El círculo (52 page)

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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

BOOK: El círculo
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Está enfadada, tal y como Anna-Karin pensaba. Pierde el valor.

—Me daba vergüenza. No debería haber ido al cobertizo yo sola.

—Cuando opusiste resistencia, ¿viste algo?

Anna-Karin no está segura de a qué se refiere.

—No vi a quien lo hizo.

—No, pero ¿viste alguna otra cosa? ¿Algo extraño en el aire o algo así?

—No, ¿por qué me lo preguntas?

Minoo menea la cabeza.

—Nada, olvídalo.

Ya no parece tan enfadada y Anna-Karin se siente tan aliviada que se le escapa otro sollozo. Puede que haya esperanza de que la perdonen.

—Si no hubiera utilizado mis poderes en el instituto… Todas me lo advertisteis —continúa.

Minoo frunce el ceño.

—¿Y qué tiene eso que ver con el ataque?

—Quien me atacó debió de notar que había utilizado la magia, como me dijisteis. Y además, encaja con lo que sabemos de la protección mágica. Nicolaus me habló de ella. Si tú eres la que está fuera, yo debo seguir bajo protección. Pero quien me atacó tal vez supiera que yo era una Elegida…

Anna-Karin guarda silencio. Respira.

—He estado pensando en una cosa —continúa al cabo de un instante—. Creo que quien quiere matarnos tiene el mismo elemento que yo. O sea, que es una bruja de tierra. Quizá por eso pude oponer resistencia. Y quizá por eso no ha vuelto a intentarlo. Porque yo era demasiado fuerte.

—Esa voz… —dice Minoo—. ¿Es la que utilizas cuando consigues que los demás hagan lo que quieres?

Anna-Karin se sonroja.

—Más o menos. Aunque nunca me he apoderado del cuerpo de nadie por ese medio.

Minoo asiente despacio.

—¿Crees que podrías conseguir que una persona crea que vio a alguien que no estaba allí? —pregunta.

—No lo sé —responde Anna-Karin—. Quizá. No he probado nunca.

—Si las brujas de tierra pueden hacerlo, quizá eso explicaría por qué Rebecka vio a Gustaf en el tejado. Si Gustaf solo era una ilusión, y quien había allí era otra persona… Pero no puede ser…

Mira fijamente a Anna-Karin.

—El fuego. ¿Estás segura de que era mágico?

—Bueno, empezó tan de repente y surgió de varios focos al mismo tiempo. Y además, tuve algo así como una sensación…

—Ya, pero las brujas de tierra no deberían poder recurrir a la magia del fuego, ¿no?

—Pues no —responde Anna-Karin.

Minoo tiene la mirada ausente y, al mismo tiempo, concentrada al máximo.

—Pero Rebecka sí podía —dice como para sus adentros—. Y habría podido hacer que se cerrara de golpe la puerta del cobertizo.

—¿Qué quieres decir? ¿Rebecka?

Minoo abre un cajón de la mesilla de noche. Saca el cuaderno que siempre parece llevar encima y empieza a hojearlo.

—Cuando Ida y tú vivisteis la muerte de Rebecka, dijiste que algo ocurrió. Justo antes de que muriera. Que fue como si se quemara por dentro.

Anna-Karin asiente. No es un recuerdo que le agrade evocar.

—¿Y si fue el asesino, que le quitó la magia? —prosigue Minoo.

—Sí —continúa Anna-Karin sin aliento—. Fue como si le quitase
todo lo que era ella.

—¿El alma?

Anna-Karin asiente otra vez. No sabe si cree en el alma, pero es la mejor palabra para describirlo.

Minoo está absorta en sus notas. Anna-Karin no quiere molestarla. Mira a su alrededor contemplando la habitación. Alisa la colcha roja. Repara en el libro que hay en la mesilla.

En la portada hay un cuadro que representa a una pareja que se está besando. Anna-Karin se limpia cuidadosamente las manos en los vaqueros antes de atreverse a coger el libro.

Es pesado. Lo abre casualmente por la mitad, como si Minoo mirase a menudo esa página. En casa de Anna-Karin también hay algún libro así. Gruesos libros de tapa dura sobre el ser humano en la Edad de Piedra, que siempre se abren por las páginas en las que aparecen copulando en la gruta sobre pieles de animales.

Anna-Karin contempla la imagen que está impresa en el grueso papel satinado del libro. Representa a una mujer de pelo oscuro con un vestido azul. Tiene una granada en una mano y parece tristísima. Y, en cierto modo, le resulta familiar.

—Creo que ya lo tengo —dice Minoo.

Anna-Karin levanta la vista. Minoo deja el cuaderno y la mira a los ojos.

—Si el asesino es una bruja de tierra, puede haber utilizado su poder para inducir a Elías al suicidio. Cuando Elías murió, adquirió su poder. La directora dijo que las brujas de madera pueden «gobernar y dar forma a distintos tipos de materia viva». Puede que eso implique que una bruja de madera sea capaz de cambiar de forma, ¿no? Como con una especie de disfraz mágico, quizá.

—Así que… después de matar a Elías… el asesino podía adoptar la apariencia de quien quisiera, ¿no?

—Eso no lo sabemos —responde Minoo—. Pero al menos pudo adoptar la apariencia de Gustaf.

—Y luego adquirió el poder de Rebecka…

—Telequinesia y fuego. Eso fue lo que utilizó en el cobertizo.

Minoo se levanta de la cama y empieza a caminar de un lado a otro mientras habla. A Anna-Karin le recuerda a la directora.

—Tenemos que sintetizar lo que sabemos —decide. Se suelta el pelo y se pone la goma en la muñeca—. El asesino es una bruja de tierra. Cuando nos va matando, se apodera de nuestra alma y de nuestra magia. Ahora tiene la madera y el fuego. No consiguió matarme a mí, ni tampoco a ti. ¿Por qué?

—Porque yo soy también bruja de tierra —sugiere Anna-Karin otra vez—. Y quizá porque fuera del instituto es más débil, ¿no?

Minoo se detiene y la mira con aprobación.

—Yo había pensado lo mismo. El instituto es un lugar maligno y todo eso…

—Pero ¿por qué te dejó vivir a ti?

—Quizá porque se dio cuenta de que no tengo ningún poder.

—No creo —responde Anna-Karin—. Después de todo, tú también eres una Elegida.

A los ojos de Minoo vuelve esa mirada ausente y concentrada.

Está de perfil y la luz de la ventana le ilumina el pelo.

Anna-Karin mira el cuadro de la mujer del vestido azul. Y luego vuelve a mirar a Minoo.

—A propósito de dobles —dice—. La del cuadro es una copia tuya, vamos.

Le da la vuelta al libro y se lo muestra a Minoo.

—Qué va —dice Minoo.

—Que sí —insiste Anna-Karin—. Puede que no todas las facciones con detalle, pero en conjunto, se te parece muchísimo.

Minoo se queda mirando el cuadro como si fuera un poema en chino y Anna-Karin le hubiera pedido que lo leyera.

—Pero ella es guapa —dice al cabo de un instante.

Anna-Karin baja el libro. Minoo no lo ha dicho como lo harían Julia y Felicia, como pidiendo que le digan un cumplido, sino que lo piensa de verdad.

—Tú también eres guapa —asegura Anna-Karin.

Minoo resopla y se da media vuelta.

—No hace falta que mientas —dice.

—No miento.

Minoo parece irritada.

—Para empezar, soy el monstruo de las espinillas, por si no lo has notado.

—Joder, pero yo también tengo granos —admite Anna-Karin.

—No tantos como yo.

Ahora es Anna-Karin quien se irrita.

—No, claro, puede que no
tantos, exactamente.
Pero hay quienes lo tienen mucho peor. Y además, tú eres guapa. Vamos, que podrías ser la reencarnación de esta mujer.

Anna-Karin señala el cuadro con el dedo índice al decir esas palabras.

De repente, Minoo se queda pálida por completo. Casi parece que se va a desmayar.

—¿Qué te pasa? —pregunta Anna-Karin preocupada. Se siente un poco tonta. En realidad, es absurdo discutir por eso. Si Minoo es guapa o no.

—No me encuentro muy bien —murmura Minoo—. Perdona. Creo que debería meterme en la cama otra vez. Gracias por contármelo.

Anna-Karin cierra el libro y se levanta de la cama. Minoo intenta sonreírle educadamente.

—Vale, entonces me voy —dice, y Minoo asiente.

Anna-Karin se queda un instante, a pesar de todo. Todo le resulta un tanto extraño. Pero, puesto que Minoo no añade nada más, le da una palmadita torpe en el hombro y le dice que se mejore.

Cuando baja, ve al padre de Minoo leyendo el periódico en la cocina. No se da cuenta de que Anna-Karin está ahí, y ella tampoco le dice nada. Se pone el abrigo y sale tan silenciosa como lo haría
Peppar.

53

Minoo tiene libre la penúltima clase. Sube a lo alto del edificio del instituto y recorre el pasillo que desemboca en la puerta del desván. Ya han vuelto a abrir los servicios. Durante las vacaciones de Navidad, cambiaron la puerta llena de pintadas, pero ya han empezado a llenarla de mensajes nuevos.

Algunos son por Elías, otros por Rebecka, pero hay varios que tratan de otras personas, de otras vidas.

Minoo empuja la manivela y entra. Para ser los servicios de un instituto, resultan antinaturales de lo limpios que están. Aunque la gente haga pintadas en la puerta, no suele utilizarlos. Algo los disuade.

Los azulejos blancos brillan alrededor de Minoo. Ha vuelto allí donde todo empezó.

Se acerca al baño en el que murió Elías. Como es natural, no hay el menor rastro. ¿Qué esperaba?

Minoo se vuelve hacia el lavabo. Han retirado los espejos. ¿Tendrán miedo de que a alguien se le ocurra imitar a Elías?

Pero Minoo se alegra de no poder ver su imagen reflejada en ellos. Lleva demasiado tiempo estudiándola, la ha examinado demasiado a menudo. Y siempre ha odiado lo que ha visto.

Cuando Anna-Karin le dijo que se parecía a esa mujer tan hermosa del cuadro, no la creyó, al principio. Pero cuando usó el término «reencarnación», todo encajó de pronto.

Tienes que despertarte ya. Tienes que ser valiente y verte a ti misma como te ven los demás.

«Reencarnación.» La misma palabra que utilizó Max.

Te quiero, Minoo. Te quiero desde el día en que te vi.

Aquella no fue la primera vez que la vio.

Minoo se parece a la mujer del cuadro. La mujer del cuadro se parece a Alice. Su gran amor. Por eso no pudo matar a Minoo. Sería como ver morir a Alice otra vez.

No pienso hacerlo. No pienso obedecer.

Max es el culpable. Él mató a Elías. Él mató a Rebecka. Él intentó matar a Minoo y a Anna-Karin.

Es terrible lo bien que encaja todo y, aun así, no puede creerlo.

Saca el pequeño frasco marrón del bolsillo de la chaqueta.

Tiene que cerciorarse.

—Si quieres mudarte a casa otra vez, tenemos que fijar unas reglas.

Vanessa y su madre son las únicas en el Café Monique. Fue Vanessa quien propuso que se vieran allí, en terreno neutral. Ahora empieza a arrepentirse. Le gustaría encontrarse en un lugar donde pudiera gritarle a su madre sin cortarse. Incluso dar un portazo.

—¿Reglas? —repite enarcando una ceja.

Su madre da vueltas en la mano a la cucharilla. Apenas ha probado el café y el pastelito de mazapán está intacto en el plato.

—Pues sí, porque no podemos estar como antes.

—En eso estoy de acuerdo —dice Vanessa, y toma un sorbo de café, segura de que están pensando en cosas totalmente distintas.

—No he sido lo bastante dura. Has podido salir de fiesta y andar con chicos demasiado pronto.

—De tal madre, tal hija, ¿no? —le suelta Vanessa.

La cucharilla se detiene en la mano. Su madre la mira a los ojos.

—Sí, supongo que sí.

—Pero ¿ha llegado el momento de cambiar? ¿Es hora de actuar como una madre de verdad, o qué?

¿Por qué le hablo así?, se pregunta. ¿Por qué lo estropeo todo desde el principio?

—Si vas a mantener esa actitud…

Su madre hace amago de ir a levantarse.

—Perdona —se disculpa Vanessa.

La palabra le deja en la boca un regusto repugnante, pero su madre vuelve a sentarse. Eso es lo que importa.

—Pero tienes que ver las cosas también desde mi punto de vista —continúa Vanessa.

—¿No crees que lo intento?

Vanessa vuelve a tomar un poco de café, para no responder que no a gritos.

—No lo sé —dice al fin—. A mí me parece que no te preocupa. No has llamado una sola vez. Ni siquiera en Navidad.

Lo dice rápidamente, para que no le tiemble la voz.

—¡Por supuesto que me preocupa! —responde su madre.

Vanessa no se atreve a confiar en su voz, así que se encoge de hombros.

—Le he pedido a Sirpa que no te diga nada, pero hemos hablado una vez a la semana, como mínimo —dice su madre—. Pensaba que lo mejor sería que tú te pusieras en contacto conmigo cuando estuvieras preparada.

Se inclina para acercarse a Vanessa, pero ella se echa hacia atrás en la silla.

—Dime la verdad, ¿por qué quieres volver a casa? —pregunta su madre, fingiendo que no ha pasado nada—. ¿Es que no van bien las cosas entre Wille y tú?

—Todo funciona de maravilla entre Wille y yo —contesta Vanessa con un tono de rebeldía, con un tono que evidencia que está mintiendo.

Mira por la ventana.

—No me parece que esté siendo justa con Sirpa —dice.

—¿Solo por eso? —pregunta su madre.

Vanessa se mira las manos. Hasta ahora no se había dado cuenta de que también ella está dándole vueltas a la cucharilla.

Sabe lo que quiere decir, así que, ¿por qué le cuesta tanto trabajo?

—Os echo de menos. A Melvin y a ti.

—Y nosotros a ti. Muchísimo.

La voz de su madre está a punto de quebrarse, y Vanessa no se atreve a mirarla a la cara. Teme echarse a llorar.

—Yo lo único que quiero es que la cosa funcione —dice su madre, y deja escapar un hondo suspiro—. Lo único que quiero es que seamos una familia.

—Lo mismo que yo —dice Vanessa—. Pero tienes que decirme una cosa: ¿no te parece que, de alguna manera, aunque sea un poquito, tampoco Nicke se comporta bien todas las veces? Puede que no sea
solo
culpa mía que no funcione, ¿no?

—Yo nunca he dicho que solo sea culpa tuya —responde su madre con ese tono de mártir que Vanessa odia por encima de todo.

Cierra el puño, se clava las uñas, que forman pequeñas medias lunas rojas en la palma.

—Bueno, ¿qué decías de unas reglas? —pregunta Vanessa con serenidad.

—Solo podrás salir los fines de semana.

Vanessa no protesta. De todos modos, es experta en entrar y salir sin hacer ruido, sin que su madre se entere de nada.

—No pienso impedir que te veas con Wille —dice su madre—. Solo quiero pedirte una cosa. Por favor, Vanessa, ten cuidado. No te metas en nada raro. ¿Puedes hacerme esa promesa?

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