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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (37 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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Sara alzó la mirada. A unos quince metros de distancia distinguió a un hombre bajo, muy ancho de hombros, con unos brazos tan grotescamente largos que le llegaban hasta las rodillas. Un sombrero stetson le cubría parcialmente la cara; aun así no conseguía ocultar sus rasgos simiescos de extraordinaria fealdad. Sara contempló, casi hipnotizada, los movimientos del hombre. Cojeaba al andar, bamboleándose levemente, como un autómata inestable. No había en él ninguna gracia, ni el menor atisbo de elegancia. De pronto el hombre levantó la cabeza y atrapó con sus ojos la mirada de Sara.

—¡Me ha visto! —Sara clavó la vista en el mantel, las mejillas ardientes de rubor—. ¡Dios mío, me ha pillado espiándole!

—Que más da, cariño. Con ese aspecto debe de estar acostumbrado a que le miren.

—Pero es un pobre tullido. No está bien mirarle como si fuera una atracción de feria. Qué vergüenza...

Sara continuó comiendo en silencio, concentrada exclusivamente en su plato.

—Ya no está —dijo al cabo de un rato Teresa.

—¿Qué?

—Tu amigo, el hombre-mono. Se ha ido.

Sara inspeccionó de reojo la plaza y suspiró con alivio. Permitió que su cuerpo se relajara sobre la silla.

—Vaya día...

—¿Cómo va lo del piso? —preguntó Teresa, cambiando de tema.

—Como siempre. El banco me presiona para que venda. Y yo digo que no. Ellos amenazan con pleitear, y yo me dejo una fortuna en abogados.

—¿Cuánto te ofrece el banco? —Mucho.

—¿Y qué dice Tomás? —Que venda —suspiró Sara.

—Pues véndeles el piso, cariño. Es enorme, no necesitas tanto espacio. Además es viejo y feo.

—No digas eso. Nací en ese piso, ¿sabes? Toda la vida he vivido en él. Me gusta.

—Pues pleitear con un banco no te va a gustar nada. —Teresa dejó el tenedor sobre el plato y se recostó en su asiento—. Ay, Sara, Sara... Eres una romántica. Y éstos no son buenos tiempos para el romanticismo.

Sara apoyó los codos sobre la mesa y unió las manos. Con cansancio apoyó la barbilla sobre los dedos entrelazados.

—He puesto un anuncio en el periódico. Alquilando una habitación.

Teresa se inclinó hacia delante.

—¿Vas a meter a un extraño en tu casa? ¡Estás loca!

—¿Qué quieres que haga? Necesito dinero para pagar a los abogados. Y el sueldo no me llega.

— ¿Se lo has dicho a Tomás? —Sara negó con la cabeza—.

Pues díselo. Pídele prestado.

—Tomás no tiene dinero. Y no quiero preocuparle, ya tiene bastante con sacar la oposición.

—Pero, Sara, por Dios, ¡alquilar una habitación...!

Sara cerró los ojos.

—Es todo tan difícil, Teresa. Hay siempre tantas complicaciones, tantos problemas...

Una repentina brisa hizo ondear los manteles sobre las mesas; el torbellino de polvo que se formó en el centro de la plaza giró y giró, como un derviche fantasmal.

Sara volvió a la oficina y allí permaneció sumida en su trabajo, la mente ausente y la memoria dormida, desgranando pantallas de ordenador como cuentas de un rosario electrónico. A las seis recogió su mesa y apagó la terminal. Salió a la carrera del despacho, bajó en ascensor y cruzó el portal. Irrumpió en la calle respirando hondo, como el buceador que surge del interior de las aguas y busca el aire con voracidad primigenia.

El metro estaba atestado. Sara avanzó por entre los cuerpos apretados hasta encontrar refugio en un rincón del vagón. Sacó del bolso el libro que estaba leyendo,
Viaje en busca del doctor Livingstone al centro del África
, de Henry Stanley. Lo abrió por el lugar adecuado y comenzó a leer.

«En aquel sitio, las profundas aguas del Gombé se deslizan entre dos orillas sinuosas, atravesando varios bosquecillos para reaparecer después; el río y sus orillas ofrecen allí un aspecto tan pintoresco, tan tranquilo y apacible, que decidí tomar un baño...»

Alguien, un hombre sudoroso y anónimo, se había situado muy cerca de ella. Con voz jadeante le susurraba palabras obscenas.

«... iba a introducirme en sus aguas con los brazos extendidos y las manos unidas. Pero de repente un cuerpo enorme, cortando las ondas como una flecha, se detuvo en el sitio en que iba a zambullirme...»

Todo había desaparecido ya; el vagón, el metro, los olores, el cerdo lujurioso que babeaba su pasión procaz... Todo irreal. Lo único auténtico eran los paisajes africanos, las pieles talladas en ébano, los oscuros rituales.

«Al otro día, por la mañana, mis guerreros se untaron el cuerpo con cierto ungüento mágico, compuesto de harina de sorgho mezclada con jugo de una yerba preciosa, cuyas virtudes conocen únicamente los hechiceros indígenas...»

Estuvo a punto de pasar de largo por su estación. Logró salir del vagón en el último momento, luchando contra los cuerpos arracimados y estáticos. Guardó el libro en su bolso y buscó las señales y los túneles que habrían de conducirla a la superficie, camino de su cita en el bufete.

El abogado tardó más de media hora en recibirla, y cuando lo hizo no fue para darle buenas noticias. El banco había presentado los informes de tres arquitectos atestiguando que el edificio donde se encontraba el piso de Sara tenía graves problemas estructurales, lo que, por razones de segundad, hacía imprescindible una reforma en profundidad. El banco correría con el ochenta y siete por ciento del coste de las obras. Pero Sara, como propietaria de una octava parte del edificio, debería aportar el trece por ciento restante.

—Y eso ¿cuanto dinero supone? —preguntó Sara. El abogado cogió su calculadora y efectuó unas rápidas operaciones.

—Aproximadamente doce millones.

—¡¿Doce millones?! —Sara se quedó sin aliento—. Es mucho dinero... Tendré que hipotecar la casa...

—Usted no lo entiende, Sara. —El abogado movió la cabeza de un lado a otro, como un padre dispuesto a corregir la ignorancia de su hijo—. No está pleiteando contra un banco, sino contra una institución. Contra el sistema. Mire, el banco quiere hacerse con la propiedad del edificio, para derribarlo y construir allí su sede central. Ha invertido ya mucho dinero y no está dispuesto a perderlo. —Hizo una pausa—. Supongo que ha oído hablar de la solidaridad gremial: ningún otro banco le va a hacer préstamo alguno. ¿Puede conseguir ese dinero de otra forma? —Sara negó con la cabeza—. Entonces le explicaré lo que va a pasar. El banco llevará adelante las obras y luego le exigirá a usted el dinero judicialmente. No podrá pagar y le embargarán el piso. ¿Está claro? Usted perderá su vivienda haga lo que haga. Mi consejo es que acepte la oferta del banco y, con el mucho dinero que le ofrecen, se compra otro piso donde quiera. Sara meditó unos instantes. —Supongo que todo eso —dijo al fin—, las obras, el juicio...

Será un proceso lento, ¿no?

—Un año y medio. Quizá dos.

—Es mucho tiempo. —Sara adoptó una expresión decidida—. No venderé mi piso. Si es necesario ir a juicio, adelante. Quizás, entretanto, consiga el dinero.

—Eso es confiar en un milagro. —Una sonrisa escéptica flotaba en los labios del abogado.

Sara cogió su bolso y se puso en pie.

—¿No cree en los milagros?

—No, Sara. —El hombre suspiró—. Creo en los bancos.

Eran casi las ocho cuando Sara llegó a su casa. El sol del atardecer atravesaba los grandes ventanales curvados, bañando de oro las paredes blancas, derramándose como un líquido brillante sobre el parqué barnizado.

Sara fue al dormitorio y se quitó la ropa, dejándola pulcramente colgada en un armario que olía a membrillo y naftalina. Luego se dirigió al cuarto de baño y, tras despojarse de la ropa interior, se dio una ducha muy caliente, casi abrasadora, como si el agua ardiendo pudiera limpiarla de todas las miserias del día.

Mientras se secaba con una gran toalla de felpa azul, Sara contempló su imagen en el espejo. La cara redonda, aniñada, enmarcada por una corta melena de pelo moreno, ahora húmedo y revuelto. Los ojos castaños, pequeños y apagados, y aquellos rasgos suavemente desvaídos. Dejó de secarse. Miró sus pechos, generosos y firmes... Aunque... ¿No estaban un poco mas caídos? ¿No parecía algo flácida la carne, allí, sobre los pezones? Inspiró hondo y contuvo el aliento durante unos segundos, hinchando el tórax. Soltó de golpe el aire. En verano cumpliría veintiocho años. Parecía más joven, es verdad, pero lo cierto es que ya llevaba veintiocho años hollando la faz de la Tierra. Veintiocho años viviendo en aquel mismo piso.

Veintiocho años esperando.

Pero ¿esperando qué?

Cerró los ojos y continuó secándose. No quería pensar en esas cosas, no quería deprimirse y acabar llorando, sin saber por qué, como otras veces.

Se puso unos viejos pantalones vaqueros y una camiseta negra, adornada con un gran dibujo de Bart Simpson. Pensó en llamar a Tomás. Pero Tomás estudiaba hasta muy tarde, y no quería distraerle. Además, siempre contestaba el teléfono su madre, una mujer triste y quejosa que tras una débil apariencia ocultaba un tenaz, y en ocasiones tiránico, carácter.

No, Sara no estaba de humor para enredarse en una interminable charla, rebosante de lamentaciones, con la madre de Tomás. Así que sacó de su bolso el libro de aventuras africanas y fue a sentarse a la terraza. Contempló el sol, ya muy bajo, casi rozando el horizonte de tejados y antenas. Abrió el libro y comenzó a leer.

«Al salir del bosque, penetramos en una selva poco espesa, donde se elevaban numerosos hormigueros como otras tantas dunas...»

Sonó el timbre de la puerta.

¿Quién podría ser? No esperaba a nadie, aunque quizá Tomás había decidido hacerle una visita sorpresa... A veces actuaba así, cuando la cabeza le dolía de tanto memorizar leyes y artículos. Sara corrió al recibidor y abrió la puerta.

Se quedó helada, paralizada. En el descansillo, de pie frente a ella, el hombre monstruoso y tullido que había visto en la plaza la miraba con seriedad. Su primer impulso fue cerrar la puerta, pero se contuvo. El hombre estaba inmóvil, a una prudente distancia de ella, en actitud relajada y tranquila.

—¿Qué desea? —No pudo evitar que sus palabras sonaran recelosas.

—¿Sara Aludel? —Sara asintió. La voz del hombre era inconcebiblemente ronca, pero también amable—. Discúlpeme, señorita Aludel. Sé que mi aspecto suele inquietar a la gente. Pero le aseguro que soy inofensivo y que mi presencia aquí obedece sólo a razones profesionales.

Sara volvió a notar, como horas antes en la plaza, que sus mejillas enrojecían. «Feo no es lo mismo que malo», pensó. Intentó relajarse.

—Perdone, es que no esperaba visitas... —De pronto una idea le vino a la cabeza. ¿Razones profesionales? Frunció el ceño—. Ah, ya. Trabaja usted para el banco. El hombre parpadeó, confuso.

—No trabajo para ningún banco. Esta mañana fui a visitarla a su trabajo. Dijeron que estaba comiendo. Me acerqué al restaurante, pero la vi acompañada y no quise molestarla. Vengo por el anuncio del periódico. —¿Cómo...? —El anuncio. Dice que alquila una habitación. Y aparece su nombre, junto a esta dirección.

—Pero el anuncio todavía no ha salido...

El hombre le tendió el diario que llevaba en la mano. Sara lo cogió. Estaba abierto por la sección de anuncios por palabras. Había uno rodeado por un trazo de rotulador rojo. Su anuncio.

—Es extraño, no tenía que aparecer hasta mañana. —Miró al hombre y sonrió por primera vez—. Lo siento, debo parecerle una tonta. Verá, lo cierto es que pensaba alquilar la habitación a una chica, no a un hombre...

—Oh, no, no, no. No es para mí. —El hombre frunció levemente la nariz, y su cara, más que nunca, se asemejó a la de un mono—. Verá, soy el secretario personal de un distinguido caballero, un notable intelectual y filántropo, que desea discutir con usted un asunto relacionado con su habitación. —El hombre sacó del bolsillo interior de la americana una cartera de piel de avestruz. Extrajo de ella una tarjeta y se la tendió a Sara. Era un rectángulo de cartulina verde, con el dibujo de una flor, una orquídea, grabado en el extremo derecho. Y un nombre en el izquierdo:
Dr. Pétalo
. Al lado, un número de teléfono. Ninguna dirección. El hombre prosiguió—: Mi jefe, el doctor Pétalo, está extremadamente interesado en hablar con usted. Y le suplica que tenga la amabilidad de entrevistarse con él, mañana a las siete de la tarde, en la suite Frank Lloyd Wright del hotel Ritz.

—Pero... —Sara estaba perpleja—. No acabo de entenderlo. ¿Ese doctor quiere alquilar mi habitación?

—Créame —el hombre parecía afligido—, es difícil de explicar. El doctor lo hará mucho mejor que yo. Acuda mañana a la cita. Recuerde, suite Frank Lloyd Wright. A las siete. Le aseguro que no se arrepentirá. Buenas noches.

Tras inclinar la cabeza, aquel hombre extraño y deforme se alejó cojeando escaleras abajo.

Sara cerró lentamente la puerta y se dirigió pensativa hacia el salón. Ya era casi de noche; encendió la luz. De pronto se dio cuenta de que en la mano, junto a la tarjeta, todavía sostenía el periódico que le diera el hombre torcido. Lo dejó sobre la mesa de cristal mientras se sentaba en el sofá. Contempló la tarjeta; era un elegante trabajo de impresión. La orquídea, dibujada en suaves tonos pastel, tenía una apariencia extrañamente sensual; aunque, en fin, todas las orquídeas son así.

Doctor Pétalo... extraño nombre. Depositó la tarjeta sobre la mesa y se tumbó en el sofá.

Al parecer un caballero llamado Pétalo, alguien con suficiente dinero como para tener secretario personal y vivir en una suite del Ritz, quería alquilarle la habitación...

Absurdo. Lo más probable es que fuera una treta del banco. Aunque resultaba extraño que un banco se comportase de forma tan rara. Los bancos son poderosos, pero tediosamente previsibles. Por otra parte...

La luz le daba en los ojos. Sara estiró el brazo y la apagó. El salón quedó en penumbras.

Por otra parte, el tullido afirmaba que la había ido a buscar a su trabajo —ella misma le vio en el restaurante—; pero ¿cómo sabía dónde trabajaba? Además...

Sara dio un respingó y se incorporó bruscamente. Había algo luminoso moviéndose sobre la mesa. Encendió la luz e inspeccionó con precaución la superficie de vidrio, pero no encontró nada extraño en ella. No obstante, estaba segura de haber visto algo brillante moviéndose despacio... Sara apagó la luz de nuevo. Observó que lentamente una imagen se formaba encima de la tarjeta del doctor Pétalo. Se acercó y la escrutó con atención.

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