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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (3 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—¿Un pollo entero? Sería muy engorroso desplumarlo.

Recorríamos el mercado intercambiando comentarios triviales. Los tenderetes estaban tan apiñados que apenas quedaban espacios libres entre ellos. Los tenderos se disputaban a gritos la atención de los transeúntes.

—Mamá, esas zanahorias tienen muy buena pinta —le dijo un niño a su madre, que llevaba un cesto con la compra.

—¡Pero si a ti no te gustan las zanahorias! —respondió la madre, asombrada.

—Pero ésas parecen muy sabrosas —protestó el niño. Parecía un chico listo.

—El chaval lleva toda la razón, mis hortalizas son deliciosas —intervino el verdulero, levantando la voz.

—¿Por qué le parecerán tan sabrosas? —se preguntó el maestro, examinando las zanahorias con seriedad—. A mí me parecen normales.

—Tal vez.

El sombrero panameño del maestro estaba un poco ladeado. Avanzábamos empujados por la multitud. De vez en cuando, la silueta del maestro desaparecía entre el gentío y lo perdía de vista. Entonces, buscaba la punta de su sombrero para dar con él. El maestro no parecía preocupado cuando nos separábamos. Si un tenderete le llamaba la atención, se detenía de inmediato como un perro ante un poste de teléfono.

Vimos a la madre y el niño de antes frente a un puesto de setas. El maestro se quedó de pie tras ellos.

—Mamá, esas setas
kinugasa
tienen muy buena pinta.

—¡Pero si a ti nunca te han gustado las setas!

—Pero ésas parecen muy sabrosas.

La madre y el hijo repitieron la misma conversación de antes.

—¡Son un señuelo! —exclamó el maestro, alborozado.

—Es una buena idea utilizar como reclamo a una madre y un hijo.

—Pero lo de las setas ha sido demasiado. ¿Qué niño conoce las setas
kinugasa?

—¿Está seguro?

—¡Pues claro! Si hubiera hablado de champiñones habría sido más creíble.

Más adelante los puestos de comida empezaron a escasear, y las tiendas que vendían aparatos electrónicos ocuparon su lugar. Había electrodomésticos, ordenadores, teléfonos e incluso pequeñas neveras de colores. Un viejo tocadiscos reproducía una música de violines. Era una melodía sencilla que sonaba un poco anticuada. El maestro se quedó escuchándola hasta el final.

Todavía era pronto, pero los primeros indicios del anochecer empezaron a manifestarse con timidez. El calor sofocante del día menguaba paulatinamente.

—¿Tienes sed? —me preguntó el maestro.

—Sí, pero prefiero esperar y salir a tomar una cerveza por la noche —repliqué.

El maestro asintió con expresión satisfecha.

—Correcto.

—¿Era un examen sorpresa?

—Tsukiko, eres una buena alumna en cuanto a alcohol se refiere. Aunque tus notas de japonés dejaban mucho que desear.

En uno de los tenderetes vendían gatos. Había gatitos recién nacidos, pero algunos eran bastante mayores y considerablemente rollizos. El mismo niño de antes le pedía un gato a su madre.

—No tenemos sitio para un gato —protestó la madre.

—No importa, lo tendremos fuera —replicó el niño.

—¿Los gatos pueden vivir a la intemperie?

—No te preocupes —la tranquilizó su hijo—. Ya nos las arreglaremos.

El vendedor escuchaba la conversación sin intervenir. Finalmente, el niño señaló un gatito atigrado. El vendedor lo envolvió en un paño suave, la madre lo cogió y lo acomodó en la cesta de la compra. Desde el fondo de la cesta, el gato maullaba con un hilo de voz.

—Tsukiko —dijo de repente el maestro.

—¿Qué ocurre?

—Voy a comprar algo.

Pero no se acercó al tenderete de los gatos, sino a otro donde vendían pollitos.

—Deme un macho y una hembra —pidió con determinación.

Los pollitos estaban separados en dos grupos. El tendero escogió al azar un pollito de la derecha y otro de la izquierda, y los metió separados en dos pequeñas cajas.

—Aquí tiene —dijo.

El maestro cogió con cuidado las cajas que le tendía. Mientras las sostenía con una mano, sacó el monedero del bolsillo con la otra y me lo dio.

—¿Te importa pagar?

—Prefiero sujetar las cajas.

—De acuerdo.

El sombrero panamá del maestro estaba aún más ladeado que antes. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo y pagó. A continuación, guardó el monedero en el bolsillo y, tras un instante de vacilación, se quitó el sombrero y lo puso al revés.

Entonces cogió las cajas de los pollitos que yo sujetaba y las depositó en el interior del sombrero. Echó a andar con el sombrero bajo el brazo, con mucha precaución.

Cogimos el autobús de vuelta en la parada de Kawasuji oeste. No estaba tan lleno como el de ida. El mercado volvía a estar abarrotado porque mucha gente había salido de compras por la tarde.

—No será fácil distinguir el pollito macho de la hembra —observé.

El maestro asintió con un suspiro.

—Sí, lo sé.

—Ya.

—Pero no me interesa distinguir el macho de la hembra.

—Ya.

—Me daba lástima quedarme sólo uno.

—¿De veras?

—Sí.

Pensé que quizás tenía razón. Bajamos del autobús y el maestro me llevó a la taberna donde solíamos encontrarnos.

—Dos cervezas —pidió—. Y un platito de brotes de soja.

Enseguida nos trajeron las cervezas y dos vasos.

—¿Quiere que le sirva la cerveza, maestro? —ofrecí.

Él negó con la cabeza.

—No. Yo te serviré a ti, y luego me serviré a mí mismo.

Nunca me lo permitía.

—¿No le gusta que le sirvan la bebida?

—Si lo hacen bien, no me importa. Pero tú no sabes servir.

—Vaya…

—Yo te enseñaré.

—No hace falta.

—Eres muy testaruda.

—Usted también.

En la cerveza que me sirvió el maestro se formó una capa compacta de espuma. Le pregunté dónde iba a guardar los pollitos, y me respondió que de momento los tendría en casa. Los pollitos se removían inquietos en las cajas, dentro del sombrero. Quise saber si le gustaba tener animales en casa. Él sacudió la cabeza.

—No se me da muy bien.

—¿Y cree que lo conseguirá esta vez?

—Espero que sí. Los pollitos no despiertan ternura.

—¿Prefiere los animales poco tiernos?

—Si lo fueran, me encariñaría demasiado con ellos.

Las cajas de los pollitos seguían crujiendo. El vaso del maestro estaba vacío, así que lo rellené. En lugar de intentar detenerme, se limitó a darme instrucciones.

—Un poco más de espuma. Así, es suficiente.

El maestro estaba impaciente por sacar los pollitos de las cajas, de modo que aquella noche nos conformamos con una sola cerveza. Terminamos de comer los brotes de soja, la berenjena frita y el pulpo con
wasabi
y pedimos la cuenta. Cuando salimos de la taberna, era casi de noche. Pensé que la madre y el niño que habíamos visto en el mercado ya habrían terminado de cenar, y me imaginé al gatito maullando. En el oeste, el cielo todavía conservaba el tenue resplandor del crepúsculo.

VEINTIDÓS ESTRELLAS

E
l maestro y yo no nos hablábamos.

Eso no significa que no nos viéramos. Nos encontrábamos de vez en cuando en la taberna de siempre, pero no nos dirigíamos la palabra. Entrábamos, nos buscábamos con el rabillo del ojo y simulábamos no habernos visto. Yo fingía no conocerlo, y él hacía lo mismo conmigo.

Todo empezó el día que en la pizarra donde anunciaban el plato del día apareció escrito: «Hay guisos». Desde entonces había pasado un mes. A veces nos sentábamos de lado en la barra, pero no nos decíamos nada.

El origen de todo fue la radio.

Estaban retransmitiendo un partido de béisbol muy importante, de la fase final del campeonato. La radio de la taberna no solía estar encendida. Yo estaba sentada con los codos apoyados en la barra, bebiendo sake caliente, sin prestar mucha atención al partido.

Al cabo de un rato, la puerta se abrió y entró el maestro. Se sentó a mi lado y le preguntó al tabernero:

—¿De qué es el guiso del día?

Detrás del tabernero, en un armario, había varios cuencos de aluminio apilados.

—De bacalao al chili.

—Suena muy bien.

—¿Le pongo una ración? —ofreció el dueño del local.

Pero el maestro rechazó sacudiendo la cabeza.

—Ponme erizos de mar salados.

«Tan imprevisible como de costumbre», pensé para mis adentros mientras escuchaba la conversación. El tercer bateador del equipo líder hizo un remate largo, y el clamor procedente de la radio subió de tono.

—¿Cuál es tu equipo favorito, Tsukiko?

—Ninguno —le respondí. Vertí un poco de sake en mi vaso. Todos los clientes de la taberna estaban pendientes de la radio.

—Yo soy de los Giants, naturalmente —dijo el maestro.

Se acabó la cerveza y se sirvió sake. Me di cuenta de que estaba más eufórico que de costumbre. ¿A qué se debería?

—¿Naturalmente?

—Sí, naturalmente.

El partido retransmitido era un duelo entre los Giants y los Tigers. No me consideraba partidaria de ningún equipo, pero en realidad los Giants no me caían bien. Antes no tenía reparos en admitirlo, hasta que alguien me dijo que los «anti-Giants» eran inconformistas que se negaban a reconocer su admiración por los Giants, como si se tratara de una declaración de amor encubierta. Aquella teoría me indignó, pero desde entonces soy incapaz de pronunciar la palabra «Giants». Tampoco he vuelto a escuchar retransmisiones de partidos de béisbol. En la actualidad, ni siquiera yo misma tengo claro si los Giants me gustan o no. Es una cuestión bastante ambigua.

El maestro escuchaba atentamente la retransmisión. Cada vez que el lanzador de los Giants eliminaba a un jugador del equipo contrario o el bateador hacía un buen lanzamiento, movía vigorosamente la cabeza de arriba abajo.

—¿Qué te pasa, Tsukiko? —me preguntó cuando, en la séptima entrada, los Giants sacaron tres puntos de ventaja a los Tigers con un
homerun
—. Deja de moverte.

Había empezado a mover nerviosamente las piernas cuando los Giants se adelantaron en el marcador.

—Es que las noches ya empiezan a ser frías —le respondí sin dirigirle la mirada, con la vista fija al techo.

Aquella respuesta no tenía nada que ver con la realidad. En ese preciso instante, el maestro soltó una exclamación de júbilo y yo, simultáneamente, mascullé una palabrota. Los Giants habían conseguido el cuarto punto de ventaja que les aseguraba la victoria, y el público de la taberna estalló en gritos de alegría. ¿Por qué aquella ciudad estaba llena de hinchas de los Giants? Aquello me sacaba de quicio.

—Tsukiko, ¿vas contra los Giants? —me preguntó el maestro.

En la novena entrada, los Tigers cometieron dos
outs
y su situación era crítica. Afirmé con la cabeza sin pronunciar palabra. La taberna estaba en silencio. La mayoría de los clientes escuchaba la radio con los cinco sentidos. El ambiente era tan tenso que se podía cortar con un cuchillo. Después de tantos años sin escuchar ni un solo partido de béisbol, mi antigua aversión hacia los Giants me hacía hervir la sangre de nuevo. Aquello me sirvió para convencerme definitivamente de que yo era una «anti-Giant», y no un hincha encubierto.

—Los odio —susurré con rabia contenida.

El maestro abrió los ojos como platos y musitó:

—¿Cómo puedes odiar a los Giants siendo japonesa?

—Eso no son más que prejuicios —repuse, mientras el último bateador de los Tigers hacía un
strike.

El maestro se puso en pie de un salto y levantó el vaso. Cuando la radio anunció que el partido había terminado, el murmullo de fondo habitual volvió a invadir el ambiente de la taberna. Todo el mundo empezó a pedir sake y aperitivos, y el tabernero respondía con un estruendoso «¡ya voy!» cada vez que recibía un nuevo pedido.

—¡Hemos ganado, Tsukiko!

Con una amplia sonrisa, el maestro intentó servirme sake de su propia botella. No era algo habitual. Teníamos un acuerdo tácito que consistía en no compartir la bebida ni la comida. Cada uno pedía lo que le apetecía. Cada uno se servía sake de su propia botella. Pagábamos por separado. Siempre lo habíamos hecho así. Sin embargo, el maestro estaba llenando mi vaso con su botella de sake. Había violado las normas. Por si fuera poco, lo hacía para celebrar una victoria de los Giants. Jamás imaginé que el maestro se atrevería a reducir distancias entre nosotros. ¡Y todo por culpa de los condenados Giants!

—Me da igual —refunfuñé mientras apartaba la botella de sake que me ofrecía el maestro.

—Nagashima es un entrenador fabuloso.

A pesar de mi reticencia, se las arregló para llenarme el vaso con una habilidad prodigiosa. No derramó ni una sola gota.

—Fabuloso, señor profesor.

Sin beber ni un sorbo, aparté el vaso y desvié la mirada.

—Eso ha sonado muy raro, Tsukiko.

—Lamento haberle ofendido, señor profesor.

—El lanzador también ha estado magnífico.

El maestro rió. «¿Cómo te atreves a reírte de mí, sinvergüenza?», pensé. Se desternillaba de risa. Aquellas carcajadas no eran propias de su carácter apacible.

—Será mejor que cambiemos de tema —le advertí, lanzándole una mirada fulminante. Pero él no dejaba de reír. Había algo diabólico en sus carcajadas. Era la risa de un niño que acaba de aplastar una hormiguita.

—No puedo, ¡no puedo parar!

¿A qué estaba jugando? Sabía que yo detestaba a los Giants y se estaba burlando cínicamente de mí. La verdad es que lo estaba pasando en grande.

—Los Giants apestan —sentencié, y vertí el vaso de sake que él me había servido en el plato vacío.

—¿Apestan? Una mujer joven como tú no debería usar ese vocabulario —me reconvino el maestro con voz reposada. Irguió la espalda y bebió.

—Yo no soy una mujer joven.

—Perdona.

Una incómoda sombra se instaló entre los dos. Fue culpa suya. Y todo porque los Giants habían ganado. Guardamos silencio y nos servimos otro vaso de sake. No pedimos nada para picar, cada uno se limitó a rellenar su propio vaso. Al final, tanto él como yo acabamos borrachos como cubas. Pagamos la cuenta sin hablar, salimos de la taberna y cada uno volvió a su casa. Desde entonces no habíamos vuelto a entablar conversación.

El maestro era mi única compañía.

Últimamente, él era el único con quien compartía bebidas, daba largos paseos y veía cosas interesantes. Aquellos días no hacíamos nada de eso.

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