El círculo (51 page)

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Authors: Mats Strandberg,Sara B. Elfgren

Tags: #Intriga, #Infantil y juvenil

BOOK: El círculo
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Mira los bloques altos que la rodean. Ha llegado al barrio de Linnéa. Suena la música de varios pisos. Es sábado por la noche y ella no se ha dado ni cuenta. ¿Desde cuándo es su vida tan aburrida que ni siquiera tiene planes para el sábado por la noche?

Emborracharse quizá le ayude. Evelina y Michelle hablaron de una fiesta, ahora lo recuerda.

Se para un momento. Duda. No quiere estar sola, pero tampoco quiere verlas. Piensa en cómo Michelle provocará a Mehmet, con el que ha empezado a salir; ya sabe que Evelina se quejará de que «nunca va a conocer a nadie», aunque las tres saben que es la más guapa.

¿Cuándo fue la última vez que tuvo ganas de verlas de verdad? Han pasado tantas cosas en su vida desde el verano pasado… Y hay tantas cosas de las que no puede hablar con ellas.

Habría sido más fácil seguir siendo la Vanessa de siempre. Madre mía, cómo le gustaría poder serlo.

Mira hacia los últimos pisos del bloque. Tal vez no haya llegado allí por casualidad.

Dirige los pasos hacia el portal de Linnéa, coge el ascensor, sube y llama a la puerta. No le abren y se siente decepcionada. Porque se da cuenta de las ganas enormes que tenía de ver a Linnéa.

Llama por segunda vez. Y de repente se oye el ruido de una cisterna. Cuando Linnéa le abre la puerta, ve que lleva la misma camiseta de Dir En Grey de aquella noche con Jonte.

—Hola —saluda Vanessa.

—Hola —dice Linnéa.

—¿Qué haces?

—Nada.

—Es sábado por la noche —dice Vanessa—. ¿No deberías estar divirtiéndote?

—¿Y quién ha dicho que no me esté divirtiendo? —dice Linnéa.

Lo ha dicho tan seria que Vanessa se echa a reír.

Linnéa se la queda mirando durante medio segundo. Y luego empieza ella también. Es una de esas risas histéricas de que-me-ahogo-que-no-puedo-parar-de-reír y Vanessa no recuerda cuándo fue la última vez que se rio así. Se ríen hasta llorar de risa y, entonces, cometen el error de mirarse a los ojos y vuelta a empezar.

Se sientan en el sofá y se ponen a hablar. En el ordenador de Linnéa suena una y otra vez una lista de reproducción con chicos tristones y chicas que tocan la guitarra pero, por extraño que pueda parecer, a Vanessa no la deprime. Al contrario, la música y el tenue resplandor rojo la envuelven en una sensación agradable.

La conversación fluye sin problemas. Linnéa le cuenta lo que le ha enseñado
El libro de los paradigmas
sobre la magia protectora. Y Vanessa, que le pusieron a Gustaf el suero en el refresco, pero omite todos los detalles sobre lo que dijo.

—¿Sabes que yo estuve saliendo con Gustaf un tiempo? —pregunta Vanessa.

Al ver la expresión estupefacta de Linnéa, suelta una risita.

—Una tarde entera, cuando estábamos en primero. Tenía yo entonces un truco… El niño que consiguiera subirse en el columpio conmigo durante la pausa del almuerzo podía ser mi novio el resto del día.

—Así que te vendías barata ya en aquella época, ¿no? —dice Linnéa con una risa afilada.

—Figúrate si hoy fuera así de fácil saber con quién tiene una que salir —dice Vanessa riendo también.

Se ríen de cuando Ida tuvo que confesar que está secretamente enamorada de Gustaf. Hablan de que siempre había cinco o seis chicas dando vueltas con la bicicleta alrededor de su casa con la esperanza de que él se asomara a la ventana y las viera.

Con magia o sin ella, siempre ha embrujado a las chicas.

Luego empiezan a hablar de Minoo y de si es lesbiana o no.

Vanessa está totalmente convencida de que lo es. Linnéa dice que no, que de ninguna manera.

—Yo creo que me cae bien, pero no la entiendo. O sea, es que nunca sé cuándo está cabreada y cuándo simplemente es Minoo —dice Vanessa.

Linnéa se echa a reír y asiente.

—A mí me parece que Minoo está un poco enfadada conmigo —dice.

—¿Por qué?

—Nada, un malentendido.

Linnéa no le explica nada.

—Las Elegidas formamos un grupo bastante raro —dice Vanessa.

—¿A que sí? Si no, míranos a nosotras dos —suelta Linnéa con una risita.

—¿Quién iba a pensar que tú y yo íbamos a estar aquí hablando así? Si te odiaba. O por lo menos estaba celosa por lo de Wille.

Pero por Dios, qué estoy diciendo, piensa Vanessa.

Aunque la verdad es que le parece estupendo. Casi se le había olvidado lo que era estar así de relajada. Y sabe que necesita hablar de Wille. Si hay alguien que pueda entender lo que piensa, tiene que ser Linnéa.

—No quiero romper con él, pero tampoco lo soporto.

—¿Y tienes que
vivir
con él?

—Es un poco complicado —responde Vanessa.

Se resiste un poco a contarle por qué no puede vivir en su casa. Le parece tan banal cuando se imagina cómo sonará la historia en los oídos de Linnéa. Linnéa, que no tiene madre. Linnéa, que tiene un padre que baila borracho en el Storvallsparken.

—No me explico cómo puedo estar enamorada de alguien que me saca tanto de quicio todo el tiempo —sigue Vanessa—. Ni por qué me saca tanto de quicio una persona de la que estoy enamorada.

—Pues a mí no me preguntes —dice Linnéa retrepándose en el sofá.

—¿Por qué no?

—Porque no se pueden dar consejos sobre relaciones ajenas.

—Pero en el Monique me dijiste…

—Fue un error.

Linnéa se sienta con las piernas cruzadas y mira a Vanessa.

—¿No lo entiendes? —pregunta—. Creo que te mereces a alguien mejor que Wille. Pero si te lo digo y rompes con Wille, cuando te arrepientas te enfadarás conmigo. Y si sigues con él, sabrás en todo momento lo que yo pienso y me odiarás por ello.

—Pero yo no voy a…

—Quiero decir que no me interesa ser la chica a la que luego puedas culpar de todo —la interrumpe Linnéa.

Vanessa no sabe qué decir. Tiene la sensación de que le han dicho un cumplido muy bonito y muy raro al mismo tiempo.

—Pero, por lo menos, a mí ya no me llama —dice Linnéa.

Vanessa se hunde un poco más en el sofá. Se le viene a la cabeza el aspecto que tenían Jonte y Linnéa cuando se acostaron aquella noche. Tiene la sensación de que haya pasado una vida entera.

—¿Sigues saliendo con Jonte?


No
—responde Linnéa—. Le atribuyo toda esa historia a un trastorno mental transitorio.

Vanessa suelta una risita y se acomoda en el sofá de modo que sus pies quedan contra las piernas de Linnéa.

Siente que todo se arreglará. Como sea.

52

Minoo se encuentra en el bosque cercano a Kärrgruvan. Es primavera y las hojas de los árboles relucen de un verde rabioso. Casi hace daño a los ojos. Oye el rumor del agua y mira al suelo.

El arroyo discurre junto a sus pies. Mil soles diminutos centellean en la superficie. Pasan revoloteando un par de mariposas negras. Es extraño que sepa que es un sueño aunque aún no se ha despertado.

¿Minoo?

Es Rebecka, que la llama.

¿Minoo?

Minoo aprieta el paso. Empieza a correr siguiendo el arroyo. Debe encontrar a Rebecka. Pero sus pies se hunden todo el rato en la tierra húmeda. Un poco más a cada paso.

¡Minoo!

Está atrapada, no puede seguir adelante.

Y allí, en el agua, ve a Rebecka. Está tumbada boca arriba con un camisón blanco y el largo pelo rojizo flotando alrededor del pálido rostro. Está mirando al cielo y tiene la boca abierta, como en éxtasis. Lleva en una mano una guirnalda de flores de tonos tan intensos que parecen sobrenaturales en contraste con las negras aguas.

Es Ofelia ahogada.

—Tú no eres Rebecka —dice Minoo enfadada y decepcionada a un tiempo.

Rebecka la mira. Es la cara de Rebecka. El cuerpo de Rebecka. La voz de Rebecka. Y aun así, no lo es.

El arroyo murmura a su alrededor, pero ella flota impasible en medio de la corriente. Habla, pero no mueve la boca.

La mujer que posó para este cuadro se llamaba Elizabeth Siddal. Después contrajo una grave enfermedad. Solían mantener caliente el agua de su bañera con velas, para que no se enfriara. Pero un día, las velas se apagaron. El artista no reparó en ello, tan absorto en su trabajo como estaba. Y la pequeña Lizzie no dijo nada. Sufrió en silencio. Todo para que él pudiera cumplir su visión. Tiene su precio que te reduzcan a una imagen para que la disfrute otro.

En algún punto de la realidad, llaman al timbre, pero Minoo se aferra convulsamente al sueño.

—¿De qué hablas?

Creía que tu superpoder residía en tu cerebro, Minoo. Tienes que despertarte ya. Tienes que ser valiente y verte a ti misma como te ven los demás. Y tienes que relajarte.

El sueño se disipa y, de repente, está despierta. Vuelve a sonar el timbre.

El padre de Minoo está sin afeitar y tiene las ojeras marcadas. Anna-Karin nota que le huele el aliento a café cuando le dice que no está seguro de que Minoo se haya despertado.

Anna-Karin piensa que quizá debería haber esperado una hora más antes de venir. Pero tiene que hacerlo antes de que la abandone el valor.

El padre de Minoo la invita a pasar. No es que esté exageradamente limpio, pero todo parece ordenado. El padre grita mirando hacia el piso de arriba y le dice que tiene visita.

—¡Ya voy! —responde Minoo.

Anna-Karin se quita el abrigo y lo sigue hasta el salón.

—¿Quieres tomar algo? ¿Café? ¿Té? ¿Leche? ¿Agua?

—No, gracias —murmura Anna-Karin contemplando la habitación, que es muy luminosa.

Los muebles parecen caros. Cuatro estanterías llenas de libros con un mueble para el televisor cubren una de las paredes. En el resto hay arte de verdad, no las copias de siempre adquiridas en Ikea ni los cuadritos con refranes bordados que tanto le gustan a la madre de Anna-Karin. «En la intimidad del hogar, cada cual hace su libre voluntad», «Hogar, dulce hogar», «Sol en ventana, sol en el alma». Por toda la casa. Como si tratara de convencerse a sí misma. Anna-Karin siente un escalofrío de vergüenza al imaginar lo que pensaría el padre de Minoo si viera esos cuadritos.

Se ve la gran cocina de muebles blancos y el suelo de madera oscura. La puerta del despacho está entreabierta y dentro, sobre el escritorio, hay un portátil flamante junto a una taza de café que aún humea. Y más estanterías llenas de libros.

¿Cuántos libros se pueden tener en casa?, piensa Anna-Karin. ¿Y cómo tienen tiempo de leerlos todos? ¿Es posible?

Detiene la vista en un cuadro que no representa nada, es solo un montón de colores y formas. Sabe que su madre se reiría de él y diría que cualquier niño de cinco años sería capaz de pintar algo así. Pero a Anna-Karin le gusta.

—Soy Erik Falk —se presenta el padre de Minoo dándole la mano.

Anna-Karin se da cuenta de que lleva un rato mirando como una tonta. Le estrecha la mano y lo mira a la cara una décima de segundo.

—Anna-Karin Nieminen —dice con un hilo de voz. Le parece formal y extraño que se hayan presentado con el apellido—. Minoo y yo estamos en el mismo curso. Vamos a hacer un trabajo juntas.

—¿Es lo de la obra de teatro?

Anna-Karin no tiene ni idea de lo que le habla. Abre y cierra la boca como un pez fuera del agua. Y así es, más o menos, como se siente en esa casa.

—Minoo comentó que ensayabais los sábados.

—Exacto —responde Anna-Karin, y comprende que ha estado a punto de estropearle a Minoo la coartada para los encuentros en el parque—. Aunque hoy vamos a estudiar química —dice con la esperanza de que el padre de Minoo no siga preguntando.

Por fin se oyen pasos en la escalera y Minoo aparece en el umbral. Lleva el pelo negro recogido en una cola y aún tiene los ojos un poco hinchados por el sueño.

—Hola —dice sin poder ocultar la sorpresa.

—Bueno, qué, ¿nos ponemos con la química? —pregunta Anna-Karin.

Minoo cae enseguida.

—Sí, vamos a mi cuarto.

Anna-Karin se hace una idea totalmente distinta de Minoo al ver la naturalidad con la que se mueve por esas habitaciones. Como si no fuera nada extraordinario vivir en una casa tan grande rodeada de objetos tan bonitos.

Recorren el largo pasillo del piso de arriba. Hay una puerta entreabierta y Anna-Karin atisba un cuarto de baño con un viejo plano de Engelsfors en la pared. La bañera es profunda y con patas. Ahí fue donde atacaron a Minoo.

La invita a pasar a su cuarto y cierra la puerta.

El papel de las paredes es de rayas amarillas y blancas y realza los tonos cálidos del suelo barnizado. La colcha roja está puesta sobre la cama de cualquier manera y en la mesilla de Minoo hay un grueso volumen de arte. Las estanterías están llenas de libros en hileras perfectas, seguramente, por orden alfabético.

Todo el caos de la habitación de Minoo se concentra en el gran escritorio que hay delante de la ventana. Pilas de libros y de cuadernos que amenazan con ahogar un portátil cerrado.

—Así que no es Gustaf —dice Anna-Karin.

—Por lo menos, no el verdadero —responde Minoo—. Quiero decir… Él no sabe que tiene un doble maligno.

Anna-Karin se dirige a la cama y se sienta en el borde.

—Me alegro de que no sea Gustaf —dice—. Aunque eso signifique que seguimos sin saber quién lo hizo.

Minoo se sienta a su lado. Espera.

Anna-Karin no sabe por dónde empezar. Finalmente, respira hondo y empieza con lo que le parece más importante.

—Perdón —se disculpa—. Perdón por haber estado desaparecida.

Mira a Minoo de reojo. Sus ojos oscuros la miran muy serios.

Anna-Karin siempre le ha tenido a Minoo un poco de miedo. Muy a menudo, parece seria, casi enfadada. Uno puede sentir en todo el cuerpo cuándo Minoo se impacienta, cuándo piensa que eres lento o pueril, o cuándo te equivocas. Y con esa mirada láser…

—Sabes lo del accidente, cuando ardió el cobertizo, ¿verdad? —comienza Anna-Karin—. Pues no fue un accidente.

No se lo cuenta todo. Tal y como se lo contó a Nicolaus. Empieza con el incendio y omite el episodio de Jari y lo de su madre. A pesar de todo, le resulta difícil confesarlo, sobre todo el hecho de que no se resistiera al principio, de que casi le diera la bienvenida a la muerte.

Cuando llega a la parte del abuelo, empieza a llorar otra vez. Se seca enseguida las lágrimas con el reverso de la mano. No quiere que Minoo crea que se ha puesto a llorar para ganarse su simpatía.

—¿Por qué no habías dicho nada hasta ahora? —pregunta Minoo al fin.

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