El Círculo Platónico (18 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: El Círculo Platónico
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—¿No pagó con tarjeta? —preguntó.

—Dijo que prefería pagar en efectivo —respondió el del
rent-a-car
—. Aunque no es lo usual, si deposita la fianza, que es dos veces el importe del alquiler, lo aceptamos. Las empresas pequeñas tenemos que hacer concesiones, la competencia de las grandes es muy fuerte. Comprenda usted, se trataba de un alquiler de tres semanas de dos automóviles de los caros, pagaban por adelantado y parecían responsables.

—¿Parecían?

—Sí, eran dos tipos bien vestidos, quizá extravagantemente modernos, como la mayoría de los italianos, con chaquetas de
sport
sobre camisas de lino blancas con faldones y zapatos caros sin calcetines.

Galán se asombró de la retentiva del interrogado. Seguro que era capaz de darle las marcas de los zapatos.

—¿Podría reconocerlos si los ve otra vez?

—Bueno… —el hombre pareció dudar—, creo que sí. Hace ya una semana y por la oficina pasan muchas personas, pero de estos me acordaría. Recuerdo más a uno que al otro. El primero fue el que habló, el segundo no abrió la boca. Tenía un acento italiano muy marcado. Había algo extraño en lo que decía. Al principio se expresaba con mucha dificultad, como si apenas conociera cuatro o cinco palabras de español. Sin embargo, en un momento de la conversación utilizó varios términos jurídicos que no me esperaba. No las uso nunca. Algo así como locación, rescisión…

—¿Cómo eran físicamente?

—El que habló era mayor, de unos cincuenta años. Delgado, pelo canoso y corto. Gafas de sol de las caras. Parecía un tipo con clase. El otro, más corpulento, de unos cuarenta, moreno, cara de pocos amigos. Piel oscura, podría pasar por griego o turco. El primero era el que llevaba la voz cantante. El segundo parecía su empleado, pero eso es sólo una opinión.

Galán escuchaba mientras repasaba las cláusulas del contrato. Trataba de exprimirlo al máximo.

—¿Por qué no rellenaron la casilla de domicilio en la isla? —preguntó.

—No es un dato muy importante. Casi nadie lo rellena y en este caso, como ya habían pagado, no me pareció relevante. Pero si lo que quiere saber es dónde se alojan, podría decírselo.

—¿Cómo es eso? —respondió el policía, interesado.

—El tipo callado llevaba una camisa blanca y en el bolsillo del pecho se transparentaba una llave de esas de hotel, de las que parecen tarjetas de crédito. Reconocí el logo del hotel
La dalia negra
. Es un hotelucho de citas y de gente rara, un lugar donde no se hacen muchas preguntas a los clientes. No es que yo me haya hospedado allí, pero ya sabe, en lugares turísticos, los que vivimos de esto conocemos el paisaje.

Galán se levantó raudo. Una sonrisa cruzaba su cara.


La dalia negra
…, Eliseo, lléveme a ese hotel.

—¿Ahora?

—Sí, ahora, tiene que volver al Puerto de la Cruz, ¿no es verdad? No se preocupe, iremos en su coche. Tengo entendido que no le gustan los vehículos policiales.

33

La Laguna, sábado. 04:40 horas.

Maruquita Perera, doña Maruca para los amigos, era toda una institución en La Laguna. Una institución y un misterio. Institución, porque prácticamente toda la población de la ciudad la conocía, ya fuera personalmente o de oídas. Y misterio, porque nadie sabía su edad, ni siquiera aproximadamente. Su mito de centenaria hacía tiempo que había quedado atrás a cambio de haber entrado por méritos propios en la categoría de leyenda.

A Maruquita le gustaba ver pasar a la gente a través de los visillos y celosías de la persiana de la amplia ventana del primer piso de su vivienda de la calle Anchieta, donde vivía. Sentada en su banco de obra adosado a la pared, al pie de la ventana —
¡qué invento!
, pensaba—, veía pasar la vida por debajo del alféizar como si de un cine se tratara. Cualquier vecino lagunero era consciente de que al pasar por el número 99 de la calle, las posibilidades de que Maruquita lo estuviese vigilando eran de un ciento veinte por ciento. Todos lo sabían, y salvo alguno que evitaba por ello aquel tramo de calle, seguían el juego propuesto por la anciana. Hacer como si no estuviera. Realmente, todos no. Don Adalberto Herrera, aquel hombre tan distinguido y bien vestido, el último caballero con sombrero de La Laguna, tenía la buena costumbre, cada vez que pasaba por debajo de su casa, de descubrirse un momento, sonreír, y seguir su camino. Se lo permitía porque era un señor, de aquellos que había a puñados en la ciudad cuando era jovencita.

A quien no se lo pasaba era a un guapito mozalbete sinvergüenza que en los últimos meses se dedicaba a hacer gestos grotescos delante de su casa. En una ocasión —
¡qué horror!
—, hasta hizo ademán de tocarse sus partes pudendas, en franca exhibición. Una llamada telefónica a determinada persona bastó para que aquel gañán no volviera a pasar por allí. Sin embargo, con el tiempo, Maruquita se dio cuenta de que lo echaba de menos, pero nunca se lo confesó a nadie, por supuesto. Y es que Maruquita era la tía abuela del alcalde, el bueno de Juanito Perdomo, y cuando llamaba a la centralita del Ayuntamiento, Candelaria o Vanessa, las telefonistas que contestaban, le daban los buenos días y le pasaban al momento con su sobrino-nieto. A pesar de que lo tenían prohibido, a veces se quedaban a escuchar las regañinas que la vieja le metía al jefe. Y es que aquella mujer no tenía pelos en la lengua. Por eso, en cierta manera, era temida por algunos. Sabía mucho de mucha gente, tal vez demasiado. Las malas lenguas, que siempre las hay, decían que la carrera política de Juanito se había visto impulsada por todos aquellos que estaban interesados en el silencio de doña Maruca. Y sus sucesivas reelecciones estaban en relación directa con los años de supervivencia de la buena mujer. Según su médico de cabecera, que la visitaba todas las semanas, disfrutaba de una mala salud de hierro, sin previsión de mejoría a corto plazo.

Doña Maruca, como muchas personas mayores, tenía el sueño ligero, y a pesar de que el dormitorio no daba a la calle, se despertó con el rumor de una conversación que provenía de fuera. La curiosidad podía más que cualquier otra consideración, por lo que, a pesar de la hora, optó por levantarse. Se puso la bata sobre el camisón, y sobre la bata la
mañanita
de lana —hacía frío y la casa, como tantas en La Laguna, no tenía calefacción—. Buscó a tientas con los pies las zapatillas y cuando las halló, lentamente, en silencio y en la oscuridad, se acercó a la ventana del salón que daba a la calle. Siempre dejaba la persiana entornada, con lo que sólo tuvo que asomarse al cristal para observar el panorama.

Dos jóvenes, un hombre y una mujer, observaban con detenimiento la cerradura de las enormes puertas que destacaban bajo el arco de medio punto de piedra negra de la pequeña Capilla de cruz de Moure. La exigua construcción se encontraba a su vez empotrada entre dos casas de la acera de enfrente, a unos veinte metros aproximadamente.

Enfocó su aguda vista en los personajes, tratando de identificarlos. Poco tardó en descubrir que el primero era Pedrito, el sobrino de la farmacéutica, aquel niño tan resabido amigo de los curas. La chica no le sonaba, no sería lagunera. Al menos era guapa. Por fin veía a Pedrito con una chica que valiera la pena. Pero… ¿qué estaban haciendo en la puerta de la Capilla? Parecían estar esperando a alguien. ¿Lo sabría Eliseo Gorrín, el mayordomo? La ermita, aunque era propiedad de la Iglesia, estaba al cuidado de una familia. El primer mayordomo fue un sobrino segundo de don José Rodríguez Moure, el cura que siempre estaba arreglando iglesias por aquí y por allá. Una figura que recordaba de su niñez, con su sotana a cuestas y el rostro tan serio, inescrutable. Hubiera sido un buen jugador de póquer. Cuando murió el mayordomo —
¿Cuándo sería? ¿Unos diez años ya? Cómo pasaba el tiempo
—, su hijo se hizo cargo del mantenimiento y enramado de la pequeña ermita. Y la verdad es que lo hacía cumplidamente, era una de las capillas más ricas de la ciudad, tanto en ornamentos como en pinturas y esculturas. Una lástima que no se abriera más frecuentemente y que la gente la pudiera visitar más a menudo.

De cualquier forma, aquella pareja tenía una actitud sospechosa que no le terminaba de gustar. Maruquita se levantó y buscó el enorme auricular negro de su teléfono de baquelita de preguerra. Marcó el número de la Policía Local con el dial giratorio en el que siempre se le quedaba enganchado un dedo.

Estaba comunicando.
¿Comunicando a esa hora? ¿No estaría charlando el agente de guardia con su novia?
Mañana se enteraría de quién era. Como a la segunda intentona seguía igual, resolvió llamar a Juanito. Los tonos de llamada se hicieron interminables, señal de que no estaba en casa.
¿Se habría ido a La Palma, con la familia de su mujer? Mira que se lo había dicho: Cuidado con las mujeres palmeras, con ese modo de hablar tan dulce, tan irresistible. Y Juanito, por supuesto, ni caso
.

Encendió la luz del pasillo, para que no se viera desde fuera, y buscó en su antigua agenda forrada de piel, entre páginas amarillentas, el teléfono del antiguo mayordomo. Lo encontró, pero el número estaba tachado, con una nota al lado que decía «éste no es». Frustrada, cerró la agenda, la dejó en su sitio y volvió a la ventana. Debía controlar lo que pasaba.

A lo lejos, vio llegar a un policía local. Esperaba que se diera cuenta de la actitud sospechosa de los dos jóvenes. Efectivamente, fue directamente hacia ellos, pero…, en vez de llamarles la atención, les saludó y, sacando una llave, abrió la puerta de la ermita. Cuando el policía se quitó la gorra reconoció a Eliseo, el actual mayordomo, al que nunca había visto vestido de uniforme. Se quedó más tranquila. La tensión inicial y el alivio posterior bien se merecían una tisana. Pero…
¿Y si pasaba algo mientras estaba preparándola?
Tras dudarlo unos segundos, decidió quedarse en la ventana. Era lo suyo.

***

La primera impresión de Marta al entrar en la Cruz de Moure fue de sorpresa. En un espacio no mayor de quince metros cuadrados, sobre un suelo brillante de baldosas ajedrezadas, se elevaba un altar enorme sobre el cual destacaba una pequeña imagen de una virgen dolorosa y detrás de ella, una cruz alta con los extremos acabados de plata. Todas las paredes estaban forradas por un amplio lienzo de tela decorada con rayas verticales rosas y amarillas cuyas costuras demostraban poseer una antigüedad considerable. A ambos lados de la cruz varios cuadros con oscurecidas imágenes sagradas escoltaban el altar. Pero lo realmente destacable eran los laterales. A la derecha, empotrada en la pared, una imagen del siglo XVIII de la Divina Pastora dominaba desde una hornacina barroca toda la capilla. A la izquierda, un cuadro de dimensiones respetables con un pasaje de la Natividad, posiblemente la adoración de los pastores, ocupaba toda la pared. Marta oyó que Pedro hablaba con el mayordomo, Eliseo.

—Pues no, Pedro —dijo Gorrín—, no sé quien podría ser el «extemporáneo» que me dices. Es más, pocas veces he oído esa palabra.

—Tenemos que buscar algo que esté fuera de lugar o de tiempo —dijo Pedro escrutando las paredes—. Tal vez se refiera a «anacrónico». —El policía se quedó como estaba. Tampoco conocía esa palabra.

Marta no pudo evitar quedarse prendada del cuadro de la izquierda. Bajo cinco angelitos ingrávidos que observaban desde lo alto, siete personajes se distribuían alrededor del centro del cuadro, ocupado por un niño Jesús.
Qué niño más feo
, pensó. La verdad es que una de las asignaturas pendientes del Renacimiento y del Barroco fue pintar un recién nacido bonito y con gracia. Aquel niño, como los otros de infinidad de pinturas, parecía sufrir algún tipo de enfermedad derivada de la falta de alimento. La Virgen coronada y el san José eran otra cosa, habían salido decentes.

—¿De cuándo dices que es la capilla, Pedro? —preguntó Marta.

—Un momento —Pedro se volvió a la hornacina, a un lado estaba la fecha—, mil setecientos cincuenta y dos. ¡Vaya!, para variar, es la época del marqués de Fuensanta.

Sandra sintió una tentativa de escalofrío al oír aquel título nobiliario. Todavía se acordaba perfectamente de sus aventuras, y desventuras, en los túneles que existían debajo de la ciudad.

—Pues este cuadro es claramente posterior —dijo, señalando el lienzo—. Fíjate, hay un personaje con chaqueta y corbata. Bueno, más que una chaqueta parece una toga. ¿Sería un abogado?

Pedro se acercó al cuadro y su rostro se demudó en décimas de segundo.

—Marta, ¿estás viendo lo mismo que yo? —preguntó el archivero—, ¿qué está haciendo el señor encorbatado?

—Pues quitándose un sombrero. La verdad es que no pega nada con el resto del cuadro.

—Es que eso es lo que hay que ver, que no pega nada —concluyó Pedro, pletórico—, aquí tenemos a nuestro extemporáneo que
«se descubre al verlo»
.

—¿Al ver qué?

—El círculo platónico, por supuesto —el entusiasmo de Pedro era creciente—. La figura tiene la mirada en la lejanía. ¿Hacia dónde crees que mira, Marta?

La arqueóloga miró detenidamente la pintura durante unos minutos. Se dio la vuelta, intentando remedar la posición de la cabeza del personaje del cuadro.

—Pues hacia el noroeste, si no me equivoco —contestó finalmente.

—Exactamente, justo hacia las otras capillas de Cruz. Está mirando el círculo, Marta. Nos indica dónde tenemos que fijarnos para seguirlo.

Marta pasó la mirada del cuadro a Pedro y viceversa. Aquello estaba adquiriendo tintes inquietantes. Se arrepintió de los pensamientos negativos que había tenido sobre las excéntricas ideas de Pedro.

¿Y si su amigo tenía razón al final?

***

Maruquita Perera descansó cuando los tres invasores de la capilla la cerraron y se marcharon en dirección a la calle del Agua. A pesar de haber tenido el oído presto, no se había enterado de lo que se decían entre sí. Pero eso no era fundamental, estaba claro que algo deshonesto estaban tramando aquellos descastados a una hora tan intempestiva. La Capilla llevaba ocho días sin abrirse, y en la vida la habían abierto de noche. Aquello no era normal. Por si acaso, y para evitar que se produjera cualquier atentado a la honorabilidad de la Cruz, se propuso vigilar la ermita en las noches siguientes. No iba permitir el menor desacato a las imágenes allí custodiadas.

De ninguna manera.

34

La Laguna, sábado. 04:40 horas.

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