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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (7 page)

BOOK: El círculo
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—¿Te has quedado sentado?

—No. Las vidrieras del jardín estaban abiertas y la lluvia entraba en la casa. He salido por allí.

—¿No te has preguntado dónde te encontrabas?

—He reconocido la casa.

—¿Ya habías ido allí?

—Sí.

—O sea que has reconocido el lugar. ¿Ibas a menudo?

—Bastante.

—¿Qué significa «bastante»? ¿Cuántas veces?

—No me acuerdo…

—Procura recordarlo.

—No sé… puede que diez… o veinte…

—¿Por qué ibas a verla tan a menudo? ¿Y por qué la llamabas tanto por teléfono? ¿Acaso la señorita Diemar recibía de esta manera en su casa a todos los alumnos de Marsac?

—No, no creo.

—¿Entonces por qué a ti? ¿De qué hablabais?

—De lo que escribo.

—¿Cómo?

—Estoy escribiendo una novela. Le había hablado de ello a Clai… a la señorita Diemar. Estaba muy interesada y me había pedido si podía leer lo que escribía. Hablábamos a menudo de eso. Por teléfono también.

Un escalofrío asaltó a Servaz mientras observaba a Hugo. También él había emprendido la redacción de una novela cuando era alumno en Marsac. La gran novela moderna… El glorioso sueño de todo aprendiz de escritor… La que dejaría admirados a editores y lectores. Era la historia de un hombre tetrapléjico que solo vivía a través del pensamiento, pero cuya vida interior, intensa y exuberante como una selva tropical, era mucho más rica que la de la mayoría de la gente. Había parado el día después de que se suicidara su padre.

—¿La llamabas Claire? —preguntó.

—Sí —reconoció, tras un breve titubeo.

—¿Cuál era la naturaleza de vuestras relaciones?

—Se lo acabo de decir. A ella le interesaba lo que yo escribía.

—¿Te daba consejos de escritura?

—Sí.

—¿Encontraba bueno tu trabajo?

Las pupilas de Hugo relumbraron con un destello de orgullo.

—Ella decía… decía que hacía mucho que no había leído algo así.

—¿Puedo saber el título?

Viéndolo dudar, Servaz se puso en su lugar. El joven escritor no tenía seguramente ningún deseo de confiar ese tipo de cosas a un desconocido.

—Se titula
El círculo
.

A Servaz le dieron ganas de preguntar de qué iba, pero se reprimió. Sentía una profunda y creciente perplejidad y también un movimiento de empatía con respecto al joven. No se quería engañar. Sabía que era porque le recordaba a la persona que él había sido veintitrés años atrás. Y quizá también porque era el hijo de Marianne. Aun así, se preguntaba si era posible que hubiera matado a la única persona capaz de comprender y apreciar su trabajo.

—Volvamos a lo que has hecho a continuación, después del jardín.

—He entrado en la casa. La he llamado y he mirado por todas partes.

—¿No se te ha ocurrido llamar a la policía en ese momento?

—No.

—¿Y después?

—He subido; he mirado en todas las habitaciones, una por una… Hasta el cuarto de baño… Y allí… la he visto. La nuez de Adán le subió en el cuello.

—Me ha entrado el pánico… No sabía qué hacer. He intentado sacarle la cabeza del agua, le he dado varias bofetadas para despertarla, he gritado… He intentado deshacer los nudos, pero había demasiados. Estaban muy apretados y no podía, y se habían hinchado con el agua. Enseguida he comprendido que era demasiado tarde…

—¿Dices que has intentado reanimarla?

—Sí, eso es lo que he hecho.

—¿Y la linterna? —Servaz se percató del imperceptible aleteo de los párpados de Hugo—. ¿Has visto la linterna que tenía encendida en la boca, no?

—Sí, claro…

—Entonces, ¿por qué no has intentado… retirarla?

Hugo vaciló un momento.

—No sé… seguramente porque…

—…

—Porque me repugnaba meterle los dedos en la boca…

—¿Quieres decir en la boca de una muerta?

Servaz vio que Hugo abatía los hombros.

—Sí. No. No solo por eso. En la boca de Claire…

—¿Y antes? ¿Qué ha ocurrido antes? ¿Qué quieres decir con eso de que te has despertado en casa de Claire Diemar?

—Exactamente eso. He recobrado el conocimiento en el comedor.

—¿Quieres decir que habías perdido el conocimiento?

—Sí… Bueno, supongo… Ya he explicado todo eso a sus colegas.

—Explícamelo a mí. ¿Qué hacías en el momento en que has perdido el conocimiento, lo recuerdas?

—No… en realidad no… No estoy seguro. Hay una especie de… de laguna…

—¿Una laguna en tu agenda de actividades?

Servaz se percató de que Bécker lo miraba a él y no a Hugo. La mirada del gendarme era elocuente. También advirtió que Hugo acusaba el golpe. Era lo bastante inteligente para comprender que aquella laguna no era beneficiosa para él.

—Sí —concedió a desgana.

—¿Qué es lo último que recuerdas?

—Lo último es cuando estaba en el Dubliners con unos amigos. Servaz tomaba notas en taquigrafía. No se fiaba de la
webcam
, ni de los aparatos en general.

—¿El Dubliners?

Conocía ese sitio. Ese pub existía ya en su época. Servaz y sus amigos se pasaban horas allí.

—Sí.

—¿Qué hacíais allí? ¿Qué hora era?

—Veíamos el partido inaugural del Mundial de Fútbol, esperando el de Francia.

—¿Esperando? ¿Quieres decir que no recuerdas haber visto jugar a Uruguay contra Francia?

—No… puede que sí… Ya no sé qué he hecho en el transcurso de la velada. Aunque parezca raro, no sé cuánto tiempo ha durado… ni en qué momento preciso me he desmayado.

—¿Crees que te han golpeado? ¿Es eso?

—No, no creo. Lo he comprobado… no tengo ningún chichón y tampoco me duele la cabeza. Cuando me he despertado, sin embargo, me sentía grogui, con la impresión de tener una neblina…

Se estaba hundiendo. A medida que hablaba, se daba cuenta de que todo apuntaba hacia él.

—¿Crees que te han drogado?

—Sí, es posible.

—Lo comprobaremos. ¿Dónde? ¿En el pub?

—¡No lo sé!

Servaz cruzó una mirada con Bécker. Este transmitía sin ambigüedad la sentencia: culpable.

—Entiendo. Puede que te vuelva a la memoria. Si fuera el caso, no dudes en hablarme de ello. Es importante.

Hugo sacudió la cabeza con amargura.

—No soy idiota.

—Tengo una última pregunta. ¿Te gusta el fútbol?

—Sí, ¿por qué? —contestó, sorprendido.

—Se te va a enfriar el café —dijo Servaz—. Tómatelo. La noche será probablemente larga.

★ ★ ★

—Una mujer sola en una casa sin haber echado el cerrojo —señaló Samira.

—Y ninguna señal de que hayan forzado la puerta —abundó Espérandieu.

—Ella debió de abrirle. Al fin y al cabo, era su alumno y no tenía motivos para desconfiar de él. Él mismo ha dicho que ya había estado allí. Y la había llamado dieciocho veces durante las dos semanas anteriores… ¿Para hablar de libros? ¡Bobadas!

—Es él —dictaminó Vincent.

Servaz se volvió hacia Samira, que confirmó su opinión inclinando la cabeza.

—Estoy de acuerdo. Lo han detenido en casa de la víctima. Y no hay ninguna huella de la presencia de otro individuo. No hay nada, en ningún sitio, ni la menor prueba de que una tercera persona haya estado allí. Sus huellas, en cambio, están por todas partes. La prueba de alcoholemia ha revelado que tenía 0,85 gramos de alcohol en la sangre. El análisis nos dirá si había tomado también estupefacientes, cosa probable en vista del estado en el que lo han encontrado, y en qué cantidades. Los gendarmes aseguran que, cuando lo han detenido, tenía las pupilas dilatadas y estaba totalmente postrado.

—Él mismo dice que lo han drogado —señaló Servaz.

—Sí, claro… ¿Y quién ha sido? Han encontrado su coche aparcado un poco más allá. ¿No ha sido entonces él quien lo conducía? Admitiendo que hubiera sido otra persona, dice que se ha despertado en la casa. ¿Eso quiere decir que el verdadero asesino se habría arriesgado a sacar a Hugo del coche y cargar con él hasta la casa de Claire? ¿Sin ser visto? ¡Eso no se lo cree nadie! Hay varias casas que dan a la calle, tres de ellas adosadas delante de la de la víctima.

—Todo el mundo estaba viendo el fútbol —objetó Servaz—, incluso nosotros.

—No todo el mundo. El viejo de delante sí lo vio.

—Pero no lo vio llegar, precisamente. Nadie lo vio entrar. ¿Por qué se habría quedado allí esperando a que fueran a buscarlo si había sido el autor?

—Tú conoces las estadísticas tan bien como nosotros —contestó Samira—. En un quince por ciento de los casos, el autor de un crimen se entrega él mismo a las fuerzas del orden; en un cinco por ciento avisa a otra persona que avisa a la policía y en un treinta y ocho por ciento espera calmadamente en el escenario del crimen la llegada de la policía sabiendo que algún testigo les habrá avisado. Eso es lo que ha hecho el chico. En realidad, casi dos terceras partes de los casos se resuelven en las primeras horas gracias a la actitud del criminal.

Servaz conocía, en efecto, esas cifras.

—Sí, pero después no aseguran que son inocentes.

—Estaba drogado. Cuando ha empezado a despejarse, ha tomado conciencia de lo que había hecho y de lo que tenía alrededor —dijo Espérandieu—. Simplemente trata de salvar el pellejo.

—Lo único que cabe plantearse ahora —añadió Samira— es saber si la agresión era premeditada.

Los dos ayudantes lo observaban, aguardando una reacción.

—También hay que tener en cuenta que el asesinato se ha presentado con toda una escenografía que se sale de lo común, ¿no? —replicó Servaz—. Las cuerdas, la linterna, las muñecas… son detalles que no corresponden a un crimen ordinario. Habría que evitar las conclusiones precipitadas.

—El chico estaba drogado —insistió Samira, encogiéndose de hombros—. Seguro que ha tenido una crisis delirante. No sería la primera vez que un drogata comete una chifladura por el estilo… Ese chaval no me parece limpio. Además, todo lo acusa a él. Joder, jefe… en cualquier otra circunstancia, llegaría a las mismas conclusiones que nosotros.

—¿A qué te refieres con eso? —replicó.

—Usted mismo ha dicho que conocía a su madre. Y ha sido ella la que ha llamado pidiendo ayuda, si no me equivoco.

Servaz acusó con irritación el sobreentendido. Aun así, seguía convencido de que algo no encajaba. «La puesta en escena, la linterna, las muñecas… —pensó—. Y también la cronología de los hechos…». Había algo raro en la elección del momento. Si el chico había perdido la razón, ¿por qué precisamente esa noche en que todo el mundo veía la televisión?

¿Era el azar, una coincidencia? En los dieciséis años que llevaba en la profesión, Servaz había aprendido a borrar esa palabra de su vocabulario. A Hugo le gustaba el fútbol. ¿Acaso iba a elegir esa noche para matar a alguien una persona que disfruta viendo deporte en la tele? Solo lo haría si quería sustraerse a la atención general. Hugo, sin embargo, se había quedado allí mismo y se había dejado sorprender sin tomar medida alguna para esconderse.

—Esta investigación ha terminado antes de haber empezado —concluyó Samira chascando los dedos.

—No del todo —disintió Servaz—. Volved allá y comprobad si los técnicos han examinado bien el coche de Hugo. Pedidles que le apliquen cianocrilato.

Le habría gustado disponer de una cabina para analizar al milímetro el interior y el exterior del coche, una cabina de pintura parecida a la que utilizaban para las carrocerías, equipada para hacer evaporar, calentándolo, el cianocrilato. Los vapores de esta sustancia, una especie de Super Glue, reaccionan en contacto con la grasa depositada por los dedos, haciendo visibles las huellas, que adquieren un color blanco. Por desgracia, no había ninguna cabina de esa clase disponible en más de quinientos kilómetros a la redonda, y no cabía ni soñar en que un honesto artesano les prestara la suya para sus experimentos. Los técnicos debían conformarse, por consiguiente, con recurrir a unos difusores portátiles llamados
cyano shots
. De todas maneras, lo más probable era que la violencia del aguacero hubiera limpiado la carrocería.

—A continuación, interrogad a los vecinos. Recorred todas las casas de la calle, una por una.

—¿Hacer una labor de vecindario… a esta hora? ¡Pero si son las dos de la mañana!

—Pues sacadlos de la cama. Quiero una respuesta antes de que volvamos a Toulouse. Si alguien ha visto algo, oído algo, reparado en algo, esta noche o los días anteriores, algo que hubiera parecido raro, algo fuera de lo habitual, lo que sea… incluso si no guarda relación con lo que ha ocurrido esta noche.

»¡A trabajar! —ordenó, afrontando sus miradas de incredulidad.

7
MARGOT

Habían circulado entre las colinas. Era septiembre y aún hacía calor. El verano seguía desplegado a su alrededor y, como el aire acondicionado no funcionaba, Servaz había bajado las ventanillas. Había puesto un disco de Mahler y se sentía de excelente humor. No solo hacía un tiempo espléndido y viajaba en compañía de su hija, sino que la llevaba a un lugar que conocía bien, aunque hacía mucho que no había vuelto allí.

Mientras conducía, se había acordado de la alumna mediocre que había sido Margot en primaria. Después había pasado la crisis de la adolescencia. Todavía entonces, con sus
piercings
, sus tintes estrafalarios y sus cazadoras de cuero, su hija no tenía en absoluto el aspecto de una de las primeras de la clase. Ahora, no obstante, pese a su indumentaria
punkie
, Margot sacaba muy buenas notas. Los cursos de
prépa
de Marsac eran, además, los mejores de la región y los más exigentes. Para ser admitido en ellos había que tener un nivel excelente. El mismo Servaz lo había conseguido veintitrés años atrás, por la época en que aspiraba a ser escritor. En lugar de ello, había acabado siendo policía. Esa mañana, conduciendo a través del paisaje estival, se sentía henchido de un orgullo que lo inflaba como una pompa de jabón.

—Es muy bonita esta zona —había dicho Margot, quitándose los cascos de las orejas.

Servaz había lanzado una breve ojeada en derredor. La carretera serpenteaba a través de verdes colinas, risueños bosques y dorados trigales. Cuando reducía velocidad para doblar una curva, oían los trinos de los pájaros y el chirrido de los insectos.

—Un poco tristón, ¿no?

—Hombre… ¿Y cómo es Marsac?

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