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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (6 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—De todos modos, hay unas setas llamadas «engañosas» que son casi idénticas a los hongos blancos, del mismo modo que las setas fosforescentes se parecen mucho a las setas de madera de roble. Ahí está el problema.

El tono solemne del maestro hizo que Satoru y Toru estallaran en carcajadas.

—¿Sabe, maestro? Llevamos más de diez años cogiendo setas y nunca hemos encontrado esas especies que acaba de mencionar.

Tras una breve pausa, seguí comiendo. Levanté la vista para comprobar si Toru y Satoru habían captado aquel instante de vacilación, pero no parecían haberse dado cuenta.

—La que antes era mi esposa se comió una vez una seta de la risa —dijo el maestro.

Toru y Satoru lo miraron intrigados.

—¿La
que antes era su esposa? ¿A qué se refiere?

—Me refiero a que mi esposa me abandonó hace quince años —aclaró el maestro, con su seriedad habitual. Ahogué una exclamación de sorpresa. Creía que la esposa del maestro había muerto. Esperaba que Toru y Satoru también mostraran su perplejidad, pero permanecieron impasibles. Entre sorbo y sorbo, el maestro nos explicó la siguiente historia:

—Mi mujer y yo solíamos ir de excursión. Habíamos recorrido todas las colinas de los alrededores que quedaban a una hora en tren de casa. Los domingos madrugábamos, cogíamos la comida que había preparado mi mujer y subíamos al primer tren de la mañana, que todavía estaba vacío. A ella le gustaba leer un libro titulado
Las mejores excursiones de los alrededores.
En la portada aparecía una fotografía de una mujer con botas de piel, pantalones bombachos y sombrero de plumas caminando por la montaña con un bastón en la mano. Mi esposa se vestía como la mujer del libro para ir de excursión, con el bastón incluido. Yo le decía que aquella indumentaria no era necesaria, que sólo se trataba de una simple excursión. Pero ella alegaba que había que cuidar el aspecto y no me hacía caso. A veces nos cruzábamos con gente que hacía la misma excursión que nosotros en chanclas de goma, pero ella nunca cambiaba su atuendo. Era muy testaruda.

»Nuestro hijo ya iba a la escuela primaria. Aquel día fuimos de excursión los tres juntos, como siempre. Sería más o menos la misma época del año que ahora. El otoño había teñido los árboles de rojo y amarillo, pero las lluvias habían hecho caer la mayor parte de las hojas. Mis zapatillas de deporte se quedaban atascadas en el lodo y tropecé más de una vez. Mi mujer, en cambio, caminaba tranquilamente con sus botas de montaña. Cuando yo me caía, no me reprochaba nada ni me recordaba que ya me lo había advertido. A pesar de su cabezonería, no era una persona rencorosa.

»Cuando ya llevábamos un buen rato caminando, nos detuvimos para descansar. Comimos cada uno dos rodajas de limón con miel. A mí nunca me han gustado las cosas ácidas, pero mi mujer insistía en que las rodajas de limón con miel no podían faltar en una excursión, así que me las comía sin rechistar. Si hubiera protestado ella no se habría enfadado, pero los pequeños disgustos se van acumulando. Del mismo modo que una pequeña ola puede desencadenar un tsunami en la otra punta del océano, una tontería puede provocar una discusión en el momento más inesperado. Forma parte del matrimonio.

»A mi hijo el limón le gustaba aún menos que a mí. Se metió una rodaja en la boca, se levantó y fue hacia los árboles. Se agachó como si estuviera recogiendo las hojas de colores esparcidas por el suelo. Me pareció una buena idea. Cuando me acerqué a él para echarle una mano descubrí que, en realidad, estaba escarbando el suelo a escondidas. Cavó un hoyo poco profundo, escupió apresuradamente la rodaja de limón que tenía en la boca y la enterró con rapidez. No se podía considerar un niño tiquismiquis. Mi esposa lo había educado bien en ese sentido, pero el limón era algo que superaba los límites de su tolerancia.

»—¿No te gusta el limón? —le pregunté. Me miró sorprendido y asintió sin decir nada—. A mí tampoco —le confesé.

Él sonrió, un poco más aliviado. Cuando sonreía se parecía a su madre. Sigue pareciéndose a ella. Por cierto, mi hijo está a punto de cumplir cincuenta años, la edad que tenía mi esposa cuando me abandonó.

»Mientras ambos estábamos agachados recogiendo hojas de colores, apareció mi mujer. Se nos acercó sin hacer ruido, a pesar de las gigantescas botas de montaña que llevaba.

»—Escuchad —dijo a nuestras espaldas. Mi hijo y yo nos volvimos, sorprendidos—. He encontrado una seta de la risa.

Su voz era un susurro casi inaudible.

Aunque había bastante sopa, entre los cuatro nos la acabamos pronto. La mezcla de las distintas especies de setas le daba un sabor exquisito. Fue el maestro quien la describió con ese adjetivo, «exquisita». Estaba contando su historia cuando, de repente, se interrumpió para decir:

—Satoru, la sopa está exquisita y tiene una fragancia deliciosa.

Satoru enarcó las cejas.

—Sólo se le ocurriría a un profesor describir una sopa con esas palabras —observó Toru, y le pidió que siguiera contando su historia.

—¿Qué pasó con la seta de la risa? —preguntó Satoru.

—¿Cómo pudo identificarla? —inquirió su primo.

—Además de
Las mejores excursiones de los alrededores,
a mi mujer también le gustaba mucho hojear un pequeño manual titulado
Cien variedades de setas.
Siempre llevaba los dos libros en la mochila cuando íbamos de excursión. Aquel día, abrió el libro por la página de la seta de la risa.

»—Sí, tiene que ser ésta —repitió varias veces.

»—¿Por qué te interesa tanto saber qué clase de seta es? —le pregunté.

»—Porque voy a probarla —me respondió con determinación.

»—¿No es venenosa? —me sorprendí.

»—¡No te la comas, mamá! —le suplicó nuestro hijo a gritos. Ella ni siquiera nos escuchó. Se llevó la seta a la boca sin quitarle la tierra que le cubría el sombrero.

»—Las setas crudas no saben muy bien —nos explicó, y cogió unas rodajas de limón con miel para acompañarla. Desde aquel día, mi hijo y yo no hemos vuelto a probar el limón con miel.

»Entonces empezó el espectáculo. Mi hijo rompió a llorar.

»—¡Mamá se va a morir! —sollozaba desconsolado.

»—Nadie ha muerto por comerse una seta de la risa —intentaba tranquilizarlo mi esposa. Ella no quería ir al hospital, así que tuve que llevármela a la fuerza y deshicimos el camino que habíamos recorrido.

»Cuando ya casi habíamos llegado al pie de la montaña, se manifestaron los primeros síntomas. Más tarde, el médico impasible que nos atendió en el hospital nos explicó que una única seta bastaba para provocar los síntomas de la intoxicación. A mí me dio la impresión de que se había comido un bosque entero de setas de la risa.

»Mi mujer, que hasta entonces había mantenido la compostura, empezó a proferir una especie de risita ahogada. Al principio sólo eran espasmos entrecortados que pronto se convirtieron en una estridente carcajada que parecía no tener fin. Se estaba desternillando, pero no era una risa alegre ni placentera. Lo que salía de su interior eran convulsiones que la poseían por completo y que no podía controlar a pesar de sus esfuerzos. Su cerebro intentaba dominar el cuerpo, que no reaccionaba. Aquella risa sonaba como si alguien le hubiera contado un chiste macabro y estuviera riendo en contra de su voluntad.

»Mi hijo estaba asustado y yo empezaba a sentirme intranquilo, pero ella seguía riendo con los ojos inundados de lágrimas.

»—¿No puedes dejar de reír? —le pregunté.

»—N… no puedo parar —consiguió articular entre jadeos—. La garganta, la cara y los pulmones… no… no me responden.

»Estaba pasando un mal rato, pero no podía dejar de reír. Yo me sentía furioso. Me preguntaba por qué mi mujer siempre me metía en líos. Para ser sincero, aquellas excursiones semanales nunca habían sido de mi agrado. A mi hijo le gustaban tan poco como a mí. Él hubiera preferido mil veces quedarse en casa con sus juegos de construcciones, o ir a pescar a un riachuelo cercano. Aun así, tanto él como yo hacíamos lo que a ella le apetecía. Nos levantábamos a una hora intempestiva y nos dedicábamos a recorrer todas las dichosas colinas que rodeaban la ciudad. Pero se ve que ella, como si no tuviera bastante, sintió la necesidad de tragarse una seta de la risa.

»En el hospital le trataron la intoxicación, pero aquel médico impasible nos hizo saber que una vez el veneno ha entrado en el torrente sanguíneo, ya no hay nada que hacer. Y tenía razón. El estado de mi mujer no cambió después del tratamiento. Siguió retorciéndose de risa hasta el anochecer. Regresamos a casa en taxi. Acompañé a mi hijo al futón, lo arropé y se durmió en el acto, agotado de tanto llorar. Mientras observaba por el rabillo del ojo a mi mujer, que seguía riendo sola en la salita, preparé dos tazas de té amargo. Ella se lo tomó riendo, yo me lo tomé hecho una furia.

»Cuando al fin los síntomas empezaron a remitir, le reproché su actitud y le pedí que reflexionara sobre las molestias que había ocasionado a los demás a lo largo del día. Los sermones eran mi especialidad. La regañé como si fuera una de mis alumnas. Ella me escuchaba cabizbaja y acataba todo lo que le decía con un movimiento de cabeza. Me pidió disculpas varias veces.

»—Todo el mundo provoca molestias a los otros —repuso al fin.

»—Yo no molesto a nadie. Tú, en cambio, has sido una carga. No debes involucrar a los demás en tus asuntos personales —le respondí a regañadientes.

»Ella volvió a agachar la cabeza. Diez años más tarde, cuando me abandonó, evoqué con claridad su silueta cabizbaja. Mi esposa no era una persona de trato fácil, pero yo tampoco. Dicen que nunca falta un roto para un descosido. Es evidente que yo no era el roto ideal para su descosido.

—¿Un traguito de sake, maestro? —ofreció Toru, mientras sacaba una botella de Sawanoi de casi un litro de su mochila.

Cuando se hubo acabado la sopa de setas, Toru empezó a extraer cosas de su mochila como por arte de magia: setas desecadas, galletas de arroz, calamar ahumado, tomates naturales y escamas de bonito.

—¡Esto es un festín! —se regocijó Toru.

Los dos primos apuraron con avidez sus vasos de plástico llenos de sake e hincaron el diente a los tomates.

—El alcohol acompañado de un buen tomate no sube tan fácilmente —aclararon, y siguieron bebiendo.

—Maestro, ¿estarán en condiciones de conducir? —cuchicheé.

—No te preocupes. Según mis cálculos, tocamos a ciento ochenta mililitros de sake por barba —me tranquilizó.

El ardor del alcohol se sumó al sofoco que me había provocado la sopa de setas. Los tomates eran deliciosos. Los comíamos a mordiscos, sin sal. Toru los cultivaba en el jardín de su casa. Cuando terminamos con nuestras respectivas dosis de sake, Toru sacó otra botella de la mochila, de modo que tuvimos ración doble de alcohol.

El pájaro carpintero volvía a repiquetear. De vez en cuando notaba cómo los insectos se arrastraban por debajo de la hoja de periódico donde estaba sentada. Aparecieron algunos bichitos alados y otros de gran tamaño, que venían zumbando y se detenían cerca de nosotros. Un gran número de insectos se reunió alrededor del calamar ahumado y el sake. Toru seguía comiendo y bebiendo, sin molestarse en ahuyentarlos.

—Acabas de comerte un bicho —le advirtió el maestro.

—¡Delicioso! —respondió Toru, sin alterarse en absoluto.

Las setas desecadas no estaban del todo deshidratadas, todavía conservaban algo de jugo. Sabían a carne ahumada.

—¿Qué clase de seta es ésa? —pregunté.

—Una amanita muscaria —me respondió Satoru, que tenía la cara roja como un pimiento.

—¡Pero si es muy venenosa! —exclamó el maestro.

—¿Eso lo ha encontrado en
Cien variedades de setas,
maestro? —le preguntó Toru con una sonrisa burlona.

El maestro no respondió. Se limitó a abrir el maletín y sacar el ejemplar de
Cien variedades de setas.
Era un libro manoseado y encuadernado a la antigua. En la portada aparecía una seta puntiaguda de color rojo, muy llamativa y algo deteriorada, que parecía una amanita muscaria.

—¿Conoces esta historia, Toru?

—¿Cuál?

—La historia de Siberia. Hace mucho tiempo, los jefes de los poblados de la meseta siberiana comían amanitas muscaria antes de ir a la guerra. Es una seta que contiene sustancias alucinógenas. Una vez ingerida, provoca una gran excitación y aumenta la agresividad. Otorga una fuerza descomunal y duradera que, en condiciones normales, una persona sólo podría mantener durante breves instantes. En primer lugar, el jefe del poblado comía una seta. A continuación, el hombre que ocupaba el rango inmediatamente inferior bebía la orina del jefe. El siguiente hombre hacía lo mismo con la orina de su superior y así sucesivamente, hasta que todos habían ingerido las propiedades de la seta. Cuando el ritual terminaba, el ejército ya estaba listo para combatir —explicó el maestro.

—Ese libro es más instructivo de lo que parece —observó Satoru, haciendo esfuerzos por aguantarse la risa. Despedazó una seta desecada y se llevó un trocito a la boca.

—Probadlas —nos invitó Toru al maestro y a mí, y nos ofreció una seta a cada uno. El maestro observó la suya atentamente, mientras yo olisqueaba la mía con reticencia. Toru y Satoru estallaron en carcajadas sin motivo aparente.

—Veréis… —dijo Toru.

Satoru rió con más ganas. Cuando se hubo tranquilizado, fue él quien intervino.

—Esto… —empezó, pero no pudo acabar porque Toru lo interrumpió con otro ataque de risa.

Al final, hablaron al unísono y dijeron algo como: «Veréis… esto…», y ambos estallaron en carcajadas.

La temperatura había subido un poco. Aunque se avecinaba el invierno, la tierra del sotobosque estaba impregnada de humedad y desprendía calidez. El maestro bebía a pequeños sorbos y mordisqueaba la seta desecada.

—¿Está seguro de que se puede comer? Creía que era venenosa —observé.

Él se limitó a sonreír.

—Quién sabe —dijo con el rostro iluminado por una agradable sonrisa.

—Toru, Satoru. ¿De verdad son amanitas muscaria?

Los primos respondieron al unísono, de modo que me fue imposible distinguir quién dijo qué.

—¡Qué va! ¡Claro que no! —exclamó uno.

—¡Pues claro! Son auténticas amanitas —aseguró el otro.

El maestro seguía sonriendo. Se llevó su seta a la boca de nuevo.

—Demasiado roto —susurró con los ojos cerrados.

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