El círculo (34 page)

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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

BOOK: El círculo
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En la caja libre hay una chica de larga melena negra. Es guapa y lo sabe. A diferencia de los demás zombis del banco, ella parece tener capacidad de irritarse y, en opinión de Vanessa, eso la honra. Está haciéndole señales a Nicolaus con gesto impaciente.

—Es el número uno —dice Nicolaus ya delante de la ventanilla.

—¿Perdón?

—La caja fuerte que se abre con esta llave. Es el número uno. Me informaron de ello cuando telefoneé esta mañana.

—¿Quiere decir que tiene una caja fuerte aquí? —pregunta la joven.

—Eso me han dicho.

Ella le sonríe con una expresión profesional, ni un milímetro más de lo necesario, mientras Nicolaus firma unos documentos.

—Es por aquí.

Nicolaus bordea el mostrador y Vanessa lo sigue. Espera no dejar huellas de nieve con los zapatos.

Recorren un pasillo que desemboca en unas rejas de seguridad de acero; la de la melena negra las abre con una llave.

—Solo hay que bajar una planta —dice—. Tengo que cerrar con llave mientras esté usted dentro.

Nicolaus parece aterrado.

—Llame por teléfono cuando haya terminado —dice.

Nicolaus asiente y empieza a bajar la escalera con pasos sigilosos. Vanessa tiene el tiempo justo de colarse detrás de él antes de que la empleada del banco cierre las rejas con un golpe tan fuerte que resuena el tintineo del metal.

Las paredes de la cámara están cubiertas de cajas metálicas rectangulares y numeradas de color gris oscuro mate. Vanessa se pregunta cuánto dinero, joyas y sucios secretos se esconden en aquellos cubos. Testamentos que desvelan la existencia de hermanos desconocidos y de hijos ilegítimos. Fotos de escenas de sexo y cartas de amor.

Allí abajo reina un silencio absoluto. En el centro de la habitación hay una mesa y una silla.

Nicolaus recorre las portezuelas con la vista. En una esquina de la fila superior está la caja número uno. Se acerca con expresión resuelta y la abre.

Vanessa retrocede cuando él se acerca con la caja y la pone encima de la mesa. Al ver el cubo reluciente de metal se pone un poco nerviosa. Nicolaus da un paso atrás y se lo queda mirando. Es evidente que él también tiene miedo de lo que pueda contener la caja. En el mundo en el que Vanessa vive en estos momentos podría muy bien tratarse de un gran agujero negro que engullese todo el universo y lo volviera del revés. O un pequeño unicornio malvado que escupiese un ácido corrosivo.

Nicolaus extiende la mano para abrir la caja pero se detiene a medio camino. Se da la vuelta muy despacio y mira a su alrededor.

—¿Vanessa?

Ella contiene la respiración.

—Sé que estás aquí.

Vanessa no se atreve a hacerse visible puesto que tiene que haber cámaras de vigilancia allí dentro. Pero da un paso atrás y roza el abrigo de Nicolaus para confirmarle su presencia.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunta.

—No lo sabía —responde—. Lo he adivinado. Hubo algo en el comportamiento de la señorita Minoo que me llevó a sospecharlo.

—Tenía miedo de que hubiera algo peligroso en la caja —susurra Vanessa.

—Y si es así, ¿cómo vas a ayudarme tú?

—Por lo menos somos dos. Y a mí no me ve nadie.

—El mal ve más de lo que creemos —susurra Nicolaus—. Tienes que salir de aquí.

—De todas formas no puedo salir. Estamos encerrados, así que ya puedes ir abriendo la caja, a ver si acabamos cuanto antes.

—¡Pues, por Dios bendito, por lo menos retírate unos pasos!

—Ya me había apartado.

Nicolaus asiente y respira hondo, como si fuera a sumergirse en el agua. Alarga la mano hacia la caja pero vuelve a detenerse.

—¿Qué pasa? —pregunta Vanessa.

—Me llena de espanto pensar en lo que habrá ahí dentro —dice.

—No eres el único.

—Tú no lo entiendes. Desde que me despertaron voy vagando por una especie de niebla. Y puede que haya llegado el momento de que se disipe. Temo las respuestas que pueda encontrar. Si es que encuentro alguna.

De repente Vanessa siente por Nicolaus una compasión inmensa. Debe de ser horrible vivir siempre como él, en la oscuridad. Aun así se ha mantenido fiel y al lado de todas ellas. Siempre ha intentado ayudarles a encontrar respuestas. A diferencia de la directora, que ya las tiene pero no las comparte.

—Puedo abrirla yo —sugiere Vanessa.

—No —dice Nicolaus respirando hondo una vez más—. Es mi destino.

—Como quieras —responde Vanessa acercándose un poco más.

Nicolaus abre la caja.

Contiene un libro negro con dos círculos perforados en la portada. Y, al lado, la consabida lupa de plata.

—El
Libro de los paradigmas
—dice Vanessa—. Y un localizador de paradigmas. Como los que utilizan las brujas.

Nicolaus saca el libro.

Debajo hay un sobre blanco. En la parte delantera se lee escrito en caracteres antiguos y sinuosos:

«A la atención de Nicolaus Elingius.»

El conserje mira de reojo hacia el punto en el que cree que se encuentra Vanessa. Se equivoca en un metro más o menos. Luego le da la vuelta al sobre. Tiene un sello lacrado en rojo. Nicolaus lo rompe despacio, abre el sobre y saca una cuartilla de papel fino. Vanessa lee por encima de su hombro.

Me dispongo a escribir estas líneas cuando llevo cinco semanas en Engelsfors. Cinco semanas de clarividencia. En cuanto regresé se retiró el velo de mis ojos y recordé mi objetivo y mi meta. Aun así me atormenta el presentimiento de que ese estado no perdurará.

Mi primera intención era escribir un informe completo de mi historia y de lo que le espera a este lugar maldito. Pero caí en la cuenta de que la carta, ¡Dios no lo quiera!, corre el riesgo de acabar en las manos equivocadas. Ese riesgo me impulsa a elegir mis palabras con cuidado. No me atrevo a desvelar tanto como habría deseado.

Aunque el yo que lee esta carta ha vuelto a sumirse en las brumas, cuento al menos con algo de ayuda. Si puedo leer esto en un futuro ignoto, será porque mi fiel
familiaris
me ha conducido hasta aquí.

Ten consuelo, mi yo perdido. Volverá la clarividencia. La cruz de plata os protegerá a ti y a los Elegidos. Teniéndola cerca estáis tan seguros como en el lugar sagrado.

Como una última guía me doy aquí esta máxima, cuyo significado profundo he tratado de grabarme en la memoria:

MEMENTO MORI.

Minoo lee otra vez los últimos renglones antes de dejar la carta en la mesa de Nicolaus. La cruz de plata que cuelga en la pared frente a ella debe de ser la misma a la que alude la carta. Hacía tan solo unos minutos la consideraba un objeto extraño. Ahora, de repente, ha adquirido un aura de misterio.

Nicolaus tiene el
Libro de los paradigmas
abierto y está ajustando el localizador. El gato ronronea a sus pies.

Naturalmente,
Gato
es el
familiaris
de Nicolaus. Minoo no se explica cómo se le escapó ese detalle cuando la directora les contó lo de las brujas y su capacidad de vincularse con animales.

Brujas.

Como Nicolaus.

Coge la carta, la lee otra vez e intenta comprender.

Hasta Nicolaus es un brujo. Todos menos ella son brujos a aquellas alturas.

Vanessa sale de la cocina y da un salto cuando
Gato
trata de frotarse contra su pantorrilla.

—¿No podrías haber elegido a un
familiaris
con mejor pinta? —pregunta.


Memento mori
—murmura Nicolaus—. «Recuerda que vas a morir.» Si por lo menos recordara por qué puse esa frase…

—Pero te has acordado de que escribiste la carta —dice Minoo tratando de alentarlo—. Así que al final lo recordarás, ¿no? Y también recuperarás los poderes.

—Espero por Dios que tengas razón —exclama sin dejar de ajustar el localizador—. ¿Cómo funcionaba esto?

—Como una radio —responde Vanessa—. Más o menos.

—Al menos, ahora tenemos conocimiento de un dato importante —añade Minoo señalando la cruz—. Kärrgruvan no es el único lugar seguro donde reunirnos.

—Qué alivio —dice Vanessa poniéndose el anorak que había dejado en el suelo—. Un sitio donde no hay cuarto de baño es un asco. Y aquí podemos vernos sin que se entere la bruja mayor.

Vanessa se sube la cremallera del anorak, con la clara intención de irse. Minoo tiene la impresión de que va demasiado deprisa. Ahora todo es diferente, y necesitan sentarse a reflexionar sobre lo que eso implica.

—¿No creéis que deberíamos contárselo a la directora? Esto significa que tú también eres brujo, Nicolaus. Ahora tiene que aceptarte, ¿verdad?

—Ojalá sea así, ojalá que no sea amiga de los demonios —dice Nicolaus—. Pero tengo la sensación de que no podemos confiar en ella ni en lo que llama el Consejo.

—Por mí, bien —acepta Vanessa encogiéndose de hombros.

—¿Y las demás? —pregunta Minoo.

—Yo se lo cuento a Linnéa —dice Vanessa—. Y tú díselo a Anna-Karin.

—¿Y la señorita Ida? —pregunta Nicolaus.

Vanessa y Minoo intercambian una mirada. No les parece correcto excluir a Ida. Va contra todo lo que decía Rebecka, aquello a lo que Minoo ha intentado mantenerse fiel: que tienen que trabajar todas juntas. Pero ¿de verdad pueden confiar en Ida?

—No —contesta Minoo—. A ella no le diremos nada.

—Estoy de acuerdo —dice Vanessa.

—Ella también es una de los Elegidos —objeta Nicolaus.

—En cuanto sepamos un poco más se lo contamos —dice Minoo—. Lo prometemos.

Nicolaus la mira escéptico.

—No podemos estar seguros de que no le vaya con el cuento a la directora —dice.

La cosa funciona. Nicolaus parece contrariado, pero al final asiente.

36

Las puertas del comedor se abren ante Anna-Karin. Dentro está oscuro, tanto que solo puede intuir el perfil de la gente que llena la sala.

No quiere estar allí. Nunca pidió que la eligieran. Pero ya no puede seguir controlando la admiración de los demás. Se ha extendido a personas en las que ni siquiera había
intentado
influir. Sencillamente se han dejado llevar por el hecho de que
a otros
parece gustarles Anna-Karin. Y este es el resultado.

La corona de santa Lucía le pesa sobre la cabeza. Unas gotas de cera aterrizan sobre el pañuelo que le protege la melena.

—Y uno… y dos… y un, dos, tres, ¡cuatro!

Es Kerstin Stålnacke, la profesora de música y de teatro, la que cuenta con entusiasmo. Agita los brazos con tal ímpetu que la túnica de rojo navideño ondea como una sábana puesta a secar. Tiene el pelo teñido de henna, encrespado por la coronilla. A la de cuatro, el séquito de santa Lucía empieza a cantar detrás de Anna-Karin.

Camina lenta la noche / por granjas y cabañas

Anna-Karin simplemente hace la mímica de aquellas palabras tan familiares como incomprensibles mientras se adentra despacio en la oscuridad.

Las velas vierten un cálido resplandor por dondequiera que va. Los rostros se van revelando en la oscuridad. Ahí está Vanessa, que parte una galleta de pimienta en forma de corazón y se le rompe en tres pedazos. Y ahí está Minoo, que mira a Anna-Karin muy seria. Kevin se balancea en la silla tamborileando con los dedos en la mesa. Felicia y Julia sonríen como miembros devotos que son de la secta de Anna-Karin. Fueron ellas quienes la inscribieron para la elección de santa Lucía.

Tiene la sensación de que el cántico no va a terminar nunca.

En la noche inmensa y callada / ahora se oye un susurro / en el silencio del hogar / como de olas un arullo.

Las gotas de cera siguen aterrizando en el pañuelo de Anna-Karin mientras ella cruza el comedor a oscuras. Huele a vino caliente sin alcohol y a cuerpos sudorosos, y cuando se acerca al extremo de la sala, donde han quitado las mesas y las sillas para dejar espacio al séquito, nota el olor a café de una de las mesas de los profesores.

Cuando Anna-Karin se coloca en el centro, en la parte delantera de la habitación, y el séquito ocupa sus puestos formando un semicírculo detrás de ella, siente cómo la taladra la mirada de la directora. Anna-Karin empieza a sudar con el calor de las velas. Una película de humedad le cubre la cara y las palmas de las manos, que ha juntado en la obligatoria pose de santa Lucía. Al lado de la directora está Max, que le sonríe alentador. Al otro lado se encuentra Petter Backman, el profesor de dibujo, famoso por rodear con el brazo a sus alumnas en cuanto tiene ocasión, que pasea la mirada por Anna-Karin con ansiedad.

Por fin terminan los cánticos. Ida, que es dama de Anna-Karin y está a su derecha, exagera un poco el tono de voz en la última «Lucíaaaa» y se impone a todos los demás. Se nota claramente que lo que a Ida le gustaría en realidad es cantar en solitario y soltarse la melena aullando de lo lindo. Ida fue la Lucía del colegio durante toda la etapa superior. Anna-Karin solo espera que Ida consiga dominar la tentación de prenderle fuego a su pelo con una de las velas. Le inspira cierta tranquilidad que el subdirector, Tommy Ekberg, ande por allí con el extintor.

Las canciones navideñas se van sucediendo y Anna-Karin sigue moviendo los labios solamente. Kerstin Stålnacke mueve los brazos como si acabara de pisar un avispero.

Entonces Anna-Karin ve a Jari, que camina pegado a la pared hasta que se queda a unos metros de ella. Está solo. Y únicamente tiene ojos para Anna-Karin. De repente ella sonríe con total sinceridad. Y cuando él le devuelve la sonrisa, es como si titilara y reluciera con más intensidad que ninguna de las velas que brillan en el comedor. Se siente serena. Pronto habrá pasado todo.

Vamos, duendecillos, brindad y pasadlo bien…

Anna-Karin mira a Jari a los ojos.

Aquí vivimos, muy poco tiempo / con gran trabajo y sufrimiento

Anna-Karin oye que Ida toma impulso para la última estrofa.

«Vaaaaa…»

La voz de Ida se convierte en un grito afilado.

«…aaa…»

Se hace un silencio absoluto en la sala. La directora se inclina como si fuera a levantarse. Junto a Anna-Karin se oye un golpetazo, y ella se vuelve tan rápido que se le cae la corona de velas. Se estrella contra el suelo y algunas de las velas salen rodando. Las damas, los pajes y los duendecillos dan un salto y se apartan de las llamas, y Anna-Karin ve con el rabillo del ojo que Tommy Ekberg se apresura con el extintor.

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