El círculo (4 page)

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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

BOOK: El círculo
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¿No han tenido bastante protagonismo los nueve últimos años?, piensa Minoo apretando el paso y alejándose de allí.

La primera clase de lengua. Vanessa entra en el aula con Evelina.

Michelle ha pillado varios sitios en la última fila, y ahora está empolvándose la nariz.

—Mierda, ¡qué cansada estoy! —dice Evelina desplomándose en la silla al lado de Michelle.

—Y yo —responde Michelle bostezando y mirándose en el espejo empañado y brillante de la polvera—. Hoy parezco una enana de trece años, joder.

Vanessa deja escapar un suspiro. Michelle tiene la misma pinta de siempre. Claro que tiene que oír que está fantástica un millón de veces al día. Michelle se coloca un rizo de la reluciente melena oscura y junta los labios ante el espejo.

—Oye, que la capa de polvos que llevas tiene unos cinco centímetros de grosor, me parece que ya vale —le recrimina Vanessa.

Michelle baja despacio el espejo de bolsillo y se la queda mirando.

—¿Y a ti qué te pasa? —pregunta Evelina.

—Estaba de broma.

—Pues no lo parecía —replica Michelle con su calma habitual.

—¿Estás ovulando o qué? —pregunta Evelina—. ¿O es que te has peleado con Wille?

—Ajá —responde Vanessa—. Me he peleado con Wille.

Responde así porque es lo más sencillo. ¿Cómo iba a explicarles lo que había sucedido aquella mañana? «Resulta que me hice invisible, y si no, es que estoy loca, claro.» Sin embargo lo de los problemas con los chicos es un lenguaje que Michelle y Evelina comprenden bien. Las dos parecen aliviadas. Todo vuelve a ser como siempre.

—Anda, ya se os pasará —dice Evelina, y le rodea los hombros con el brazo.

Michelle asiente. Vanessa sonríe aliviada y le pregunta que si le presta el maquillaje.

Al fondo del aula hay un grupo de chicos escuchando hip-hop en el móvil. Kevin Månsson rapea la canción con su inglés lamentable. Minoo se ríe para sus adentros.

Saluda a Anna-Karin Nieminen, que se ha sentado en primera fila, pero ella no le contesta. Como de costumbre, Anna-Karin está encorvada sobre la mesa, con la maraña de pelo tapándole la cara como un velo.

Tiene un aspecto desgarrador de desesperanza. Minoo intentó hablar con ella varias veces cuando estaban en secundaria, pero Anna-Karin se quedaba callada, pegada a la pared, como si quisiera fundirse con ella. Es de una pasividad casi provocadora. Minoo siente un alivio vergonzoso cuando piensa que, después de todo, Anna-Karin no se encuentra
tan
por debajo en la escala social.

Minoo saca el libro de mates. Por ahora, ha ido entendiendo todas las explicaciones durante las clases, pero sigue estando nerviosa. Siempre ha sido la primera de la clase, sin tener que esforzarse demasiado, y aun así —o quizá precisamente por eso—, el mayor de sus temores es precisamente que, un buen día, todos descubran que es una impostora.

Suena el timbre que indica el inicio de la clase y Minoo levanta la vista automáticamente.

Max aparece en el umbral con una taza de café en la mano. Tiene veinticuatro años. Se mudó a Engelsfors a principios de verano. Que alguien se mude allí por voluntad propia es algo que supera la capacidad de entendimiento de Minoo.

Max cierra la puerta. Y un segundo después, alguien se pone a aporrearla.

—Llegar tarde es lo que tiene —dice Max, dejando la taza en la mesa.

—¡Venga ya! ¿Aunque tenga una excusa? —grita Kevin con esa voz nueva tan profunda, que le ha cambiado durante el verano.

Minoo no se hace a la idea de tener que aguantar a Kevin tres años más. ¿Por qué habrá elegido la modalidad de ciencias naturales? Si cuando estaban en octavo creía que la cebra era un cruce entre un caballo y un tigre.

Max mira a Minoo un instante. En sus ojos se lee perfectamente lo que piensa de Kevin. Es como si comprendiera que ella es la única capaz de interpretar esa mirada. Minoo tiene que clavar la vista en el pupitre.

La gente dice que siente mariposas en el estómago cuando se enamora. Pero ella no. Ella nota primero un cosquilleo en las muñecas. Luego se le van las fuerzas de los brazos y se queda como un monigote de trapo.

La primera vez que vio a Max fue como sentir un calambrazo en las manos. Con lo increíblemente patético que es enamorarse de un profesor. Sobre todo de uno como Max, que es guapo del modo banal que gusta a las chicas como Vanessa Dahl: ojos verdes, pelo oscuro y rizado y brazos nervudos.

Tienen dos horas seguidas de mates y Minoo se abalanza sobre los problemas que tiene delante. Le chiflan las matemáticas. Reglas claras. Respuestas clarísimas. Correcto o incorrecto, nada de zonas intermedias.

De vez en cuando, levanta la cabeza para echarle un ojo a Max.

Piensa en lo que le dijo su madre: que no es bueno guardarse los sentimientos. Pero ella nunca en la vida le contará a nadie lo que siente por Max. Y mucho menos a él.

Al final de la primera hora, Max apura el café, cierra el maletín y sale del aula. Minoo lo sigue con la mirada.

Diez minutos de descanso. Diez minutos sin nada que hacer. Estar sola y tristona delante de todos. Minoo se levanta y sale al pasillo.

Están en la tercera planta. Un piso más arriba hay un pasillo que conduce a la puerta cerrada de la escalera del desván. Es un callejón sin salida y Minoo se ha dado cuenta de que nadie utiliza los servicios que hay allí. Es un lugar perfecto para estar tranquila. Sube corriendo la escalera y dobla la esquina.

Cuando abre la puerta de los servicios le da en la cara el olor a tabaco. Uno de los espejos está roto. Hay cristales esparcidos por el lavabo. La ventana está abierta de par en par y, acurrucada en el alféizar, hay una chica fumando.

Lleva una camiseta negra brillante, una falda de campana hasta la rodilla, también negra, con calaveras de color rosa y calcetines largos blancos. Tiene en las piernas un cuaderno de color negro. Está escribiendo algo con un rotulador, muy concentrada.

No levanta la vista hacia Minoo hasta que la puerta no se ha cerrado. El largo flequillo casi le tapa los ojos, muy marcados con lápiz negro. Lleva el resto de la melena oscura recogido en dos coletas onduladas.

Es Linnéa Wallin.

En séptimo estaban en la misma clase. Todos sabían que el padre de Linnéa era alcohólico y que su madre había muerto. Linnéa se saltaba las clases casi a diario y un día, al principio de octavo, el maestro dijo que no iba a volver. Corrían rumores de que se había mudado a casa de unos familiares que vivían lejos, de que estaba muerta. Luego resultó que había estado en un centro juvenil. Y entonces empezaron a circular nuevos rumores: que había intentado suicidarse, que su padre era pederasta, que Linnéa vendía drogas, que se prostituía por internet, que era bollera. Desde entonces, Minoo solo la había visto en el centro, junto con otros alternativos.

Y allí estaba ahora, mirándola con decepción en los ojos.

—Hola… —saluda Minoo.

—Creía que eras otra persona —dice Linnéa.

Minoo mira de reojo hacia el espejo roto.

—Yo no he sido —advierte Linnéa.

—No pensaba que hubieras sido tú —miente Minoo.

Se le ponen las orejas coloradas, como siempre que algo le da vergüenza. Coge el picaporte de uno de los servicios con tanta indiferencia como es capaz de fingir.

La puerta está cerrada con llave.

—Parece que está estropeado —le advierte Linnéa.

Minoo no responde y abre otra puerta.

Entra, cierra tras de sí y apoya la frente en los azulejos, que están fríos. A través de la puerta, que es bastante endeble, oye que Linnéa enciende otro cigarrillo.

Minoo deja pasar un rato antes de tirar de la cadena del váter, que no ha usado, y vuelve a salir. Se mira en el espejo mientras se lava las manos. Echa un vistazo a Linnéa y siente una punzada de envidia. Sí, es guapa y delgada, pero lo peor es esa cara sin una sola espinilla. Ella, en cambio, sufre erupciones de acné regulares desde que cumplió los trece años. En octavo, Erik Forslund le preguntó si le habían pegado un tiro en la cara con una escopeta de perdigones. Los adultos siempre dicen que esas cosas mejoran con la edad. Como tantas otras cosas de las que dicen, eso tampoco parece cumplirse.

—Oye, no tienes que fingir —dice Linnéa interrumpiendo sus pensamientos.

A Minoo se le ponen las orejas coloradas otra vez.

—¿Qué?

Linnéa ha dejado el cuaderno.

—Tú has venido aquí a esconderte, ¿verdad? —le pregunta.

—Me gusta estar sola —responde Minoo en un susurro.

La sonrisa de Linnéa no es fácil de interpretar. Se quedan mirándose unos instantes.

—No te chivarás, ¿verdad? —le dice señalando el cigarrillo.

—Por mí puedes hacer lo que quieras.

—Pues sí, eso mismo pienso yo —responde Linnéa. Lanza al lavabo la colilla, que chisporrotea al apagarse sobre el esmalte mojado.

Baja de la ventana de un salto. El bolígrafo se cae, pasa rodando por delante de Minoo y se cuela por debajo de la puerta cerrada con llave.

Minoo se agacha para mirar por la rendija.

El bolígrafo está en medio de algo oscuro y pastoso. Y al fondo se ven una bolsa de tela y unas zapatillas negras. Hay alguien sentado en el váter.

Minoo se incorpora demasiado rápido y se marea un poco.

—¿Qué pasa? —pregunta Linnéa.

—Me parece que hay alguien ahí dentro…

Se le ocurre de pronto que podría tratarse de una broma o algo así. Puede que tengan alguna cámara oculta en algún sitio y que la estén filmando, y no tardarán en colgar la grabación y aparecerá ella comportándose como una idiota.

—Aunque no sé…

Linnéa entra en el servicio contiguo y se sube en el váter. Se asoma por la pared medianera, que no llega hasta el techo. Minoo aguarda su reacción, pero no pasa nada. Los segundos pasan, uno a uno.

—¿Qué es?

Linnéa se baja del váter y desaparece del campo de visión de Minoo.

—¿Qué has visto?

No hay respuesta. Una ráfaga de viento mueve la hoja de la ventana abierta. Minoo se acerca al servicio, donde encuentra a Linnéa con la espalda apoyada en la pared y la vista clavada en la de enfrente.

—Es Elías —dice al fin.

¿Elías Malmgren? Minoo lo ha visto en el centro con Linnéa en varias ocasiones. Tiene que ser él.

—¿Qué ha pasado? ¿Está bien o…? —pregunta Minoo, aunque ya conoce la respuesta.

Linnéa se arrodilla y vomita en el váter, sigue hipando entre arcadas hasta que no sale más que saliva pastosa y transparente. Minoo se queda como paralizada hasta que Linnéa se vuelve hacia ella. Se le ha corrido el maquillaje alrededor de los ojos llorosos. Sus miradas se cruzan y Minoo comprende que Linnéa está a punto de venirse abajo.

—Ven —le dice tendiéndole la mano.

Linnéa la coge y se levanta. Mira a su alrededor con los ojos desorbitados.

—Tenemos que ir a buscar a alguien —dice Minoo.

Linnéa se queda mirándola fijamente. Niega con la cabeza.

—No podemos dejarlo ahí.

—Yo me quedo —dice Minoo, que se arrepiente enseguida.

—Tenemos que sacarlo de ahí.

—Claro, y lo sacaremos —responde Minoo sin saber cómo ha conseguido aparentar tanta serenidad.

Linnéa se va corriendo. Al abrir la puerta, la corriente cierra la ventana de golpe y, por un instante, Minoo toma conciencia del
olor
, antes de que la ventana vuelva a abrirse. Es un olor totalmente nuevo para ella, pero enseguida se da cuenta de lo que es. Es el olor a muerte. Aunque no debería pensar en eso. No en un momento como este.

Observa la puerta del servicio. Cuánta sangre.

El pánico se va apoderando de ella poco a poco cuando ve los fragmentos de vidrio en el lavabo.

Minoo da un respingo cuando se abre la puerta. El conserje del instituto entra con una caja de herramientas en la mano. Tendrá unos cuarenta años y el pelo, que ha empezado a encanecer, totalmente revuelto. Clava en Minoo los ojos de un azul hielo. Luego murmura unas palabras inaudibles, deja la caja en el suelo y empieza a buscar algo.

Linnéa entra después, se acerca a Minoo. Le coge la mano y se la agarra convulsamente. Un minuto después entra la directora.

Minoo solo ha visto a Adriana López en una ocasión, cuando dio la bienvenida a los nuevos alumnos. Estará entre los treinta y los cuarenta, lleva el pelo negro cortado a lo paje, con flequillo. Viste una falda negra por la rodilla y una camisa blanca abotonada hasta arriba.

No es la típica directora a la que uno acude para contarle sus problemas, Minoo se da cuenta enseguida.

—Chicas, aquí no podéis quedaros —les dice.

—Yo no pienso irme —afirma Linnéa.

La directora la mira a los ojos.

—Sal de aquí ahora mismo —le ordena.

—Nos quedamos —interviene Minoo.

El conserje saca un destornillador. Esas puertas son fáciles de abrir desde fuera. Seguramente las han hecho así a propósito. Linnéa se pega a Minoo y le aprieta la mano más aún.

—No mires —le susurra.

Y Minoo quiere cerrar los ojos. Quiere irse. En cambio, se queda allí, con los ojos como platos cuando la puerta se abre.

El conserje aparta la vista y la directora contiene la respiración. Minoo es incapaz de moverse. Es como si una lluvia helada le recorriera todo el cuerpo.

Elías tiene la cabeza echada hacia atrás y los ojos abiertos de par en par clavados en el techo. Los brazos le cuelgan inertes a los lados. En la mano derecha aún sostiene un gran trozo de cristal. En el brazo izquierdo se ve un corte profundo como una boca abierta.

Minoo y Linnéa se abrazan. Así, sin más. Minoo no es de las que dan abrazos, y sospecha que Linnéa tampoco. Pero en aquellos momentos necesitan sentir muy cerca a otra persona, a una persona viva.

A lo lejos, en el mundo real, se oyen las sirenas.

4

Prácticamente todos los alumnos están en el patio. Se empujan y se dan codazos. Conversan acaloradamente, pero en voz baja. Nadie sabe con certeza quién ha muerto, pero se rumorea que se trata de Elías Malmgren. Los profesores les han dicho que se vayan a casa, pero es obvio que nadie piensa irse hasta que no saquen el cadáver.

El cadáver. Rebecka se estremece. Ella y Gustaf están ante la entrada principal del instituto. Él detrás de ella, rodeándola con los brazos.

—Prométeme que a ti nunca te pasará nada —le dice ella con un hilo de voz.

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