El Círculo de Jericó (4 page)

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Authors: César Mallorquí

BOOK: El Círculo de Jericó
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—No le haga caso —dijo sonriente—. El padre Kindelán es un hombre de firmes creencias. Está convencido de que el segundo Concilio Vaticano fue una conspiración protestante. Pero es buena persona, discúlpele.

Hice un gesto vago con la mano, como quitando importancia al asunto. Por unos segundos me distraje; había algo raro en aquel joven. Sus vestimentas eran inadecuadas para una excursión campestre, pero no se trataba de eso. Lo sorprendente era que su ropa estaba completamente impoluta. De hecho, ni siquiera había barro en sus zapatos. No obstante, el camino era un cenagal. Entonces, ¿cómo había llegado hasta el volcán?

—Su hija me ha dicho que Claudia se llama —dijo, sonriente, la anciana—. Muy bonito nombre, sí. Como Claudia Schiffer. Seguro que tan linda como ella será. —Se volvió hacia Susana, siempre amparando bajo su brazo a la niña—. ¿Cuántos años tiene? ¿Nueve?

—Diez —repuso mi mujer con una sonrisa.

—¡Oh, una damita ya es! Y tan encantadora... igual que madre suya, mis ojos claro lo ven. —De pronto comenzó a rebuscar en el interior de su enorme bolso—. Yo tengo una nietecita de misma edad. Vive en Sopron, en Hungría, con mi hija. —Encontró finalmente lo que andaba buscando: una vieja cartera de cuero. La abrió y le mostró a Susana y a Claudia la fotografía de una niña de ojos intensamente azules—. ¿Preciosa no es? Como una luminosa mañana de primavera, yo creo.

Y ahí estaban, mi mujer y mi hija, contemplando fotos domésticas y charlando con aquella anciana como si se conocieran de toda la vida. Suspiré, resignado, imaginando ya las consecuencias de tan insensata familiaridad: largos minutos de charla absurda sobre energía cósmica, fuerzas telúricas, metapsíquica... Y entonces ocurrió.

Primero fue una gota de agua cayendo sobre mi nariz. No me refiero a una gota normal, sino a una gota enorme, a la madre de todas las gotas.

Luego un trueno que sacudió el cráter con un estampido ensordecedor.

Las nubes, que yo creía lejanas, se amontonaban ahora sobre nuestras cabezas, como una avalancha de algodón grisáceo. El cielo se había oscurecido, convirtiendo la mañana en un anochecer.

Y entonces se desencadenó el diluvio. Una tromba de agua comenzó a caer sobre nosotros. Miré en derredor, buscando un lugar donde guarecernos. Pero no había cerca ningún árbol, y la ermita, además de estar cerrada, era demasiado pequeña para acogernos a todos en su interior.

—Vayamos a la casa —sugirió el hombre tatuado, señalando hacia el chalé que se alzaba en el borde del cráter.

Evidentemente era lo mejor que podíamos hacer, de modo que nos pusimos a correr por el sendero tapizado de piedra volcánica en busca de aquel providencial refugio.

Yo fui el primero en llegar, y no porque me encontrase particularmente en forma; lo que ocurría es que el resto del grupo, incluyendo a mi mujer y mi hija, se había demorado ayudando a subir la cuesta a la anciana húngara. Por unos instantes me sentí algo mezquino, pero luego el manto de lluvia que me calaba hasta los huesos impuso su lógica. En dos zancadas me encontré frente a la puerta. Llevé la mano al pomo e intenté girarlo. Imposible: una férrea cerradura bloqueaba el paso. Sacudí el pomo con energía y empujé la puerta con el hombro.

Todo en vano, aquella hoja de madera se mantenía firme como una roca.

—¿Puedo intentarlo yo? —dijo una voz a mi espalda. Me volví: era el hombre joven y elegante. —Está cerrada —musité. Pero me aparté a un lado, invitándole a probar fortuna con la cerradura.

El joven se adelantó, hizo un extraño gesto con la mano, algo así como el ademán ampuloso de un ilusionista, y sujetó el pomo con dos dedos. Luego, lentamente, lo hizo girar...

... y unos instantes después vi asombrado que la puerta se abría, acompañada por un suave lamento de óxido. —E voila..,!—dijo el joven, sonriente. Parpadeé asombrado.

—Pero, pero... —balbuceé—. ¿Cómo lo ha hecho...? Estaba hablándole al aire: el joven ya había entrado en la casa. Inmediatamente le siguieron la anciana, el sacerdote y todos los demás.

Me quedé unos instantes inmóvil bajo la lluvia (a fin de cuentas, ya no podía estar más mojado). Algo raro ocurría. Aquella gente, aparte de decir y hacer cosas notablemente extrañas, se comportaba con excesiva familiaridad. En cierto modo era como si nos hubieran estado esperando.

Sacudí la cabeza y entré en la casa. Me estaba dejando llevar por la imaginación. Lo más probable es que fueran un puñado de locos peligrosos, recién escapados de alguna institución psiquiátrica de alta seguridad. Se limitarían a asesinarnos y a devorar nuestros hígados, como siempre ocurre en las películas de terror cuando una familia sorprendida por la tormenta se refugia en una casa misteriosa.

Pero la casa no tenía nada de misterioso. Se trataba de un chalé moderno, con tres dormitorios, una cocina y un amplio salón. Parecía un refugio de montaña, frío y funcional.

—He encontrado toallas y mantas en un armario —dijo el joven del traje italiano, asomando la cabeza por la puerta de uno de los dormitorios.

—Quitarnos debemos todas ropas mojadas —dijo la anciana, con aire de abuela protectora—. Y secarnos. Si no, pulmonía.

Las mujeres fueron a uno de los dormitorios, mientras que los hombres, salvo el padre Kindelán, que se encerró en el cuarto de baño, permanecimos en el salón. Mientras nos desnudábamos y secábamos observé que la piel del hombre tatuado no sólo ostentaba dibujos en la frente. Todo su cuerpo, un cuerpo extremadamente musculoso, se hallaba cubierto por complejas geometrías: triángulos, espirales, círculos... como un lienzo vivo de Paul Klee.

Me di cuenta de que estaba contemplando de forma excesivamente descarada a aquel hombre-graffiti, así que aparté la mirada y me afané en anudar una sábana alrededor de mi cintura. Entonces observé algo desconcertante. El hombre joven se ocupaba en aquel momento de encender un fuego en la chimenea. No se había quitado la ropa.

No se la había quitado por la sencilla razón de que en su traje no había ni una gota de agua.

Lo cual era obviamente imposible, porque él, al igual que todos, había permanecido varios minutos bajo una lluvia torrencial. No obstante, mientras los demás estábamos empapados, él permanecía seco, como si acabara de dar un paseo bajo un sol radiante.

Y el barro no se adhería a sus zapatos. Y abría puertas cerradas.

Sinceramente, no sabía qué pensar acerca de todo aquello. Un cuarto de hora más tarde las damas salieron del dormitorio y, al poco, nos encontramos todos reunidos en el salón. A decir verdad, ofrecíamos un aspecto más bien estrafalario, cubiertos por sábanas y mantas, como romanos improvisados en una fiesta de disfraces.

Nuestras ropas estaban secándose, desperdigadas en torno a la chimenea. Entretanto, nos mirábamos en silencio, dirigiéndonos débiles sonrisas, un poco cohibidos por lo ridículo de nuestro aspecto. El hombre tatuado apartó la cortina de una de las ventanas.

—Continúa lloviendo —observó—. Casi parece una tormenta tropical.

Como si la tormenta hubiera querido enfatizar sus palabras, un trueno sacudió los muros de la casa.

—Hace un tiempo del demonio —comenté, por decir algo.

—No debería hablar así.

El padre Kindelán me miraba con ojos llenos de desaprobación. Pese a ir envuelto en una sábana de color rosa, conservaba íntegra su dignidad sacerdotal.

—¿ Qué he dicho ? —pregunté desconcertado.

—Hace mal en mencionar tan alegremente al demonio. —Bueno, sólo es una expresión...

—El demonio entra por las rendijas más pequeñas —sermoneó el cura—. Y Satán es algo más que una expresión.

Había algo en aquel hombre que me hacía sentir como un niño cogido en falta. Afortunadamente, la providencial intervención de la anciana me salvó de aquella situación incómoda. —Pero bueno, siendo estamos descorteses —dijo mientras se aproximaba a Claudia. Comenzó a acariciarle los húmedos cabellos, desenredándole el pelo con los dedos. Una bondadosa sonrisa afloró a su labios—: Muy descorteses. No nos hemos presentado. Bocsánat...! Que en mi idioma decir quiere perdón. Soy húngara, ¿ustedes saben? María Kádár es nombre mío. Aunque por madame Kádár en trabajo se me conoce. Pero ustedes llamarme a mí María, como amigos que ya son. —Hizo una pausa y suspiró—. Al padre Kindelán conocen ustedes. Es cura dominico y hombre testarudo donde los haya...

El padre Kindelán frunció el ceño y miró hacia otro lado. Aquel hombre terrible parecía desarmarse cada vez que la anciana se dirigía a él.

María Kádár siguió presentándonos a los restantes miembros del grupo. El tipo calvo, delgado y de voz profunda se llamaba Azarías Jerusalén; «Profesor Jerusalén», como señaló él mismo, con gravedad, sin especificar la naturaleza de su profesorado. El hombre tatuado resultó ser, para mi sorpresa, un misionero jesuíta. Se llamaba Joao Silveira y había nacido en la ciudad portuguesa de Sintra. La mujer menuda y el individuo de barba eran un matrimonio argentino. Se llamaban Isabel Boca-negra y Héctor Arauco.

—Doctor en medicina y psiquiatría por la Universidad Nacional de Lujan, en Buenos Aires —precisó el doctor Arauco, con suave acento porteño.

Sólo restaba por presentarse el joven de traje elegante, la única persona correctamente vestida que había en aquel salón.

—Mi nombre es Aníbal Zarko. Pero podéis llamarme El Gran Zarko.

Inesperadamente, hizo un amplio ademán y en sus manos aparecieron tres pelotas de colores. Comenzó a hacer malabarismos con ellas, manteniéndolas suspendidas en el aire. Y, súbitamente, ya no eran tres pelotas, sino seis. Y luego nueve. Y de repente... ninguna. Un truco, por supuesto, pero yo juraría que las pelotas se habían esfumado delante de mis ojos. En serio, vi cómo desaparecían...

—¡Es usted un prestidigitador! —dijo Susana, divertida.

—¡Un mago! —exclamó Claudia.

—Su hija tiene razón —repuso Zarko—. Prestidigitador viene de «presto», que significa rápido, y del latín digitus, dedos. Es decir, «dedos rápidos». Pero yo no utilizo mis dedos para crear ilusiones. Soy un mago: el Gran Zarko. —Llevó su mano derecha a la oreja de Claudia e hizo aparecer un ramillete de flores. Se lo entregó a la niña con una reverencia—. Para ti, Claudia, una dama bella y perspicaz que consigue ver la magia allí donde los demás sólo distinguen ilusión.

Claudia sonrió encantada y olió el pequeño bouquet. —Gracias —dijo—. ¿Hará más trucos? —Por supuesto, dulce dama. Por supuesto. Así que el tal Zarko era un ilusionista. Bueno, eso lo explicaba todo: la puerta abierta, el traje seco... ¿O no lo explicaba?

—Muy bien, muy bien. —Madame Kádár juntó las manos en un amago de aplauso. Clavó en mí su dulce mirada azul y prosiguió—: Ya sabemos nombres de todos. Esposa suya, Susana; hija suya, Claudia. Pero ¿y nombre suyo? Le dije como me llamaba. —Papá es escritor —añadió orgullosa Claudia. —¡Oh, escritor! —La cara de la anciana se llenó de admiración—. Hombre muy inteligente entonces. Con muchas ideas en la cabeza.

Supongo que esperaba un cierto grado de reconocimiento por parte de aquellas personas. Si no habían leído ninguna de mis novelas, al menos debían haber visto mi nombre en el escaparate de alguna librería. Pero se limitaron a sonreír amablemente sin hacer tan siquiera un simple comentario.

—No quisiera ser indiscreta —dijo de pronto Susana, siendo indiscreta—. Pero ustedes pertenecen... Quiero decir, ¿forman parte de un viaje organizado, de un club o algo así?

—¡Un club...! —exclamó alborozada madame Kádár—. ¡Quizá buena definición esa sea!

—Sólo somos un grupo de personas unidas por un interés común —dijo el padre Silveira.

—Nos preocupa la realidad —añadió Zarko. —¿La realidad? —preguntó Susana, genuinamente interesada—. Creo que no le entiendo...

—Oh, querida —los ojos de madame Kádár se entristecieron—; el mundo tan complicado es, tan extraño...

El padre Silveira carraspeó y frunció el ceño; los tatuajes de su frente ondularon como el lomo de una culebra.

—Las personas suelen creer que la realidad es inmutable. Piensan en ella como si fuera un río, fluyendo constantemente, avanzando, discurriendo de forma ordenada, sin sobresaltos. No se dan cuenta de que en un río también hay cataratas, remolinos, remansos, afluentes, lagos... La realidad, al igual que una corriente de agua, fluye al aire libre, pero también puede hacerlo bajo tierra, en la oscuridad.

—La realidad es cambiante —susurró Zarko, haciendo aparecer una cascada de pañuelos en sus manos.

—Ése es el objetivo de nuestro círculo —prosiguió el padre Silveira—: mantener estable la realidad.

A aquellas alturas, resultaba evidente que tendríamos que pasar un buen rato en compañía de aquellas personas. De modo que lo más oportuno era seguirles la corriente. Además, lo confieso, me habían intrigado. Oh, desde luego, no era gente muy cuerda, pero parecían inofensivos, incluso simpáticos.

—¿Y cómo lo hacen? —pregunté, vagamente divertido—. ¿Cómo mantienen estable la realidad?

—Bueno... —El padre Silveira hizo un gesto impreciso—. Hay ciertas fuerzas que contener, ciertos acontecimientos que enmendar. Hay que trazar esquemas —sonrió—, como los tatuajes de mi cuerpo.

El padre Kindelán dirigió una reprobadora mirada al jesuita y masculló algo entre dientes. «Tonterías paganas», creo que fueron sus palabras.

—La realidad es como un ovillo de lana —intervino el profesor Jerusalén—. Y mantener la realidad significa escoger la hebra más firme de la madeja y evitar que las demás hebras se mezclen con ella. La realidad es una cuestión de elección. —Clavó en mí su intensa mirada—. ¿Qué hubiese ocurrido si usted no llega a casarse con su esposa? Su vida sería distinta. Para empezar, Claudia no existiría.

Sonreí, me temo que con demasiada ironía. Aquel hombre se contradecía a sí mismo.

—De modo que es posible elegir —dije—. Sin embargo, antes, en el cráter, usted afirmó que todo estaba escrito. Eso es determinismo y, que yo sepa, el determinismo está reñido con el libre albedrío.

—Todo está escrito, en efecto —repuso tranquilamente el profesor Jerusalén—. Pero está escrito infinitas veces. Y cada uno de esos infinitos escritos es ligeramente distinto de los otros. Existen multitud de realidades posibles. Nosotros procuramos que una de ellas, sólo una, nuestra realidad, siga la línea principal del destino.

—Sí, sí —insistí—; de acuerdo. Pero todavía no lo entiendo; ¿cómo lo hacen?

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