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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (2 page)

BOOK: El círculo
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Oliver Winshaw iba a cumplir noventa años.

Era un apacible y elegante anciano conocido por todos. Cuando se instaló en aquella pintoresca pequeña ciudad universitaria, le pusieron el mote de el Inglés. Aquello fue antes de que sus compatriotas se abatieran como una bandada de saltamontes sobre todo edificio antiguo de la región susceptible de ser restaurado, momento en el cual su sobrenombre quedó un tanto diluido. A aquellas alturas era uno más entre los cientos de compatriotas instalados en la comarca, aunque con la crisis económica, los ingleses se iban marchando uno tras otro hacia otros lugares de destino más atractivos desde el punto de vista económico, como Croacia o Andalucía, de modo que Oliver se preguntaba si viviría el tiempo suficiente para volver a ser el único inglés de Marsac.

En el estanque de los nenúfares,

La sombra sin rostro se desliza,

Con la enjuta y taciturna cara afilada,

Cual filo de hoja perfectamente aguzada.

Paró de nuevo.

Música… Le parecía oír música por encima del regular bisbiseo de la lluvia y los incesantes ecos de la tormenta que se respondían de una punta a otra del cielo. No podía ser Christine, desde luego, porque dormía desde hacía rato. Sí, venía de afuera. Era música clásica…

Oliver esbozó una mueca reprobatoria. El volumen debía de estar al máximo para que él lo oyera hasta en su despacho a pesar de la tormenta y de la ventana cerrada. Trató de concentrarse en su poema, pero no hubo manera.

Irritado con aquella condenada música, dirigió de nuevo la mirada a la ventana. El resplandor de los relámpagos atravesaba las persianas. Por las ranuras percibía los cordones de agua que formaba la lluvia. La tormenta parecía concentrar su furia sobre la pequeña ciudad, encerrándola en un caparazón líquido, aislándola del resto del mundo.

Corrió la silla y se levantó.

Fue hasta la ventana y separó las láminas de las persianas para mirar la calle. El arroyo central se desbordaba sobre los adoquines. Por encima de los tejados, la noche estaba estriada por unos finos rayos que parecían seguir el trazado de luminiscentes sismógrafos.

En la casa de enfrente había luz en las ventanas. Quizá celebraban una fiesta. Aquella vivienda, una casa de ciudad con un jardín al lado, separada de la calle y protegida de las miradas por un elevado muro, la ocupaba una mujer soltera. Era profesora del instituto de Marsac, guapa, delgada, de pelo oscuro y elegante porte, por encima de los treinta años. A Oliver le habría gustado si hubiera tenido cuarenta años menos. Algunas veces la espiaba discretamente cuando tomaba el sol en verano en la hamaca, al abrigo de las miradas —con excepción de la suya, puesto que el jardín se encontraba justo debajo de la ventana de su despacho, al otro lado de la calle y de la pared—. Allí ocurría algo raro. Los cuatro niveles de la casa estaban iluminados y la puerta de entrada, que daba a la calle, permanecía abierta, con el reluciente umbral mojado resaltado por un farolillo.

Detrás de las ventanas no veía, sin embargo, a nadie.

Por el lado, las puertas vidrieras que comunicaban el salón con el jardín, abiertas de par en par, se bamboleaban con el viento, y la inclinación de la lluvia era tan acusada que seguramente debía de estar mojando el suelo del interior de la casa. Oliver la veía rebotar en las losas de la terraza y doblegar la hierba del césped.

La música debía de provenir sin duda de allí… Sintió que se le aceleraba el pulso mientras desplazaba, despacio, la mirada hacia la piscina.

Medía once metros por siete. Estaba rodeada de una franja de losas pardas y tenía un trampolín.

Experimentó una sombría excitación, esa que lo embarga a uno cuando algo fuera de lo habitual interrumpe la rutina diaria, una rutina que, a su edad, constituía lo esencial de la existencia de Oliver. Escrutó el jardín en torno a la piscina. Al fondo empezaba el bosque de Marsac, con sus 2.700 hectáreas de árboles y senderos. Por ese lado no había pared, ni siquiera una verja, solo un compacto muro de verdor. La caseta, una pequeña construcción de hormigón mucho más reciente que lo demás, se elevaba al otro extremo de la piscina, a la derecha.

Centró la atención en la piscina. Su superficie se rizaba ligeramente, batida por el chaparrón. Oliver entornó los ojos. Primero se preguntó qué veía. Luego comprendió que había varias muñecas que se balanceaban encima del agua. Sí, eso era… Pese a saber que eran tan solo muñecas, sintió que lo recorría un inexplicable escalofrío. Oliver y su esposa habían ido una vez a tomar café a casa de su vecina de enfrente. La esposa francesa de Winshaw, que había ejercido como psicóloga antes de jubilarse, tenía una teoría sobre aquella profusión de muñecas en la casa de una mujer sola de más de treinta años. Al volver, le había explicado a su marido que su vecina era probablemente una «mujer niña» y él le había preguntado a qué se refería con eso. Entonces había empleado expresiones como «inmadura», «que elude las responsabilidades», «solo se preocupa por su placer personal», «víctima de un trauma afectivo»… Oliver se había batido en retirada: siempre había preferido los poetas a los psicólogos. En todo caso, no comprendía qué hacían aquellas muñecas en la piscina.

«Debería llamar a los gendarmes —pensó—. Pero ¿para decirles qué? ¿Que hay unas muñecas flotando en la piscina?». Entonces tomó en cuenta algo más. Aquello no era normal… Toda la casa iluminada, sin que se viera a nadie, y aquellas muñecas… ¿Dónde se había metido la dueña de la casa?

Oliver Winshaw hizo girar la manecilla de la falleba y abrió la ventana. Una oleada de humedad se coló en la habitación. Con la cara azotada por la lluvia, parpadeó observando la extraña escena compuesta por las caras de plástico de estática mirada.

Para entonces, distinguía perfectamente la música. La había oído ya, aunque no se trataba de Mozart, su músico preferido.

¿Qué representaba aquel montaje, por todos los demonios?

Un relámpago hendió la noche, seguido del ensordecedor restallido de un trueno. El ruido hizo temblar los cristales. Como la brutal irrupción de un proyector, el rayo le reveló que había alguien sentado en el borde de la piscina, con las piernas del pantalón sumergidas en el agua. Al principio había pasado inadvertido porque lo engullía la sombra del gran árbol del centro del jardín. Era un hombre joven… Contemplaba, inclinado, la marea flotante de las muñecas. Aun situado a unos quince metros, Oliver adivinó su mirada perdida, extraviada, y su boca abierta.

El pecho de Oliver Winshaw no era ya más que una cámara de resonancia en la que golpeaba, como un endiablado percusionista, su corazón. ¿Qué estaba pasando allí? Se precipitó hacia el teléfono y lo descolgó con violencia.

2
RAYMOND

—Anelka es un inútil —dijo Pujol.

Vincent Espérandieu miró a su colega preguntándose si su crítica se debía a las malas actuaciones del delantero o a sus orígenes y al hecho de que provenía de una barriada popular del extrarradio parisino. A Pujol no le gustaban nada esas barriadas, y menos aún sus habitantes.

Espérandieu debía reconocer, no obstante, que por una vez Pujol tenía razón. Anelka era un cero a la izquierda, un desastre. Como el resto del equipo, por otra parte. Aquel primer partido había sido un tormento. Al único que parecía darle igual era a Martin. Espérandieu volvió la mirada hacia él y sonrió. Estaba seguro de que su jefe ignoraba hasta el nombre del seleccionador sobre el que toda Francia venía vertiendo copiosos abucheos e injurias desde hacía meses.

—Domenech es un perdedor de mierda —añadió Pujol en ese momento, como si su cerebro hubiera captado los pensamientos de Vincent—. Si en 2006 llegamos a la final, fue porque Zidane y los otros se pusieron a dirigir el equipo.

Como nadie le negó la razón al respecto, el policía se abrió paso entre el gentío para ir a buscar más cervezas. El bar estaba repleto. Era el 11 de junio de 2010, día inaugural con los primeros partidos del Mundial de Fútbol de Sudáfrica. En ese momento transmitían en la televisión Uruguay-Francia, con un resultado de empate a cero en el descanso. Vincent observó una vez más a su jefe. La mirada de este, fija en la pantalla, estaba, no obstante, extraviada. El comandante Martin Servaz no veía en realidad el partido, solo lo fingía y su ayudante lo sabía.

Servaz no solo no veía el partido, sino que se preguntaba qué diantre hacía allí.

Había querido complacer a su grupo de investigación acompañándolos. Hacía semanas que el Mundial de Fútbol acaparaba casi todas las conversaciones en el departamento de investigación. Oyendo los comentarios sobre la forma de los jugadores, los calamitosos partidos amistosos —como la humillante derrota contra China—, las decisiones tomadas por el seleccionador o el excesivo precio del hotel, Servaz se planteaba si les habría llegado a causar más inquietud la perspectiva de una tercera guerra mundial. Tras llegar a la conclusión de que seguramente no, se dijo esperanzado que quizá los delincuentes harían lo mismo y que los índices de criminalidad bajarían tal vez por sí solos sin necesidad de que nadie interviniera.

Cogió el vaso de cerveza fría que Pujol acababa de dejarle delante y se lo acercó a los labios. El partido se había reanudado en el televisor. Los hombrecillos de azul se afanaban con la misma estéril energía que antes; corrían de una punta a otra del campo sin que Servaz encontrara la menor lógica a sus desplazamientos. Aun sin ser un especialista, le daba la impresión de que los delanteros actuaban con especial torpeza. Había leído en alguna parte que los gastos de desplazamiento y alojamiento de ese equipo le iban a costar más de un millón de euros a la Federación Francesa de Fútbol. Le picaba la curiosidad saber de dónde sacaba esta sus ingresos y si él mismo iba a tener que poner una participación de su bolsillo. Pese a ser contribuyentes puntillosos por lo general, sus vecinos parecían en cambio menos preocupados por dicha cuestión que por la ausencia crónica de resultados. Servaz intentó de todas formas interesarse por lo que ocurría en la pantalla, pero del aparato surgía de continuo un desagradable zumbido, como el de un gigantesco enjambre. Le habían explicado que era el ruido producido por los millares de trompetas de los espectadores sudafricanos presentes en el estadio. Él no entendía cómo podían producir y, sobre todo, soportar tamaño estrépito, cuando incluso allí, atenuado por los micros y los filtros de la técnica, el sonido resultaba particularmente exasperante.

De repente, las luces del bar vacilaron y un coro unánime de exclamaciones brotó cuando la imagen de la pantalla se contrajo y desapareció para volver a aparecer enseguida. Era la tormenta, que se arremolinaba sobre Toulouse como un revoloteo de cuervos. Servaz esbozó una sonrisa imaginando a todo el mundo sumido en la oscuridad y privado del partido.

Su pensamiento distraído derivó, sin precaverlo, hacia una zona familiar pero peligrosa. Hacía dieciocho meses que Julian Hirtmann no daba señales de vida… Dieciocho meses ya, pero no transcurría ni un día sin que el policía pensara en él. El suizo se había escapado del instituto Wargnier durante el invierno de 2008-2009, tan solo unos días después de que Servaz lo hubiera ido a visitar en su celda. En el curso de aquella entrevista, había descubierto con estupefacción que el antiguo fiscal de Ginebra y él tenían una pasión en común: la música de Mahler. Y después, uno de ellos había vivido la evasión… y el otro la avalancha.

«Dieciocho meses», pensó. Quinientos cuarenta días con sus correspondientes noches en el curso de las cuales había sufrido un número incalculable de veces la misma pesadilla. La avalancha… Estaba sepultado en un ataúd de nieve y de hielo, y empezaba a faltarle el aire mientras el frío le entumecía cada vez más los miembros, cuando por fin una sonda lo tocaba y alguien se ponía a retirar con ímpetu la nieve encima de él. Entonces percibía una luz cegadora en la cara, una bocanada de aire fresco que aspiraba con fruición, con la boca abierta, y en la abertura aparecía enmarcada una cara. Era la de Hirtmann… El suizo estallaba en risas, decía «Adiós, Martin» y volvía a tapar el agujero…

Exceptuando algunas variantes, el sueño se acababa siempre más o menos de la misma forma.

En la realidad, había salido con vida del alud, pero en sus pesadillas, moría. Y en cierta manera, una parte de él había muerto allá arriba aquella noche.

¿Qué haría Hirtmann en ese preciso instante? ¿Dónde estaría? Servaz evocó con un escalofrío aquel paisaje nevado, majestuoso hasta lo inimaginable… Las vertiginosas cumbres que protegían un valle perdido… El edificio de recias murallas… El ruido de los cerrojos que resonaba en los pasillos desiertos… Y luego la última puerta detrás de la cual se elevaba una música familiar: Gustav Mahler, el compositor preferido de Servaz… y también de Julian Hirtmann.

—Ya era hora —dijo Pujol a su lado.

Servaz dedicó un somero vistazo a la pantalla. Un jugador abandonaba el campo y otro lo sustituía. Creyó comprender que se trataba del tal Anelka. Miró la esquina de arriba de la pantalla: minuto 71 y el marcador seguía 0-0. A ello se debía sin duda la tensión que reinaba en el bar. A su lado, un gordo individuo que debía de pesar unos ciento treinta kilos y que sudaba copiosamente bajo una barba pelirroja le dio un golpecito en el hombro como si fueran amigos íntimos, antes de exhalarle su aliento impregnado de alcohol a la cara.

—Si yo fuera el seleccionador, les daría una buena patada en el culo para que espabilen un poco esos mamones. Joder, si no son capaces de moverse ni siquiera para un Mundial.

Servaz se preguntó si su vecino debía de moverse mucho, como no fuera para llegar hasta allí o ir a buscar paquetes de cerveza a la tienda de la esquina.

También se preguntó por qué no le gustaba ver deporte por la tele. ¿Sería porque, a diferencia de él, su exmujer, Alexandra, no se perdía ni un partido de su equipo favorito? Habían formado durante siete años una pareja de la que Servaz siempre había pensado, desde el primer día, que no iba a durar mucho. A pesar de ello, se habían casado y habían aguantado siete años. Aún no sabía cómo habían podido tardar tanto tiempo en reconocer lo evidente: que pegaban tanto como un talibán y una libertina. ¿Qué quedaba para entonces de su unión, aparte de una hija de dieciocho años? De su hija estaba orgulloso, con todo. Sí, estaba orgulloso. Aunque no se hubiera acostumbrado todavía a su aspecto, a sus
piercings
y a sus cortes de pelo, Margot seguía sus pasos, no los de su madre. Como a él, le agradaba leer, y, como él, se había matriculado en los
prépa
—cursos preuniversitarios— literarios más prestigiosos de la región, en Marsac. Allí acudían los mejores estudiantes en un radio de más cien kilómetros a la redonda, desde Montpellier y Burdeos incluso.

BOOK: El círculo
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