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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (40 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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El sábado por la noche se acostaron pronto. Sara se obligó a sí misma a hacer el amor con Tomás. Fue, como siempre, un acto cotidiano y previsible, sin excesiva pasión, pero con la precisa pericia de un rito muchas veces repetido.

Igual que la noche anterior, Sara tardó en conciliar el sueño. Pero esta vez sus pensamientos dejaron de girar caóticamente en torno a los acontecimientos del viernes, y pasaron a ocuparse del futuro inmediato. ¿Qué iba a hacer? ¿Olvidarlo todo, como aconsejaba la razón? ¿O hacer caso a su curiosidad y ponerse en contacto con el doctor Pétalo?

Giró la cabeza y observó, bajo la débil luz que se filtraba por la ventana, el rostro dormido de Tomás. Parecía un niño pequeño, alguien a quien proteger.

Sara cerró los ojos e intentó dormir. Aquella noche soñó que estaba con Dostigres, el secretario de Pétalo, en una fiesta de disfraces, y que juntos bailaban valses en la pista de un inmenso salón de espejos. Ella llevaba un traje dieciochesco, con una gran peluca blanca, y Dostigres un rojo uniforme de dragón del ejército francés. Tenía un aspecto ridículo.

Luego el salón de baile se convertía en el Pasillo Central, y Dostigres decía: «¿Qué prefieres, Sara? ¿Venderle todo el piso al banco, o sólo el salón y la terraza a Mansión?» Más tarde aparecía un gran conejo blanco con una chistera, y el sueño se volvía completamente absurdo.

El domingo por la mañana Sara y Tomás desayunaron en un bar cercano. Dieron un corto paseo hasta la boca del metro y allí se despidieron con un beso. Tomás preparaba la oposición durante toda la semana, incluyendo domingos, catorce horas al día, sin interrupción. Sólo se permitía descansar los viernes por la noche y los sábados. Desde hacía tres años, ésos eran los únicos momentos que Sara y Tomás tenían para estar juntos. Pero, claro, como decía Tomás, si fuera fácil convertirse en notario, nadie ganaría tanto dinero siéndolo.

Sara volvió a su casa y se recostó en la tumbona de mimbre que había en la terraza. Hacía una mañana magnífica. Sara cerró los ojos, permitiendo que su cuerpo se relajara bajo el calor radiante del sol, y poco a poco comenzó a ordenar sus pensamientos.

Primero buscó explicaciones racionales. Todo podía haber sido una alucinación, un sueño. Pero aún conservaba la tarjeta del doctor Pétalo, y eso era real.

Quizá se tratara de un engaño, de una ilusión... Aunque si así fuera, se trataría de una ilusión tan inconcebible que en sí misma constituiría un asombroso enigma.

Por último, quizá lo que le contó el doctor Pétalo fuera cierto... Y quizá Mansión existiese, y quizás el Pasillo Central condujera a un universo de prodigios y maravillas.

Y quizá Sara pudiera... quizá pudiera dejar de esperar.

Se incorporó sobre la tumbona. Durante unos minutos permaneció completamente inmóvil, intensamente concentrada. De pronto, frunció los labios, se levantó con aire decidido, atravesó el salón y corrió a la contigua sala de estar. Cogió la guía que había junto al teléfono y buscó un número. Lo encontró y marcó. Sonaron tres señales y una amable voz contestó al otro lado.

—Hotel Ritz, dígame.

—Quisiera hablar con uno de sus huéspedes, el doctor Pétalo —dijo Sara, conteniendo la respiración.

Una larga pausa.

—Lo siento, señorita —contestó la voz del conserje—. No se aloja con nosotros nadie llamado Pétalo.

—El viernes estaba allí. ¿No ha dejado alguna dirección, o un teléfono?

Sara escuchó, a través del aparato, el lejano y leve sonido de unas teclas de ordenador al ser pulsadas.

—Tampoco el viernes aparece registrado nadie con ese nombre —dijo el conserje tras una nueva pausa.

—Pero si yo le vi. Estaba en una habitación del piso séptimo. La suite Frank Lloyd Wright.

—Creo que hay una confusión, señorita. Disponemos de doce suites, pero ninguna se llama Frank Lloyd Wright. Además, el Ritz sólo tiene seis pisos.

Sara respiró profundamente. Notó que el vértigo volvía; esta vez, sin embargo, acompañado de un sentimiento de júbilo tan incongruente como embriagador.

Se disculpó con el conserje y colgó. Cogió la guía telefónica y volvió a consultarla: el apellido Pétalo no figuraba en ella. Dejó la guía a un lado. El doctor había dicho que le llamase, ésas fueron sus últimas palabras. Pero ¿a dónde?

En la tarjeta había un número de teléfono, por supuesto. No obstante, Lucas dijo que se trataba de un abonado inexistente, de una línea muerta... Sin embargo, las cosas que rodeaban a Pétalo parecían ser singularmente cambiantes. Buscó en su bolso y sacó la tarjeta. Contempló el número que aparecía en ella y descolgó el teléfono. Tragó saliva: la excitación se agitaba en la boca de su estómago como un hormiguero en ebullición.

Marcó. La señal de llamada sonó cuatro veces en el auricular, y luego, con un clic que congeló el corazón de la mujer, alguien descolgó.

—¡Querida Sara! ¡Cuánto me alegra que hayas decidido llamar! —La voz de Pétalo sonaba alegre y cercana. Sara permaneció inmóvil, muda, sin saber qué hacer o qué decir—. ¿Sara...? ¿Estás ahí?

—Sí... sí, doctor.

—No te oía. ¿Lo has meditado? ¿Deseas hacer la prueba y unirte temporalmente a Mansión?

—Yo... bueno, quisiera... me gustaría volver a hablar con usted.

—Claro, claro. Pero el teléfono no es un medio civilizado de conversar. ¿Te parece bien que nos veamos ahora mismo?

—Como desee... ¿Adonde debo ir?

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—Escucha, Sara —dijo por fin el doctor—, no quiero sobresaltarte, ni que pienses que estamos haciendo ostentaciones. Es una cuestión práctica, como pronto comprenderás. Cuelga el teléfono y ve al salón. Allí encontrarás algo nuevo. No te asustes; úsalo y podremos vernos.

Y el doctor Pétalo colgó. Sara depositó el auricular sobre el teléfono y miró con cierta aprensión hacia el salón. Se levantó y caminó hasta el umbral de la puerta. Inspeccionó la habitación con la mirada. Todo parecía en orden, no había nada anormal. Miró hacia la pared del fondo...

Y vio que había una nueva puerta en el salón.

Era una puerta normal, idéntica a las restantes de la casa. Pero en esa pared nunca antes había existido una puerta. Sara se acercó y la examinó. Era de madera lacada en blanco, con tiradores de bronce, como todas las demás. La tocó con precaución. Era real, estaba allí.

Por unos instantes Sara sintió el imperioso deseo de salir corriendo. Se mordió el labio inferior. «Es esto lo que deseas, ¿no?» Llevó la mano al pomo de la puerta y lo giró. ¿Y si detrás se encontraba el aterrador Pasillo Central? Cerró los ojos mientras abría la puerta.

Respiró hondo, parpadeó. Y miró.

Y sus ojos contemplaron la luz tamizada del atardecer sobre el mármol blanco, los reflejos violetas y rosados de las joyas incrustadas en la piedra labrada, los arabescos geométricos, los versículos del Corán en las paredes...

Sara cruzó el umbral y alzó la vista. Admiró maravillada la enorme cúpula color de hielo que, a setenta metros del suelo, se abría como un capullo en flor.

Había visto cientos de fotografías de aquel lugar. Estaba en el Taj Mahal, el palacio indio, en realidad un mausoleo, que construyera el sha Yahan para albergar el cadáver de su amada esposa Muntazi.

Sara miró hacia atrás y pudo ver, a través de la puerta, las familiares paredes de su salón, el radiante sol del mediodía arrancando destellos del parqué. Volvió a admirar el interior del Taj Mahal, tenuemente iluminado por la luz dorada del atardecer.

—Estamos aquí, Sara.

A unos doce metros de ella, junto a una gran ventana, se encontraban Pétalo y Dostigres. El doctor hacía señas con la mano mientras le dedicaba la más afable de sus sonrisas. Sara se acercó. Pétalo le indicó con un ademán que tomase asiento junto a él, en una pequeña silla de tijera. Dostigres, de pie junto al doctor, la saludó con una inclinación de cabeza.

—Estoy feliz de volver a verte, Sara —dijo Pétalo—. Nos hemos tomado la libertad de conectar tu salón con el Taj Mahal. Pensamos que podría gustarte.

—¿Es el Taj Mahal de verdad? —murmuró Sara, contemplando asombrada, a través de la ventana, el estanque rectangular flanqueado por filas de cipreses.

—Por supuesto. —Los ojos de Pétalo parecían chispear—. Es el Taj Mahal de 1653, el año de su terminación. Hace mucho tiempo que forma parte de Mansión. Cuando Yahan supo que el palacio, formando parte de nuestra casa, existiría eternamente, no dudó en cederlo. Es un buen hombre, un romántico. Y alguien muy atormentado. Simpatizo con él.

—Doctor —Sara notaba el loco galopar de su corazón en el pecho—, estoy muy asustada. Por favor, explíquemelo. ¿Qué es todo esto? ¿Qué es Mansión?

—Tranquilízate, niña. No hay motivo para tener miedo, créeme. ¿Qué es Mansión...? —Pétalo se reclinó en su asiento—. Una casa, un sitio donde vivir. Mi hogar. Pero eso no te aclara nada, ¿verdad? Mira, el núcleo de Mansión es el Pasillo Central, tú ya lo conoces. ¿Dónde está el Pasillo Central? Eso es difícil de explicar. Desde luego no en Barcelona. Ni en la Tierra. Ni en ningún lugar del universo. Digamos que se encuentra en una realidad lateral, en una dimensión distinta, con diferente espacio y diferente tiempo. Muy cerca y muy lejos de todas partes. —Carraspeó—. Todas las puertas que viste a ambos lados del Pasillo Central conducen a las diferentes estancias de Mansión. Esas estancias se encontraban originalmente dispersas, muy separadas entre sí, tanto en la distancia como en el tiempo. Bien, pues Mansión pliega el espacio y conecta esos lugares con el Pasillo Central mediante las Puertas.

—Pero ¿de qué modo lo hace? ¿Teleportación, transmisión de materia...? ¿Cómo?

—Eso no importa, querida niña. —Pétalo rió—. Lo sustancial es que lo hace. ¿Cómo? Eso carece de interés. Pero quizá quieras saber el porqué... —Sara movió afirmativamente la cabeza. Pétalo prosiguió—: A lo largo de la historia los seres inteligentes han construido edificios. Algunos de ellos son lugares maravillosos. Recintos que provocan emociones intensas. Arquitecturas privilegiadas que sintetizan los secretos más íntimos del gran arte. Obras magníficas, eternas, que sin embargo están destinadas a desaparecer. Porque todo es efímero, y la piedra se hunde, el acero se quiebra, el cemento se fractura, la entropía se alza triunfante. El sol se convierte en una nova y, finalmente, el universo se colapsa. Nada permanece. Y el gran arte se pierde irremisiblemente. —Se encogió de hombros—. Por eso existe Mansión, para preservar la belleza y la alegría, los lugares encantados y las construcciones fabulosas.

—Preservarlas, ¿cómo? —Sara sacudió la cabeza—. No lo entiendo. Mansión se... se conecta a un lugar. Pero no se lo lleva. Quiero decir que éste es el Taj Mahal de Mansión, ¿no? Pero el Taj Mahal sigue existiendo en la India, y está lleno de turistas, y... bueno, este lugar parece nuevo. Pero el Taj Mahal está deteriorado por el tiempo...

—Ah, tienes razón. ¿Cómo te lo explicaría? —Pétalo retorció, pensativo, un extremo de su bigote—. Verás, supongamos que finalmente nos vendes tu terraza. Bien, quedaría definitivamente unida a Mansión. Unida en el espacio, y también en el tiempo. Porque no sólo escogemos un edificio, sino también un momento de ese edificio. Esto quiere decir que, en Mansión, tu terraza sería la terraza de Sara... en primavera. Y siempre sería primavera en la terraza de Sara. Es decir que, en el momento de la conexión, la terraza, por así decirlo, se dividiría en dos: una terraza seguiría en tu tiempo normal, y acabaría desapareciendo, junto con el edificio, la Tierra y el universo, y la otra terraza existiría en el tiempo de Mansión. Para siempre.

—¿Quién construyó Mansión? ¿Usted?

La risa de Pétalo fue un revoloteo de palomas negras.

—Ah, niña, no quieras saberlo todo a la vez. Ve poco a poco.

Sara bajó la mirada y meditó unos instantes.

—¿Es usted un ser humano, doctor? —preguntó.

La risa de Pétalo rompió de nuevo el silencio de mármol.

—¡Claro que soy humano, querida! Nací en Italia. —Se abrió de brazos con gesto de franqueza—. Dostigres también es humano. Y compatriota tuyo; nació en España. ¿No es cierto, mi buen amigo?

—Así es, doctor. —La ronca voz de Dostigres se oyó por primera vez.

Sara asintió. Permanecieron en silencio unos segundos.

—Doctor —dijo por fin Sara—, ¿cuánto piensa pagarme por mi terraza?

—¿Te refieres a dinero? —Los ojos de Pétalo mostraron un leve desconsuelo—. Lo siento, querida, pero en Mansión no usamos dinero. La retribución que pensaba ofrecerte es de otra clase.

Sara se apartó un mechón de pelo que le caía sobre los ojos.

—Verá, doctor: si no consigo doce millones de pesetas, perderé mi casa. —Se encogió de hombros—. Y no podré cederle la terraza.

—Oh... —El rostro de Pétalo se volvió inexpresivo—. Eso puede ser un problema. O no serlo. Ya veremos. —Sonrió—. Pero, ahora, déjame explicarte cuál será tu recompensa. En primer lugar, podrás deambular libremente por Mansión y disfrutar de sus recintos. Créeme, un breve recorrido por la casa puede ser una experiencia muy tonificante. En segundo lugar, y como ya te he dicho, el tiempo transcurre aquí de una forma distinta. Los ratos que pases en Mansión serán un tiempo extra que no habrá transcurrido en tu mundo. Cuando vuelvas a casa descubrirás que no ha pasado ni un segundo desde que entraste aquí.

—Por eso mi reloj se adelantó casi una hora en la suite del hotel...

—Exacto. —Pétalo se inclinó hacia Sara y la miró con seriedad—. Por último, querida niña, recuerda que en Mansión las cosas no se deterioran. Nada lo hace. Y los seres vivos no escapan a esa norma. ¿Comprendes? —Hizo una pausa—. El tiempo que pases en Mansión será realmente extra. Y si vives siempre en Mansión, vivirás para siempre.

Sara contuvo el aliento.

—¿Quiere decir que... que Mansión es una especie de Shangri-La? —¿Shangri-La? —Pétalo parpadeó desconcertado. —Shangri-La es un valle imaginario del Tíbet —intervino Dostigres—. Aparece en
Horizontes perdidos
, un novela del siglo veinte. Se supone que en Shangri-La nadie envejece.

—Oh —el doctor asintió—, pues sí. En ese sentido Mansión es como Shangri-La. —Sara experimentó cierta aprensión. ¿Cuántos años tenían Pétalo y Dostigres? De momento prefería no saberlo. El doctor se puso en pie—. Pero ahora, niña, lo mejor es que conozcas Mansión. Dostigres te enseñará como funciona todo. —Sara se levantó y estrechó la mano que le tendía el doctor—. Ah, querida, una cosa más. ¿Te gustaría cenar conmigo y con mis hijos? Quisiera presentarte a Betania y Yubal.

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