba el silencio.

—Qué tranquilidad —comenté.

El maestro asintió.

—Tienes razón —dijo al cabo de un rato.

Yo asentí.

Los trozos de papel de plata que envolvían el queso estaban encima de la mesa, arrugados. Los junté todos e hice una bola. Recordé que cuando era pequeña me gustaba hacer grandes bolas con el papel plateado que envolvía las tabletas de chocolate. Arrugaba cuidadosamente los envoltorios y los pegaba unos con otros. De vez en cuando me salía un envoltorio dorado, que guardaba en el cajón de mi pupitre para hacer una estrella y colgarla en el árbol de Navidad. Pero cuando llegaba la Navidad, los envoltorios dorados estaban aplastados bajo una montaña de libretas y utensilios del colegio, y ya no podía utilizarlos.

—Qué tranquilidad —dijimos el maestro y yo al unísono.

Él se incorporó en su cojín. Yo hice otro tanto. Cogí la bolita de papel de plata y me puse a juguetear con ella. Estábamos cara a cara. El maestro abrió la boca para decir algo, pero no salió ningún sonido. Las arrugas que tenía en las comisuras de la boca revelaban su edad. Parecía aún mayor que cuando masticaba las orejas marinas durante la comida. Ambos apartamos la mirada simultáneamente. El murmullo de las olas era incesante.

—¿Vamos a dormir? —sugirió tranquilamente.

—Sí —acepté.

¿Qué otra respuesta podía darle? Me levanté, cerré la puerta detrás de mí y fui a mi habitación. Cada vez había más polillas en las lámparas del pasillo.

Me desperté a medianoche.

Me dolía la cabeza. Estaba sola en la habitación. Intenté evocar la presencia escurridiza del maestro, pero no lo conseguí.

Una vez despierta no podía volver a conciliar el sueño. Oía el tic-tac del reloj de pulsera que había guardado bajo la almohada. A veces sonaba muy cerca, y según cómo me parecía oírlo más lejos. Era curioso, puesto que no se movía de sitio.

Me quedé inmóvil durante un rato. Entonces, deslicé la mano por debajo del kimono y me palpé los pechos. No eran ni blandos, ni duros. Seguí recorriendo mi cuerpo hasta acariciarme el vientre. Era bastante liso. Bajé la mano un poco más y la deposité a la altura del pubis. No tenía ninguna gracia acariciarme para pasar el rato. Me pregunté si me gustaría que el maestro me tocara a propósito, pero no conseguí imaginármelo. Permanecí tumbada durante una media hora. Creía que el murmullo lejano de las olas me ayudaría a conciliar el sueño, pero no podía dormir. Quizás el maestro también estaba despierto en la oscuridad.

Aquella idea fue tomando forma en mi mente, hasta que empecé a imaginar que el maestro me estaba llamando desde la habitación contigua. Los temores nocturnos son como bolas de nieve, que acaban formando un alud si no se detienen a tiempo. Ya no podía aguantar más. Silenciosamente, abrí la puerta de mi habitación sin encender la luz. Fui a los servicios, que estaban al fondo del pasillo, y oriné. Tenía la esperanza de que mis inquietudes se disiparan, pero no hicieron más que intensificarse.

Regresé a mi habitación, me retoqué con el pintalabios discreto y fui a la habitación del maestro. Pegué la oreja a la puerta y escuché atentamente. Me sentí como un delincuente. Al otro lado de la puerta no se oía la respiración acompasada de alguien que está durmiendo, sino algo distinto. Agucé el oído y me pareció que aquel extraño ruido aumentaba de volumen.

—Maestro —susurré—. Maestro, ¿qué ocurre? ¿Está bien? ¿Hay algo que le preocupa? ¿Quiere que entre?

Abrí la puerta sin llamar. La luz que había en la habitación me deslumbró.

—No te quedes en la puerta, Tsukiko. Adelante —me invitó el maestro, haciéndome señas con la mano.

Abrí los ojos, que se me acostumbraron enseguida a la luz. El maestro estaba escribiendo. Tenía la mesa llena de papeles.

—¿Qué escribe? —le pregunté.

Cogió uno de los papeles de la mesita y me lo enseñó. «La carne del pulpo | tiene un tono rosado», leí.

—Sólo me falta el último verso del haiku —me explicó, dirigiéndome una mirada grave—. ¿Qué podría venir a continuación de «tiene un tono rosado»?

Me senté en un cojín. Mientras yo no podía dejar de pensar en él, el maestro ocupaba su tiempo pensando en pulpos.

—Maestro —musité.

Él levantó la cabeza, imperturbable. En uno de los papeles que cubrían la mesita había dibujado un pulpo espantoso. Para colmo, llevaba una cinta en la frente, alrededor de la cabeza.

—¿Qué pasa, Tsukiko?

—Maestro, es que…

—Dime.

—Bueno, pues…

—¿Sí?

—Maestro.

—¿Qué quieres decirme exactamente, Tsukiko?

—¿Qué le parecería algo como «el ruido sordo del oleaje»?

No me atreví a abordar directamente el meollo del asunto, tal vez porque no sabía si lo que había entre el maestro y yo tenía algún meollo.

—«La carne del pulpo | tiene un tono rosado. | El ruido sordo del oleaje». ¿Era eso? Veamos…

El maestro no había notado el tono apurado de mi respuesta, o quizás lo había ignorado aposta. Escribió el haiku en una hoja mientras lo recitaba en voz baja.

—Me gusta. Tienes mucha sensibilidad, Tsukiko.

—Gracias —repuse con un hilo de voz. Saqué el pañuelo de papel y me quité el pintalabios con disimulo. Mientras, él seguía murmurando y retocando el haiku.

—¿Qué te parece esto, Tsukiko? «Las olas susurran. | La carne del pulpo | tiene un tono rosado».

¿Que qué me parecía? Despegué los labios, que habían recuperado su palidez habitual, y dejé escapar un «bueno» desabrido. El maestro escribió su variación del haiku. Se lo estaba pasando en grande. Movía la cabeza en señal de asentimiento o la sacudía cuando no estaba conforme.

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