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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (19 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—Deja de moverte como si fueras un péndulo —me ordenó de repente, y me sujetó el brazo cuando yo estaba a punto de apartarme otra vez. Tiró de mí enérgicamente. No me agarró con fuerza, pero como yo intentaba ir en dirección contraria noté un fuerte tirón.

—Quiero que te quedes a mi lado —me dijo sin soltarme el brazo.

—Vale —repuse, cabizbaja.

Estaba mil veces más nerviosa que el primer día que salí con un chico. El maestro me sujetaba por el codo. Las hojas de las calles empezaban a teñirse de rojo. Yo me dejaba llevar por él, como una delincuente recién arrestada.

El museo de arte estaba situado en el centro de un gran parque. A la derecha había un zoológico. El sol de media tarde iluminaba la parte superior del cuerpo del maestro. Un niño iba esparciendo palomitas por el camino. Una bandada de palomas se abalanzó inmediatamente encima de las palomitas. El niño gritó, sobresaltado. Los pájaros revoloteaban a su alrededor, intentando picotear las palomitas que le quedaban en la palma de la mano. El niño se quedó petrificado, con los ojos llenos de lágrimas.

—Qué palomas más intrépidas —comentó el maestro con voz tranquila—. ¿Descansamos un rato? —sugirió, y se sentó en un banco. Yo me senté a su lado. Los rayos del atardecer también me iluminaban de cintura para arriba.

—Ese niño está a punto de romper a llorar —observó el maestro. Se inclinó hacia delante, aparentemente preocupado.

—Puede que al final se trague las lágrimas.

—No lo creo. Los niños son unos lloricas.

—¿Más que las niñas?

—Sí. Los niños no suelen ser tan fuertes como las niñas.

—¿Usted también era un llorica de pequeño, maestro?

—Yo sigo siendo un llorica.

Tal y como el maestro había vaticinado, el niño rompió a llorar. Las palomas volaban a su alrededor e incluso se habían posado en su cabeza. Una mujer, que parecía la madre, lo abrazó riendo.

—Tsukiko —dijo el maestro, volviéndose hacia mí. Noté que me estaba mirando, pero yo seguí con la vista fija al frente—. Quería darte las gracias por haberme acompañado a la isla aquella vez.

—Ya —respondí.

No me apetecía recordar nada de lo que pasó en la isla. Desde aquel fin de semana, las palabras «no te hagas ilusiones» resonaban sin cesar en mi mente.

—Siempre he sido un poco obtuso.

—¿Obtuso?

—¿No se dice eso de los niños que son lentos en actuar y reaccionar?

—Usted nunca me ha parecido una persona obtusa.

Era un hombre decidido y resuelto, que actuaba sin titubear y que siempre mantenía la espalda tiesa como un palo.

—Pues te equivocas. Soy bastante obtuso.

Cuando la madre lo abrazó, el niño empezó de nuevo a esparcir palomitas de maíz.

—Ese niño no escarmienta —se lamentó el maestro.

—Los niños nunca escarmientan.

—Es cierto. Y yo tampoco.

Era un obtuso y nunca escarmentaba. ¿Qué quería decirme con eso? Lo miré con el rabillo del ojo. Estaba observando al niño detenidamente, con la espalda tan recta como siempre.

—En la isla también me comporté como un obtuso.

El niño volvía a estar rodeado de palomas que revoloteaban a su alrededor. La madre lo regañó. Los pájaros empezaron a acorralar también a la mujer, que cogió a su hijo en brazos y echó a andar para escapar de la bandada hambrienta. Pero el niño seguía esparciendo palomitas, de modo que los pájaros no los dejaban en paz. Daba la sensación de que caminaban por una enorme alfombra de palomas.

—¿Cuánto tiempo crees que me queda de vida, Tsukiko? —me preguntó el maestro bruscamente.

Nuestras miradas se encontraron. Sus ojos parecían tranquilos.

—¡Mucho, mucho tiempo! —grité sin pensar.

Una joven pareja que ocupaba el banco contiguo se volvió hacia nosotros. Unas cuantas palomas alzaron el vuelo.

—No viviré tanto.

—Pero aún le queda mucho tiempo.

El maestro tomó mi mano izquierda con su derecha y la envolvió con su áspera palma.

—Pero si no viviera tanto tiempo tú no serías feliz, ¿verdad?

No supe qué decir y me quedé con la boca entreabierta. El maestro se había descrito a sí mismo como un obtuso, pero era yo quien se estaba comportando como una tal. A pesar de lo importante que era aquella conversación, me había quedado boquiabierta, incapaz de reaccionar.

La madre y el hijo se habían ido. El sol empezaba a ponerse y la oscuridad se cernía sigilosamente sobre nosotros.

—Tsukiko —dijo el maestro.

De repente, acercó la punta del dedo índice a mi boca entreabierta y rozó mis labios. Cerré la boca inmediatamente, sobresaltada. El maestro apartó el dedo antes de que acabara aplastado entre mis dientes.

—¿Qué está haciendo? —grité.

El maestro sonreía con disimulo.

—Es que estabas en las nubes.

—Estaba pensando muy seriamente en lo que acaba de decirme.

—Perdón —se disculpó.

Entonces me pasó el brazo por encima del hombro y me atrajo hacia sí. Cuando me abrazó, el tiempo parecía haberse detenido.

—Maestro —musité.

—Tsukiko —susurró él.

—Aunque usted muriera ahora mismo yo estaría bien, maestro. Lo superaré —le prometí mientras hundía la cara en su pecho.

—No pensaba morir ahora mismo —replicó, abrazándome.

Su voz era apenas un murmullo dulce y suave, como cuando hablamos por teléfono.

—Sólo era un decir.

—Exacto, un decir. Muy bien dicho.

—Gracias.

Estábamos abrazados, pero nuestra conversación seguía siendo completamente formal.

Las palomas alzaban el vuelo en busca de refugio entre los árboles. Una bandada de cuervos revoloteaba en el cielo. Sus graznidos resonaban en el parque. La oscuridad iba ganando terreno. La pareja joven que ocupaba el banco contiguo al nuestro se había convertido en una silueta confusa.

—Tsukiko —dijo el maestro, irguiendo la espalda.

—¿Sí? —respondí mientras me incorporaba yo también.

—Me preguntaba si…

—¿Sí?

El maestro hizo una breve pausa. La luz era tan escasa que no le veía la cara. Nuestro banco era el más alejado de la farola. El maestro carraspeó varias veces.

—Verás…

—¿Sí?

—¿Querrías iniciar conmigo una relación basada en el amor mutuo?

—¿Cómo? —exclamé, perpleja—. ¿A qué se refiere con eso? Sabe que llevo mucho tiempo enamorada de usted —le espeté, olvidando guardar las distancias—. Sabe perfectamente que me siento atraída por usted desde hace mucho tiempo. ¿A qué viene esa tontería del «amor mutuo»?

Un cuervo graznó desde una rama cercana. Sobresaltada, di un bote en el banco. El cuervo graznó otra vez. El maestro sonrió y envolvió mi mano entre la suya.

Me arrimé a él. Pasé el brazo por detrás de su cintura y presioné mi cuerpo contra el suyo. Aspiré el olor de su chaqueta. Olía levemente a naftalina.

—No te arrimes así, Tsukiko. Me da vergüenza.

—Pero si usted me ha abrazado primero.

—No te imaginas lo que me ha costado.

—Pues ha quedado muy natural.

—Es que he estado casado muchos años.

—Precisamente por eso no debería sentirse avergonzado.

—Pero estamos en un lugar público.

—Es de noche, no nos ve nadie.

—Sí que nos ven.

—No lo creo.

Con la cabeza apoyada en su pecho, rompí a llorar. Para que no notara mis sollozos, hundí la cara en su chaqueta y empecé a parlotear mientras él me acariciaba el pelo tiernamente.

—Acepto la proposición —dije—. Estoy de acuerdo en iniciar con usted una relación basada en el amor mutuo —añadí.

—Eso es estupendo. Eres una chica encantadora, Tsukiko —me respondió—. ¿Qué te ha parecido nuestra primera cita?

—Lo he pasado muy bien —admití.

—¿Aceptarías otra? —me preguntó.

La oscuridad nos arropaba con su negro manto.

—Claro. En eso consiste una relación basada en el amor mutuo.

—¿Adónde te gustaría ir la próxima vez?

—¿Por qué no vamos a Disneyland?

—¿
Desniland
?

—Disneyland, maestro.

—Ah, Disneyland. Es que no me gustan mucho las aglomeraciones de gente.

—Pero yo quiero ir.

—Pues entonces iremos a
Desniland.

—Es Disneyland, maestro.

—No seas tan quisquillosa, Tsukiko.

Las tinieblas nos envolvían por completo y nosotros seguíamos hablando sin decir nada. Las palomas y los cuervos ya se habían refugiado en sus nidos. El maestro me rodeaba con su cálido brazo, y yo no sabía si reír o llorar. Al final, no hice ni una cosa ni la otra. Me tranquilicé y me acurruqué en sus brazos, en silencio.

Oía los latidos de su corazón a través de la chaqueta. Nos quedamos sentados en la oscuridad.

EL MALETÍN DEL MAESTRO

C
ontrariamente a la costumbre, entré en la taberna de Satoru cuando todavía había luz.

Era un día de principios de invierno, de esos en que oscurece temprano, de modo que debían de ser alrededor de las cinco. Había salido a hacer unas gestiones, pero acabé antes de lo previsto y decidí ir directamente a casa, sin volver a la oficina. En otros tiempos habría ido a dar una vuelta por el centro comercial, pero en aquel momento se me ocurrió ir a la taberna de Satoru y llamar al maestro desde allí. Así funcionaban las cosas desde que el maestro y yo manteníamos una «relación formal», según sus propias palabras. Antes de empezar aquella «relación» no habría llamado al maestro. Habría ido sola a la taberna de Satoru y lo habría esperado bebiendo sake con el corazón en un puño, porque nunca sabía si acabaría apareciendo o no.

Las cosas no habían cambiado mucho. La única diferencia era que la incertidumbre había desaparecido.

—Esperar puede ser muy pesado, ¿verdad? —comentó Satoru, levantando la cabeza desde detrás de la barra, donde estaba cortando verduras.

Había llegado cuando la taberna todavía estaba cerrada. Encontré a Satoru frente a la puerta, barriendo la calle. Me dijo que aún no tenía nada preparado, pero me invitó a entrar de todos modos.

—Siéntate donde quieras. Abriré dentro de media hora —me informó, y me trajo una cerveza, un vaso, un abridor y un plato con un pedacito de miso.

—Sírvete tú misma —me ofreció el tabernero, mientras movía el cuchillo a gran velocidad encima de la tabla de cortar.

—Esperar tampoco es tan malo.

—¿Tú crees?

Bebí un trago de cerveza. Al cabo de un rato, noté un agradable calorcillo que me recorría el esófago. Mordisqueé un trocito de miso. Era de trigo.

—Tengo que hacer una llamada —me disculpé.

Saqué el móvil del bolso y marqué el número del maestro. No sabía si llamarle al fijo o al móvil, pero tras unos instantes de vacilación me decanté por marcar el número de su móvil.

El maestro descolgó al cabo de seis tonos, pero no dijo nada. Permaneció en silencio durante unos diez segundos. No le gustaban los móviles porque la voz llegaba con un poco de retraso.

—No tengo nada en contra de los teléfonos móviles. Es muy interesante ver a un tipo hablando solo en voz alta delante de todo el mundo.

—Ya.

—Pero eso no significa que me guste utilizar esos aparatitos.

Ésa fue la conversación que mantuvimos cuando le aconsejé que se comprara un móvil. Al principio se negó en redondo, pero insistí tanto que no pudo rechazarlo. Un antiguo ex novio mío tenía la mala costumbre de no dejarse convencer nunca cuando teníamos opiniones opuestas, pero el maestro era bastante razonable. O quizás debería decir que era bueno. La bondad del maestro procedía de su estricto sentido de la justicia. No era amable conmigo para hacerme feliz, sino porque analizaba mis opiniones sin tener ideas preconcebidas. Se podría decir que su bondad era más bien una actitud pedagógica. Por eso cuando me daba la razón me sentía mucho más feliz que si se hubiera limitado a decirme que sí para tenerme contenta. Aquello fue todo un descubrimiento. No me siento cómoda cuando me dan la razón sin tenerla. Prefiero mil veces que me traten con justicia.

—Si le pasa algo me quedaré más tranquila —alegué.

El maestro abrió los ojos como platos.

—¿Qué va a pasarme? —replicó.

—Cualquier cosa.

—¿Por ejemplo?

—Supongamos que va usted andando por la calle con un par de bolsas en cada mano cuando, de repente, empieza a llover. No hay ninguna cabina telefónica cerca, el porche donde se ha resguardado de la lluvia está cada vez más abarrotado y tiene prisa por volver a casa.

—Si me encontrara en esa hipotética situación volvería a casa andando bajo la lluvia, Tsukiko.

—¿Y si acabara de comprar algo que no pudiera mojarse? Como una bomba que explotara al contacto con el agua.

—Yo no compro bombas.

—Podría haber un asesino entre la multitud refugiada bajo el porche.

—Los asesinos no sólo están bajo los porches. También existe el riesgo de que nos crucemos con uno cuando salimos a pasear juntos.

—Pero figúrese que resbala en la calle mojada.

—Si alguien va a resbalar eres tú, Tsukiko. Yo voy de excursión y me mantengo en forma.

Todos sus argumentos eran ciertos. Me quedé en silencio, con la vista fija en el suelo.

—Tsukiko —dijo el maestro al cabo de un rato—. Tú ganas. Me compraré un teléfono móvil.

—¿De veras? —exclamé.

—A los viejos nos puede pasar cualquier cosa en cualquier momento —admitió, acariciándome la cabeza.

—Usted no es viejo, maestro —objeté.

—Pero a cambio…

—¿Sí?

—A cambio, me gustaría que dejaras de llamarlo «móvil». Debes decir siempre «teléfono móvil». Es muy importante. No soporto que la gente se refiera a esos cacharros como «móviles».

Así fue como el maestro se compró un teléfono móvil. A veces le llamaba para que practicara, pero él nunca me llamaba desde el móvil.

—Maestro.

—Sí.

—Estoy en la taberna de Satoru.

—Sí.

Siempre me respondía con monosílabos. Era su forma habitual de hablar, pero en una conversación telefónica sonaba muy brusca.

—¿Va a venir?

—Sí.

—Me alegro.

—Lo mismo digo.

Había conseguido arrancarle una frase entera. Satoru sonreía con aire burlón. Salió de detrás de la barra para ir a colgar la cortinilla en la entrada. Cogí el trocito de miso con los dedos y lo mordisqueé. El olor a cocido empezó a impregnar el ambiente de la taberna.

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