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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (56 page)

BOOK: El círculo mágico
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Por petición expresa de tío Bernabé, ha llegado a Antioquía un hombre para trabajar en nuestra iglesia. Es un judío de la diáspora de la tribu de Benjamín que creció en el norte, en Cilicia. De joven estudió con el
rabh
Gamaliel en el templo de Jerusalén, de modo que tal vez lo conozcas. Se llama Saúl de Tarso y, madre, él es el problema. Temo que las cosas empeorarán si no lo impedimos.

Me apresuro a añadir desde el principio que Saúl de Tarso tiene muchas cualidades positivas: ha recibido una educación extraordinaria, no sólo en la Tora, la Misná y hebreo clásico, sino que también habla con fluidez latín, griego, púnico y arameo. Procede de una familia rica y respetable del sector textil, que ostenta la concesión principal para suministrar a las legiones romanas de la zona oriental esa tela áspera de pelo de cabra, el
cilicium,
que usan para confeccionar cualquier cosa, desde tiendas a zapatos. Como consecuencia de ello, la familia goza de ciudadanía romana hereditaria. Resulta obvio que las ventajas de relacionarse con Saúl de Tarso explican gran parte de la atracción de tío Bernabé por él.

Y de ahí proviene mi principal conflicto, madre. Porque Saúl de Tarso debe considerarse sobre todo un hombre de privilegio ya desde su nacimiento: rico, instruido, ciudadano romano y que ha viajado mucho. ¿Y a qué cosa se oponía más el Maestro por ser contraria al reino? En una palabra: al privilegio, y muy especialmente a este tipo de privilegio en concreto. Para subrayar el contraste tendré que ser más específico sobre las circunstancias que precedieron a la conversión de Saúl a nuestra orden, y observa que no digo «nuestra creencia» porque ese hombre posee una serie de creencias propias. Te aseguro que todo lo que voy a contarte lo he recogido de sus propios labios.

Mientras estudiaba con Gamaliel en Jerusalén, Saúl entró en contacto por primera vez con las diversas facciones activistas de la región (zelotes, sicarios, esenios) que luchan para liberarse del yugo romano. Y también estaba expuesto a aquellos que, como el primo del Maestro, el Bautista, habían incluso «vuelto a la naturaleza», vestían pieles como los hombres salvajes y subsistían a base de langostas y miel. En opinión de Saúl, los más infames de todos ellos eran el Maestro y sus seguidores.

Saúl, como hombre sofisticado de la cosmopolita Cilicia, sentía gran repugnancia por esos campesinos tan primitivos. Si bien era judío, ¿no gozaba del mayor honor en la tierra: la ciudadanía del Imperio romano, el único pasaporte al mundo civilizado? Consideraba que eran poco más que terroristas. Sus peticiones histéricas de libertad frente al dominio romano, tanto religioso como político, lo enfurecían hasta lo indecible. Por una mísera libertad que creían desear, eran implacables a la hora de enfrentar a los judíos provinciales contra el inmenso Imperio romano. Alguien tenía que detenerlos.

Saúl solicitó permiso a su profesor Gamahel para darles caza; quería conducirlos hasta el templo donde podrían juzgarlos por herejía, algo que la ley romana permitía, y lapidarlos. Pero Gamaliel le respondió que eso contravenía lo prescrito de forma expresa por la ley judía, tal como se había establecido en tiempos del abuelo de Gamaliel, el gran Hillel. Saúl abandonó sus estudios contrariado e invadido por la ira y trasladó su petición al
zador
nombrado por los romanos, Caifas, quien se alegró de contar con un nuevo miembro para su misión particular de colaborar con los romanos en la supresión de los agitadores que se opusieran a su gobierno. Saúl pronto demostró ser el candidato perfecto para esa persecución sanguinaria.

No te lo creerás cuando te lo diga, madre, pero Saúl de Tarso estaba entre los que gritaban pidiendo sangre en el exterior del palacio de Pilatos la noche en que juzgaron al Maestro. Poco después, Saúl volvía a estar ahí con la multitud que apedreó a nuestro compatriota Esteban hasta la muerte, aunque ahora afirma que no llegó a lanzar una sola piedra, sino que se limitaba a sujetar los mantos a los demás para que pudieran apuntar mejor. Ese hombre es un desaprensivo y la historia sobre su «conversión» es la más inverosímil de todas.

A pesar de sus muchos talentos, Saúl de Tarso posee un defecto físico grave. Está afectado por la enfermedad de las caídas, la afección de los cesares que los griegos denominan
epilepsia
(poseído por una fuerza exterior). Lo he visto con mis propios ojos y no fue nada agradable. Un momento estaba pronunciando un discurso con expresiva locuacidad y al siguiente yacía en el suelo soltando espumarajos, con los ojos desorbitados, mientras emitía un sonido gutural como si estuviera poseído por los demonios. Ha llegado el punto en que no quiere viajar sin su médico. En la historia de su conversión a las enseñanzas del Maestro, que es muy colorida, extraña e imposible de verificar, interviene este tipo de ataque. Saúl sostiene que poco después de lapidar a Esteban se encontraba de misión en Damasco para espiar a algunos de los nuestros por orden del sumo sacerdote Caifas. Pero cuando Saúl llegó a las puertas de la ciudad, sufrió uno de esos ataques. Cayó al suelo y quedó cegado por una luz brillante. Luego, oyó la voz del Maestro, que le preguntaba por qué lo perseguía.

Algunos de nuestros seguidores encontraron a Saúl en medio de la carretera y lo llevaron a la ciudad de Damasco, donde lo atendieron. Y aunque estuvo ciego unos cuantos días, por fin consiguieron devolverle la vista. Después de eso se adentró en la naturaleza y permaneció ahí varios años, pero se niega a comentar qué hacía.

Sin embargo, el resultado fue que al final se convenció a sí mismo de que había recibido una llamada personal del Maestro que le confería una perspicacia especial en exclusiva. De modo que se dirigió a Jerusalén para encontrarse con Santiago, el hermano del Maestro, y con Simón Pedro para anunciarles su intención de convertirse en líder de nuestra Iglesia, basado sólo en esa supuesta visión superior. Según tengo entendido, se lo quitaron de encima, así que habló con tío Bernabé como líder independiente de la iglesia del norte.

Lo que quiero decirte, madre, es que ese retazo de tela parece del tipo que sólo un tejedor excelente como Saúl de Tarso sería capaz de confeccionar. ¿Qué plan sería mejor que introducirse en el seno de la comunidad que uno está atacando? ¿Presentarse como un regalo milagroso y cruzar las puertas de Damasco como un caballo de Troya? ¡Conquistar como lo hace un gusano, desde el interior! ¿Cómo es posible que Bernabé se haya dejado engañar por un charlatán tan evidente o por un plan tan conspicuo?

Pero si eso fuera todo lo que ha hecho, no te escribiría esta carta. Es algo mucho peor y que considero muy mala señal. ¿Te acuerdas de que hace ocho o nueve años, poco después de la muerte del Maestro, Miriam de Magdala vino a instancias de José de Arimatea y nos pidió a cada uno que le relatáramos lo que recordábamos de la última semana del Maestro en la tierra? Aunque entonces era un niño, también tuve que contarle todo lo que sabía, lo que al parecer fue una suerte.

El año pasado recibí una carta de Miriam antes de que se marchara de Éfeso para unirse a su hermano y su hermana en la misión que han iniciado en Galia. En ella, Miriam me contó que había sellado muchos rollos con esos testimonios en cilindros de arcilla y los había remitido, a través de Santiago Zebedeo, a José de Arimatea en Britania. Al principio no comprendí el resto de su carta, pero cuando Saúl de Tarso reveló saber algo de esos documentos y empezó a preguntar sobre ellos, analicé con más detalle su significado.

Al final, Miriam recibió noticias de José en el sentido de que los documentos, junto con la información que había obtenido por su cuenta, le habían permitido formarse una idea mucho más fidedigna que a la muerte del Maestro. Aunque José ha decidido no comentarle los detalles de esa información hasta que llegue a tierras celtas, Miriam me comentó lo que José ya le había revelado: según parece, al hacer las veces de portador de agua en la cena de la última Pascua, yo oí o vi algo, o tal vez incluso lo hice, que permitió ampliar esa idea. Pero el secreto que no entendí hasta leer la carta de Miriam está relacionado con las últimas instrucciones que me dio el Maestro esa noche aciaga de hace exactamente diez años y en lo que esas directrices significaban en realidad.

Me dijo que fuera a la fuente de la Serpiente con un cántaro grande y que cuando los otros llegaran y me siguieran, pasara por la puerta Esenia y les condujera hasta nuestra casa en el monte Sión. Les había indicado que buscaran algo: que siguieran al portador de agua. Pero hasta que Miriam me lo indicó no me percaté de que el portador de agua es también una constelación, además del símbolo de la era mundial que sigue a ésta.

«Porque soy alfa y omega, el primero y el último», había dicho el Maestro. ¿Quería conectarse con el principio y el final del eón actual?

Esa pregunta me lleva de nuevo a Saúl de Tarso, madre. A pesar de que he vivido cerca de él durante casi un año, sigue siendo un enigma. Pero ahora tengo la impresión de que una clave ha salido a la luz: se ha cambiado el nombre de Saúl a Pablo. Algunos piensan que tan sólo está copiando la singularidad del Maestro de bautizar con motes a todos sus discípulos. En cambio yo creo que he descifrado la verdad. En realidad, tiene que ver con la pasión del Maestro por el significado oculto de los números: la
geomatria.
He calculado el significado oculto que puede haber dado lugar a tal cambio simbólico.

El valor numérico de Saúl en letras hebreas suma noventa, lo que equivale a la letra
tzaddi,
una letra que representa la constelación astrológica de Acuario. En la numerología hebrea, Pablo posee en cambio el valor de ciento diez,
qoph-yod,
que equivale al signo del pez y la virgen, es decir a la nueva era de Piscis y Virgo en la que acabamos de entrar.

En la numerología griega, el significado de las letras es muy parecido: Saulos, con el valor de novecientos uno, equivale a
Iakkhos
(Baco o Dioniso), el portador de agua que no nos trae esta era, sino la siguiente; mientras que Paulos, o setecientos ochenta y uno, simboliza por una parte a Sofía o Virgo y por la otra a
ophis,
la serpiente o animal marino, es decir, el pez. De ahí, madre, que a mi entender con ese cambio de nombre, de Saúl a Pablo, pretende anunciarse a sí mismo en lugar del Maestro como encarnación de la era entrante.

A:

Miriam de Magdala

en Massalia, provincia romana de Galia

De:

María Marcos

en Jerusalén, provincia romana de Jadea

Querida Miriam:

Me gustaría disculparme por el desorden de mi caligrafía y mis pensamientos. A pesar de que cada semana zarpa un barco de Jopa con destino a Massalia, sé que no tienes previsto permanecer en la costa de Galia mucho tiempo y que pronto te reunirás con el resto de tu familia en los Pirineos, de modo que me apresuro a remitirte esta carta de inmediato.

Te adjunto asimismo la carta que acabo de recibir de mi hijo. Como verás, me pide que no cuente sus palabras a nadie. Sin embargo su carta ha desencadenado en mí unos sentimientos de inquietud demasiado fuertes, Miriam.

Hay cosas que debería haberte relatado antes en tu calidad de apóstol o mensajero. Sin embargo, admito que esas cuestiones significaban poco para mí hasta que la reciente carta de Juan me llenó de recuerdos sobre acontecimientos que ocurrieron la última semana de la vida del Maestro. En concreto, lo que sucedió la última noche.

Como sin duda ya sabes gracias a los informes que has recibido de los demás, incluso antes de leer esta carta de Juan, la cena de la última Pascua a la que asistió el Maestro se celebró aquí, en mi residencia situada en la parte alta de la ciudad. Pero lo que quizá no sepa nadie, excepto yo, es la atención con la que el Maestro preparó en persona esa comida hasta el último detalle. Nos dio instrucciones muy precisas acerca de lo que quería en la habitación superior de mi hogar, donde había decidido que se celebrara la cena: algunas de sus disposiciones eran tan ostentosas que me sorprendieron. El Maestro no dejaba de insistir en que era de la máxima importancia que todo sucediera antes, durante y después de la cena tal y como había pedido. Después añadió, en estricta confidencia, que tras la cena esperaba retirarse a la cueva de la finca de José en Getsemaní para realizar un ritual de iniciación. Ahora eso adquiere una nueva importancia.

La noche de la cena, también a petición del Maestro, dispusimos que Rosa y mis criados prepararan la comida y llevaran los platos al piso de arriba, pero que para estar más en privado no pasaran de la puerta, sino que mi hijo Juan y yo sirviéramos a los invitados. Eso explica por qué tuve la fortuna de ver y oír todo lo que sucedió en esa más que destacada comida. Poco después lo escribí a modo de historia. Ahora, por primera vez, veo esa noche bajo una luz totalmente distinta. Puede que te sorprenda lo que voy a decirte, Miriam, pero al repasar las notas que tomé ese día me he percatado de que, aunque no estuviste presente, la mayoría de los acontecimientos que se produjeron durante esa extraña cena giraban en torno a ti.

Por supuesto, desde hace tiempo estoy convencida de que existe una explicación válida para que no se te pidiera que asistieras a lo que el Maestro sabía sin duda que iba a ser su última cena con sus discípulos. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que eras su discípulo elegido. Solía llamarte «alfa y omega», ¿no? Además, fuiste el primer testigo de su ascenso al seno de Dios tras su muerte. Pero a mi entender, Miriam, el factor decisivo es que mucho antes de la cena ya estabas iniciada en los misterios.

Sin duda recibiste muchos informes de esos acontecimientos por parte de los demás invitados, pero esos relatos pueden haber quedado teñidos por su propia participación, de modo que tal vez carezcan del punto crucial. De hecho, es posible que toda la comida y los eventos que la rodearon estuvieran diseñados por el Maestro a modo de prueba para los otros discípulos, como mi hijo especuló una vez, para averiguar cuáles de ellos iban a resultar grano y cuáles paja: es decir, quiénes demostrarían ser al final de esa velada y de la vida del Maestro merecedores de la transformación que siempre había ofrecido a los que superaran esas pruebas. Te he escrito la historia como un observador ajeno a ella. Quiero que juzgues por ti misma.

LA ULTIMA CENA

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